Kim Lawrence

Amigo o marido


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le pasó una idea intrigante por la cabeza e intentó explorarla–. ¿Anoche no querías estar solo? ¿Por eso te quedaste?

      –¿Porque volví a patrones de comportamiento creados en la infancia? –Rafe se frotó la mandíbula con barba incipiente con la mano. A Tess nunca la había besado un hombre sin estar rasurado, y se sorprendió preguntándose distraídamente cómo…–. Yo también me lo he preguntado. ¿No tendría gracia que fuera a tu cama cada vez que necesitara un poco de afecto y ternura? –reflexionó, y la miró con expresión pensativa.

      A Tess le dio un vuelco el corazón.

      –Muy gracioso –repuso con voz ronca.

      –Sí, hilarante –confirmó Rafe sin rastro de humor.

      Cuando Rafe salió de la ducha, Tess estaba en la cocina. Le había puesto el desayuno a Ben que, como de costumbre, no tenía prisa en tomárselo. Había la misma cantidad de avena cocida en el suelo que en su estómago. Tess dejó de intentar persuadirlo de que tomara otra cucharada y retomó su frenética labor de volver a guardarlo todo en los armarios.

      –Buenos días, amigo –Rafe, que era capaz de tratar con el político más ladino, no estaba muy seguro de cómo hablarle a un niño de un año. Guiñó un ojo al bebé de rostro solemne.

      Ben respondió con una sonrisa que insinuaba que no era tan angelical como parecía.

      –¡Uno hombre! –exclamó, y señaló a Rafe con un dedo regordete.

      –Un hombre –lo corrigió Tess automáticamente.

      –Uno hombre –dijo el niño de inmediato. Con los ojos brillantes, esperó con expectación a que Tess lo alabara.

      –Bien hecho, cariño –cuando Tess volvió la cabeza, sorprendió a Rafe observándola con una intensa expresión en sus rasgos ávidos, pero la expresión se disipó cuando miró al niño.

      –No espero que te acuerdes de mí, pero me llamo Rafe. ¿O debería decir tío Rafe? –preguntó, y se volvió una vez más a Tess–. ¿Sabe hablar?

      –Más o menos, pero necesitarás la ayuda de un intérprete –reconoció–. Ben y tú podéis decidir entre los dos cómo debe llamarte. Yo apuesto por «un incordio» –añadió en voz baja.

      –Te he oído.

      –Eso pretendía –Tess se puso de puntillas para guardar una fuente en un armario alto.

      Rafe se sorprendió advirtiendo cómo, al estirarse, el trasero alto y bonito de Tess se ponía tenso. A pesar de que su ropa parecía diseñada para ocultarlo, resultaba difícil no percatarse de que tenía un buen cuerpo… no, un cuerpo excelente. Con las cejas casi unidas por encima del puente de su aristocrática nariz, Rafe alargó el brazo y le quitó la fuente de las manos.

      –¿No sabes que la mayoría de los accidentes ocurren en los hogares?

      –¡No utilices ese tono de profesor conmigo! –Tess se dio media vuelta con furia y a punto estuvo de tropezar con él. Como no se contentaba imaginando si la tomaría en sus brazos si se caía, su rebelde cerebro empezó a teorizar sobre lo que sentiría.

      Un pequeño gemido de lucha brotó de sus labios. Estaba a punto de sucumbir al pánico cuando, con los brazos extendidos delante de ella para protegerse, retrocedió tan deprisa que se dio un golpe en la espalda con la encimera.

      De repente, el ambiente estaba tan cargado de tensión sexual que Tess apenas podía respirar. «Él también lo siente», pensó, y contempló con perplejidad los ojos oscuros y dilatados de Rafe.

      –¡Desaúno! –exclamó una vocecita con severidad.

      Los adultos, que con un sobresalto de culpabilidad comprendieron que no estaban solos, miraron a su pequeño interlocutor. Simultáneamente, decidieron olvidar lo que acababa de ocurrir.

      –Buena idea, Ben. ¿Está ocupada esta silla? –preguntó Rafe, y separó ruidosamente una silla de la mesa, se sentó a horcajadas y apoyó las manos en el respaldo–. ¿Siempre está Tess tan gruñona por la mañana?

      «¿A que te gustaría saberlo?», preguntó una vocecita maliciosa en su cabeza.

      –Lo cierto –prosiguió Rafe, para acallar aquella voz– es que estás irritable porque tienes cosas que hacer, mucho estrés y un poco de resaca.

      –¿Y de quién es la culpa? –replicó Tess. Yo no bebo sola… –lo cual quería decir que, como rara era la ocasión en que tenía compañía masculina, nunca bebía.

      –Eso es admirable, sin duda. Hay algunas cosas que yo tampoco hago solo nunca. Pero beber no es una de ellas –confesó con alegría–. Prepararé unos huevos con tocino para los dos, ¿quieres?

      –Yo no tengo hambre y no recuerdo haberte invitado a desayunar.

      –Pensaba que se te había olvidado.

      –No, ha sido una grosería intencionada. Además, no tengo huevos –una grosería que Rafe parecía estar tolerando demasiado bien.

      –Tienes que comer –declaró él, y realizó un examen crítico de la menuda figura de Tess. Su expresión sugería que no había encontrado mucho que fuera de su agrado–. Estás demasiado delgada.

      –Por suerte para mí, sobre gustos no hay nada escrito.

      Y Tess necesitaba un tipo sensible y corto de vista. ¡Y alto, por favor!

      –Al final, podrías salir ganando. Quiero decir que hay muchos tipos a los que les asusta la idea de casarse con una madre soltera.

      –Tipos egoístas y frívolos como tú. La verdad es que puedo pasarme sin ellos –le dijo Tess con rotundo desprecio–. No necesito a ningún hombre.

      Con unos labios como aquellos, Rafe lo dudaba. De repente, sintió el impulso de poner a prueba su teoría sobre los labios generosos y apasionados. «¡Ya no le puedes echar la culpa al alcohol, amigo!».

      –¿Eso fue lo que asustó a tu veterinario?

      En lo relativo a la insensibilidad, Rafe era uno de los grandes.

      –Por última vez, te diré que no era mi veterinario y no, fue por algo muy distinto –el hombre no la creyó cuando Tess le dijo que no quería casarse con él, así que se vio obligada a confesarle la verdad… y el veterinario huyó espantado.

      –Se enteró de que roncabas, ¿eh?

      ¿Cómo reaccionaría Rafe si se lo decía? ¿Se avergonzaría, sentiría lástima por ella? Tess inspiró hondo, elevó la barbilla y, desechando la punzada de autocompasión, adoptó una expresión estoica.

      –Yo no ronco.

      Rafe elevó una ceja oscura.

      –¿Cuánto te apuestas? –dijo con voz lánguida. Desde donde estaba sentado, abrió la puerta de la nevera con la puntera del zapato–. Vaya, ¿quién iba a decirlo? –preguntó, y miró a Ben con expresión alegre–. Tocino y, si la vista no me engaña, también huevos. De corral, espero –se volvió hacia Ben–. Tess se había olvidado de que los tenía.

      –Lo único que había olvidado –anunció Tess, y experimentó una enorme satisfacción dando un portazo a uno de los armarios– es lo irritante e insensible que eres.

      –Pero me echas de menos cuando no estoy, ¿verdad?

      Tess no se detuvo a pensar en las posibles consecuencias de responder con sinceridad.

      –Por extraño que parezca –corroboró con aspereza–, sí.

      Rafe se volvió para mirarla a tiempo de ver una expresión de estupefacción en el rostro de Tess, y se sorprendió identificándose con esa emoción.

      –Lo que demuestra lo necesitada que estoy de compañía adulta –el intento de bromear no funcionó.

      –Yo también