Kate Hoffmann

Navidades perfectas


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      —No me gusta esto. Algo huele a podrido en Dinamarca.

      Holly Bennett miró a su ayudante, Meghan O’Malley.

      —Y la semana pasada, el conserje de la oficina era un agente del FBI. Y el conserje de mi casa, un terrorista internacional —suspiró Holly—. Meg, tienes que dejar esa obsesión por las noticias. ¡Leer diez periódicos al día te está convirtiendo en una paranoica!

      Mientras hablaba, su aliento se convertía en una nube frente a ella. Apretando el abrigo contra el pecho, Holly observó la pintoresca plaza del pueblo.

      Desde luego, la situación era un poco rara, pero… ¿peligro en Schuyler Falls, Nueva York? Si casi podía creer que Santa Claus estaba a punto de aparecer por allí en su trineo.

      —Me gusta estar bien informada —replicó Meghan, su brillante pelo rojo como una aureola alrededor de la cara—. Y tú eres demasiado confiada. Llevas cinco años en Nueva York, ya es hora de que te espabiles —suspiró entonces—. Quizá es la mafia… ¡Lo sabía! Vamos a trabajar para la mafia.

      —Estamos a doscientos kilómetros de Nueva York —replicó Holly—. Y esto no parece un pueblo de mafiosos. Mira alrededor. Estamos en medio de la América más clásica.

      Holly miró los copos de nieve, las farolas, el enorme árbol de Navidad en medio de la plaza… Nunca había visto nada tan encantador. Era como una escena de Qué bello es vivir.

      A un lado estaban los almacenes Dalton, un elegante edificio de principios de siglo iluminado con alegres luces navideñas. Pequeñas tiendas y restaurantes ocupaban el resto de la plaza, todas ellas adornadas con muérdago y flores de Pascua.

      Meg miró alrededor, recelosa.

      —Eso es lo que quieren que pensemos. Pero están vigilándonos. Es como una de esas películas en la que el pueblo parece perfecto a primera vista, pero después…

      —¡Por favor! ¿Quién está vigilándonos?

      —Esta mañana hemos recibido una misteriosa carta con un cheque firmado por un cliente fantasma. Nos han dado un par de horas para hacer la maleta, tomar un tren con destino a un pueblo desconocido y… sin saber para quién trabajamos. ¿Te parece poco? Quizá sea la CIA. Ellos también celebran la Navidad, ¿no?

      Holly miró a Meg y después puso su atención en la carta que tenía en las manos. Había llegado aquella misma mañana a su oficina en Manhattan, cuando acababa de descubrir que, de nuevo, terminaría el año contable con números rojos.

      Había abierto la empresa cinco años antes y aquella Navidad era el momento definitivo. Tenía casi veintisiete años y solo trescientos dólares en su cuenta corriente. Si la empresa no obtenía beneficios, se vería obligada a cerrar y probar con otra cosa. Quizá volver a la profesión que había estudiado y en la que fracasó: diseñadora de interiores.

      Sin embargo, aunque tenía mucha competencia, nadie en el negocio de la Navidad trabajaba más y de forma más original que Holly Bennett.

      Era consultora de decoración, compradora personal de objetos de Navidad y cualquier otra cosa que quisieran los clientes. Cuando se lo pedían, incluso hacía galletas con dibujos navideños o preparaba menús especiales hasta para doscientos invitados.

      Había empezado decorando casas en barrios residenciales y sus diseños eran famosos por su originalidad. Como el árbol de mariposas que hizo para la señora Wellington. O lo que hizo para Big Lou, el rey de los coches usados, combinando repuestos de coche pintados de purpurina y con bolas de colores.

      Durante aquellos años había trabajado también para empresas, tiendas en Long Island y alguna boutique de Manhattan. La demanda de sus servicios requirió que contratase una ayudante.

      Y, sin embargo, seguía en números rojos.

      Pero a Holly le encantaban las navidades. Siempre le habían gustado, desde que era una niña. Quizá porque el día de Navidad era su cumpleaños.

      De pequeña, en cuanto pasaba el día de Acción de Gracias, sacaba los adornos navideños del ático en su casa de Siracusa. Después, Holly y su padre cortaban un abeto y la fiebre de cocinar, decorar y comprar no terminaba hasta el día dos de enero.

      Era el momento del año en el que se sentía más especial, como una princesa en lugar de la chica tímida y cortada que siempre había sido.

      Hacía todo lo posible porque esas fiestas fueran maravillosas, obsesionada con los pequeños detalles, buscando la perfección. Su madre fue quien sugirió que usara su título de decoradora de interiores para especializarse en eso.

      Al principio, Holly estaba emocionada con el extraño rumbo que había tomado su carrera y lo ponía todo en los diseños para sus clientes. Pero últimamente la Navidad se había convertido en sinónimo de negocio, beneficios y pérdidas, borrando así los felices recuerdos de la infancia.

      Cuando sus padres se mudaron a Florida, empezó a pasar las vacaciones trabajando y, sin su familia, poco a poco perdió el espíritu navideño. Era imposible desplazarse hasta Florida y llevar el negocio a la vez.

      De modo que las navidades se habían convertido en algo que empezó a aborrecer. Holly dejó escapar un suspiro. Lo que daría por unas navidades familiares, como antaño…

      —¡Ya lo tengo! —exclamó Meg—. El tipo para el que vamos a trabajar es un testigo protegido por el gobierno y ha dejado atrás a su familia para no cargarlos con sus problemas…

      —¡Ya está bien! —la interrumpió Holly—. Admito que esto es un poco raro, pero mira el lado bueno, Meg. Ahora que hemos terminado todos los encargos, no nos quedaba mucho que hacer.

      Desde luego, podía encontrar tiempo para decorar la casa de un cliente que le pagaba quince mil dólares por un trabajo de dos semanas, aunque fuese un testigo protegido por el gobierno.

      —¿Que no nos quedaba mucho que hacer? Tenemos seis escaparates con renos mecánicos que mantener y ya sabes lo temperamentales que son esos renos. Y hay que vigilar el árbol que decoramos en Park Avenue, porque si no todos los adornos acabarán en el río. Además, tenemos que comprar un montón de regalos de empresa…

      —No podemos rechazar este encargo, Meg. ¡Me he gastado la herencia intentando mantener el negocio a flote y mis padres ni siquiera han muerto!

      —¿Y cómo vamos a saber con quién debemos encontrarnos? Podría ser un psicópata…

      —No seas ridícula. El cheque era de una fundación. Y la carta dice que llevará una ramita de muérdago en la solapa.

      En ese momento, Holly vio a un hombre alto que se acercaba a ellas con la susodicha ramita de muérdago.

      —No hagas más bromas sobre la mafia —le dijo a Meg en voz baja.

      —Si salimos corriendo, podríamos tomar el tren antes de que nos mande a sus matones…

      —Cállate.

      El hombre llegó a su lado y Holly se fijó en el caro abrigo de cachemir y los suaves guantes de piel. Y cuando miró su rostro, se quedó sorprendida. Si aquel hombre era un mafioso, era el mafioso más guapo que había visto en su vida. Tenía el pelo oscuro, despeinado por el viento, y su perfil patricio parecía esculpido en mármol bajo la luz de las farolas.

      —Encantado de conocerla, señorita Bennett —la saludó estrechando su mano—. Señorita O’Malley… gracias a las dos por venir.

      —De nada, señor… lo siento, no me ha dicho su nombre —sonrió Holly.

      —Mi nombre no es importante.

      —¿Cómo nos ha localizado? —preguntó Meg, suspicaz.

      —Solo tengo unos minutos para hablar, así que será mejor que vayamos directos al grano —dijo él, sacando un sobre grande del bolsillo—. Toda la información está aquí. El contrato es por veinticinco mil dólares. Quince mil por su trabajo y