enfermo o algo así?
Se le ocurrió pensar, como tal vez debería haber hecho antes si era el amigo que aseguraba ser, que debía de ser muy duro para Tess criar sola a su hijo. Ben no podía ser ya un bebé, debía de tener… ¿qué edad? Un año por lo menos.
–Ben se encuentra bien. Está durmiendo arriba, en su cuarto –las lágrimas empezaron a fluir de nuevo y Tess se sentía incapaz de contenerlas, así que abandonó cualquier intento de parecer dueña de sí… de sus lágrimas, de su vida, ¡de cualquier cosa!
–Pero ocurre algo malo.
–No sueles señalar lo evidente –graznó. Rafe exhaló un suspiro indulgente.
–Será mejor que me lo cuentes.
–¿Para qué? –preguntó Tess con una pequeña carcajada histérica–. ¡No puedes ayudarme!
–Mujer de poca fe.
–Nadie puede –insistió con voz lúgubre. El alcohol había derribado todas sus defensas de un plumazo. Sin levantar la cabeza para mirarlo, la apoyó en el pecho sólido y amplio que, de repente, estaba muy a mano. Con los ojos fuertemente cerrados, apenas consciente de lo que hacía, le dio uno, dos y tres puñetazos en el hombro.
En un nivel profundo del inconsciente que registraba detalles ajenos a su desgracia, el cerebro de Tess estaba almacenando información irrelevante, como la firmeza de los músculos de Rafe y su fragancia.
–¡No soporto la idea de perderlo! ¡No lo soporto, Rafe! –sollozó en un susurro atormentado.
La angustia de Tess le hacía sentirse impotente. Impotente y ¡un canalla! Tess se estaba poniendo literalmente en sus manos, exhibiendo una confianza en él que tenía todo el derecho del mundo a esperar si realmente era el amigo que afirmaba ser. Por eso, la reacción de su cuerpo a la mujer suave y fragante que estaba abrazada a él tomaba aún más el cariz de una traición.
–¿Perder a quién? ¿A tu veterinario? –inquirió. La asió por los hombros y la zarandeó con suavidad.
–¡No se puede perder lo que nunca se tuvo y ni siquiera se quiere! ¿Es que no me escuchas? –le preguntó Tess con ardor.
–¿Entonces, a quién o qué has perdido?
–He perdido mis inhibiciones… Debe de ser el licor.
–Deja de bromear.
Estupendo. Si prefería las lágrimas, las tendría.
–No quiero perder a Ben.
–No vas a perder a Ben –la tranquilizó Rafe en tono confiado.
Rafe siempre creía que lo sabía todo. ¡Pues en aquella ocasión, no! Tess alzó con furia la cabeza. Las lágrimas brillaban en las puntas de sus pestañas.
–Claro que voy a perderlo. ¡Chloe quiere quedarse con él! –gimió.
Rafe la miró sin comprender. Lo que Tess decía no tenía ningún sentido… Quizá tuviera menos tolerancia al alcohol de la que Rafe había creído.
–Sé que Chloe siempre consigue lo que quiere –observó con ironía–, pero en esta ocasión, no creo que estés obligada a decir que sí. No deberías beber, Tess…
–¡No lo entiendes!
Rafe movió la cabeza y no contradijo la afirmación de Tess cuando ella fijó sus angustiados ojos de color esmeralda en los de él.
–Yo no soy la madre de Ben, sino Chloe… –con lastimeros sollozos, volvió a derrumbarse sobre el pecho de Rafe, dejando que él asimilara la increíble noticia.
Si eso era cierto, y a Rafe no se le ocurría una sola razón por la que Tess mentiría sobre ello, era todo un notición.
Cuando Tess solicitó la excedencia en su trabajo como dinámica agente de bolsa, Rafe se quedó tan atónito como el resto de sus amigos al ver que regresaba con un bebé. Comparado con eso, la sorpresa fue leve cuando Tess dejó el trabajo que amaba, después de un intento fugaz y frustrado de combinar la maternidad con su profesión, y se mudó a la casa que había heredado de su abuela.
Y, de repente, afirmaba que no era la madre de Ben. ¡No era la madre de nadie!
Pasaron más de diez minutos antes de que Tess fuera capaz de proseguir la explicación. Al contemplar su expresión hermética y obstinada cuando se sentó cruzada de brazos en la mecedora, Rafe supo que lo último que deseaba era hablar con él.
–¿Por qué?
–Morgan y Edward estaban fuera del país, en alguna que otra selva –recordó Tess en tono inexpresivo, refiriéndose a su hermana mayor y a su cuñado, ambos brillantes paleontólogos de renombre internacional, aunque ajenos a las cuestiones mundanas. Quizá fueran las primeras personas a las que alguien acudiría tras desenterrar un cráneo prehistórico, pero en lo relacionado con el embarazo de su hija, no habrían sido de mucha ayuda.
–Y aunque hubieran estado aquí, no habrían sabido qué hacer.
Tess optó por pasar por alto aquella acertada conclusión.
–Chloe ya estaba de cinco meses cuando se dio cuenta y se llevó un gran disgusto cuando le dijeron que era demasiado tarde para… –Tess hizo una pausa y lo miró con incomodidad.
–Quería deshacerse de él –Rafe se encogió de hombros–. Era de suponer. Siempre ha sido una niña mimada y egoísta.
La sinceridad impedía a Tess refutar aquel juicio cruel. Su hermana y su cuñado siempre habían consentido o hecho caso omiso de su hija única y, como resultado, Chloe se había convertido en una joven muy hermosa, pero muy egocéntrica.
–Una niña mimada y asustada por aquel entonces –le espetó Tess con aspereza–. No quería que nadie se enterara, me lo hizo prometer. Así que me la llevé lejos.
–¿No es una medida un poco…? No sé… ¿Melodramática?
–No sabes de qué manera se estaba comportando –Tess había temido sinceramente que Chloe hiciera algo drástico–. Pensé que un cambio de aires, lejos de sus conocidos, podría ayudarla. Pensé que, cuando naciera el niño…
–Se despertaría su instinto maternal –Rafe profirió un resoplido burlón.
–Suele pasar –replicó Tess con indignación.
–Un caso típico de optimismo cegador. Chloe nunca iba a renunciar a ir a fiestas para quedarse en casa a hacer de niñera. No puedo creer que fueras tan ingenua.
–¿Por qué me insultas? –preguntó Tess, enojada por aquel tono condescendiente. Para él era fácil condenar… No había estado allí, no podía saber cómo había sido.
–A ti no te cuesta trabajo pensar que yo soy idiota.
–No sé por qué te cuento todo esto. No servirá de nada. La cuestión es que Chloe es su madre y si quiere quedarse con él, no hay nada, salvo que huya del país, que pueda impedirlo. Ojalá lo hubiera adoptado legalmente cuando ella lo sugirió –concluyó con una nota triste de condena hacia sí misma–. No te preocupes –añadió, y le brindó una pequeña sonrisa amarga–. No tengo dinero suficiente para huir del país.
Esa era otra cuestión que lo inquietaba. Tess llevaba una vida sencilla desde que había vuelto a la aldea. Era propietaria de la casa, no tenía deudas, que Rafe supiera, y debía de haber amasado una buena fortuna durante su corta, pero próspera vida laboral. Sin embargo, aquel lugar necesitaba una mano de pintura. De hecho, necesitaba muchas cosas, no grandes cosas, pero… ¿Y desde cuándo no tenía coche? No lo recordaba, no le había parecido importante en su momento. ¿Pero cubrir las primarias de los Estados Unidos sí? La angustia de Tess le hacía pensar sobre sus prioridades.
–No puedo creer que hayas tenido a todo el mundo engañado –Rafe la estaba mirando como si la viera por primera vez. Le había costado trabajo