Heidi Rice

Un amor de juventud


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Dominic LeGrand sin alzar la voz.

      No estaba triste ni disgustado, solo furioso. Habían hecho un trato. Y su «prometida» lo había roto.

      –Pero…. ya te dije que no había sido nada, Dominic –respondió Mira con los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrada.

      Dominic no aguantaba más. Esa mujer tenía la madurez emocional de una criatura de dos años.

      –Desde el principio de nuestro trato dejé muy claro que esperaba exclusividad. No voy a casarme con una mujer de la que no puedo fiarme.

      –No me acosté con Andre, te lo juro –contestó Mira–. Estaba un poco borracha y coqueteé con él, eso fue todo.

      Mira se inclinó sobre el escritorio de Dominic, con postura provocativa le enseñó el amplio escote e hizo una mueca con los labios.

      –No te voy a mentir, la verdad es que me gusta que estés un poco celoso –añadió ella.

      –No estoy celoso, Mira, pero sí estoy enfadado. No has cumplido con lo que habíamos acordado y es posible que eso ponga en riesgo mi negocio respecto a Waterfront –que era la única razón por la que Dominic había pedido a Mira que se casara con él.

      El consorcio Jedah era propietario de los terrenos en los que él quería construir, en Brooklyn. El consorcio estaba formado por un grupo de ricos magnates del petróleo del Oriente Medio, todos ellos de ideas muy conservadoras. Se habían mostrado reacios a hacer negocios con él desde el año anterior, desde el artículo publicado en un periódico sobre su relación con Catherine Zalinski. Los miembros del consorcio tenían miedo de entrar en negocios con un hombre que, al parecer, no podía controlar su libido y tampoco a las mujeres con las que se relacionaba.

      Un matrimonio, supuestamente, solucionaría el problema. Pero aquella misma tarde se habían publicado fotos de su prometida besando a su profesor de esquí.

      –El motivo de este matrimonio era lograr que se dejara de hablar de mi vida privada en público –añadió Dominic, por si ella aún no lo había entendido.

      –Pero me dejaste sola durante todo un mes –se quejó Mira con una mueca infantil–. Esperaba que vinieras a Klosters, pero no lo hiciste. Y hace aún más que no nos acostamos juntos. ¿Qué querías que hiciera?

      Dominic no había tenido tiempo de ir a Klosters a verla y, en realidad, tampoco había tenido excesivas ganas de hacerlo. El trato con Mira había sido una equivocación. Se había aburrido de ella antes de lo que había imaginado, tanto en la cama como fuera de ella.

      –Quería que no pegaras la boca a la de otro hombre y que no te abrieras de piernas.

      –Dominic, no digas esas cosas. Haces que me sienta una furcia barata.

      –Mira, puedes ser cualquier cosa… menos barata –respondió él con cinismo.

      El insulto la hizo ponerse tensa.

      –Por favor, márchate. Hemos terminado.

      –Eres… eres un bastardo sin corazón.

      Al instante de sentir la bofetada de Mira, Dominic se puso en pie y la agarró por la muñeca para evitar que volviera a abofetearle. Fue entonces cuando le asaltó el amargo recuerdo de otra bofetada aquel verano en el que, por fin, su padre le había invitado a formar parte de su mundo, aunque solo hubiera sido para echarle a patadas al cabo de un mes. Y recordó la voz de la chica que le defendió:

      –No pegues más a Dominic, papá, le vas a hacer daño.

      –Hay gente que se merece que le hagan daño, ma petit –había contestado su padre.

      –Tienes razón, Mira, no tengo corazón. También soy un bastardo. Y estoy orgulloso de ello, me da fuerza –declaró Dominic soltando la muñeca de Mira–. Y ahora sal de aquí si no quieres que haga que te arresten por agresión.

      –Te odio –dijo Mira con labios temblorosos.

      «¿Y qué?», se preguntó Dominic fríamente mientras ella salía apresuradamente de su estudio.

      Dominic se acercó al mueble bar, se secó una gota de sangre de la comisura de la boca y se sirvió un whisky escocés.

      Solo disponía de una semana para encontrar a otra mujer con la que casarse y así poder expandir su negocio. Un negocio que había construido de la nada después de salir de la casa de su padre aquel verano con costillas rotas y marcas de correazos en la espalda.

      Había hecho autostop, un conductor de camiones se había apiadado de él y le había llevado hasta París. Durante el trayecto, se había jurado a sí mismo que jamás volvería a hablar ni a ver a su padre, y también que le demostraría a él y a todos los que le habían menospreciado lo equivocados que estaban.

      Encontraría otra esposa. Con un poco de suerte, una que le obedeciera y mantuviera las piernas cerradas. Pero esa noche iba a celebrar su buena suerte. ¡De menuda se había librado!

      Capítulo 2

      APÁRTATE de mi camino, imbécil –dijo una mujer, empujándola.

      Ally, aún montada en la bicicleta, se raspó la pierna con el pedal y estuvo a punto de caerse mientras la mujer pasaba de largo y se metía en un deportivo rojo.

      Ally se bajó de la bicicleta. ¿No era esa Mira… algo? ¿La destinataria del anillo que estaba a punto de entregar?

      La mujer parecía furiosa. ¿Problemas en el paraíso?

      «Eso no es asunto tuyo», se dijo a sí misma.

      Empujando la bicicleta, se acercó a la parte posterior de la mansión, en un extremo de una plazoleta. Respiró hondo, apoyó la bicicleta contra el muro de la casa y llamó al timbre.

      «Él no va a abrir la puerta, lo hará alguno de sus empleados. Tranquilízate de una vez».

      La lluvia había alcanzado proporciones de Monzón. Estaba calada hasta los huesos. Para colmo de males, le dolía enormemente la herida que se había hecho en la pierna con el pedal de la bicicleta.

      Se apartó ligeramente de la puerta y vio que solo había luz en una de las ventanas, en el primer piso. Tragó saliva y volvió a llamar al timbre. Vio la silueta de un hombre en la ventana, un hombre alto y de hombros anchos.

      «No es él, no es él, no es él», se repitió a sí misma mientras oía pisadas acercándose a la puerta.

      Se pegó al pecho la bolsa de repartir. Lo que debía hacer era sacar la caja con el anillo para así entregarla tan pronto como se abriera la puerta.

      Mientras intentaba abrir los cierres mojados de la bolsa, se encendió una luz en el vestíbulo y, a los pocos segundos vio una silueta a través de los paneles de cristal esmerilados de la puerta de la entrada.

      –Bonsoir –dijo él al abrir.

      Esa voz pronunciando una palabra en francés le acarició la piel y la hizo temblar de pies a cabeza. ¿Cómo era posible que aún le afectara de esa manera? Ahora era una mujer adulta, no una adolescente en medio de la pubertad.

      –Entre si no quiere ahogarse –murmuró él haciéndose a un lado para permitirle el paso.

      Dominic siempre había sido guapo, pero la madurez había transformado sus hermosos rasgos adolescentes en un atractivo de una intensidad devastadora.

      Sus cabellos rubio dorado habían oscurecido hasta adquirir un color castaño con mechas doradas, y lo llevaba lo suficientemente largo como para que las puntas se le rizaran a la altura del cuello de la camisa. Esos ojos castaño oscuro seguían igual de serios que siempre, ella nunca le había visto reír.

      Mientras devoraba los cambios en él, se dio cuenta de hasta qué punto había aumentado el cansancio de la expresión de sus ojos y cómo se había marcado la crueldad de la cínica curva de esos labios sensuales.

      El