Kate Hoffmann

Navidades perfectas


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Navidad, nada. Pero… ¿cómo iba a presentarse?

      —Hola, estoy aquí para hacer tu sueño realidad —murmuró—. Me llamo Holly Bennett y me envía Santa Claus.

      Podía decir que la enviaba el anciano de barba blanca. Al menos, eso decía el contrato.

      —Esto es una locura. Me echarán de aquí a patadas.

      Pero la posibilidad de acabar el año con beneficios era demasiado irresistible. Quizá incluso podría darle una paga extra a Meg.

      Armándose de valor, Holly llamó al timbre. Oyó el ladrido de un perro y, unos segundos después, un niño de pelo rubio y ojos castaños abrió la puerta. Tenía que ser Eric Marrin.

      —Hola.

      —Hola —sonrió ella, nerviosa.

      —Mi padre está en el establo, pero vendrá enseguida.

      —No he venido para ver a tu padre. ¿Tú eres Eric?

      El niño asintió, mirándola con curiosidad.

      —Yo soy… soy tu ángel de Navidad. Santa Claus me ha enviado para hacer realidad tus sueños.

      Sabía que aquellas palabras sonaban ridículas, pero por la cara de Eric, al niño le habían sonado de maravilla. La miraba con tal expresión de alegría, que el perro empezó a mover la cola emocionado.

      —¡Espera un momento! —gritó, corriendo hacia el interior de la casa. Volvió unos segundos después con un abrigo y unas manoplas—. Sabía que vendrías —dijo entonces, tomando su mano.

      —¿Dónde vamos? —preguntó Holly, mientras bajaban los escalones del porche.

      —A ver a mi padre. Tienes que decirle que no podemos ir a Colorado estas navidades. ¡A ti tendrá que escucharte porque eres un ángel!

      Corrieron por un camino cubierto de nieve hacia el establo más cercano y los zapatos de Holly se empaparon. A un ángel de verdad no le importaría tener los zapatos mojados, pero…

      Tendría que comprar ropa de invierno en Schuyler Falls si iba a trabajar en aquella casa.

      —¿Has hablado con Santa Claus? —preguntó Eric.

      Holly dudó un momento y después decidió mantener la ilusión del crío.

      —Sí, he hablado con él. Y me ha dicho personalmente que debes tener unas navidades perfectas.

      Cuando llegaron al establo, el niño levantó la falleba, abrió las dos enormes puertas y prácticamente la empujó dentro.

      —¡Papá! ¡Papá, está aquí! —gritó, corriendo hacia el fondo—. ¡Mi ángel de Navidad está aquí!

      Era un establo enorme, con un larguísimo pasillo flanqueado por docenas de cajones donde dormían los caballos.

      Un hombre muy alto apareció entonces a su lado y Holly dio un salto, llevándose la mano al corazón. Había esperado alguien de mediana edad, pero Alex Marrin no debía tener ni treinta años.

      Y tenía los ojos más azules que había visto en su vida, brillantes e intensos, la clase de ojos que podrían derretir el corazón de cualquier mujer. Era muy alto, más de un metro ochenta y cinco, de pelo castaño, hombros anchos y brazos de músculos bien formados. Llevaba vaqueros, botas de trabajo y una vieja camisa de franela con las mangas subidas hasta el codo.

      Él la miró un momento y después se volvió para buscar a su hijo con la mirada.

      —¿Eric?

      El niño corrió hacia ellos, emocionado.

      —Está aquí, papá. Santa Claus me ha enviado un ángel de Navidad. Ángel, este es mi padre, Alex Marrin. Papá, te presento a mi ángel de Navidad.

      Holly tuvo que toser para llevar algo de aire a los pulmones.

      —Me envía… Santa Claus. Estoy aquí para hacer realidad todos sus sueños… Quiero decir, los sueños de Eric. Los sueños navideños de Eric.

      Alex Marrin la miró de arriba abajo, con gesto receloso. La mirada hizo que sintiera un escalofrío, pero no pensaba dejarse intimidar.

      De repente, él soltó una carcajada, un sonido que Holly encontró sospechosamente atractivo.

      —Esto es una broma, ¿no? ¿Qué va a hacer? ¿Poner algo de música y quitarse la ropa? —preguntó, alargando la mano para tocar un botón de su abrigo—. ¿Qué lleva ahí debajo?

      —¡Oiga!

      —¿Quién la envía? ¿Los chicos del supermercado? —preguntó Alex Marrin entonces, mirando por encima de su hombro—. ¡Papá, ven aquí! ¿Tú me has pedido un ángel?

      Un hombre de barba gris asomó la cabeza por encima de uno de los cajones.

      —No, yo no.

      —Es mi ángel —insistió Eric—. No es una señora del supermercado.

      Su abuelo soltó una risita.

      —Yo que tú no rechazaría el regalo. Aquí hace falta un ángel.

      —Es mi abuelo —explicó el niño.

      —¿Quién la envía? —preguntó el antipático de su padre.

      —Santa Claus —contestó Eric—. Fui a verlo a los almacenes Dalton y…

      —¿Has ido a los almacenes? ¿Cuándo?

      El niño lo miró, contrito.

      —El otro día, después del colegio. Tenía que ir, papá. Tenía que darle mi carta —contestó por fin, tomando a Holly de la mano—. Mi ángel ha venido para hacer que tengamos unas navidades como las de antes. Ya sabes, como cuando mamá…

      La expresión de Alex Marrin se endureció.

      —Vete a la casa, Eric. Y llévate a Thurston. Yo iré dentro de un momento.

      —No la eches de aquí, papá —le rogó el niño.

      Pero la severa mirada de su padre lo obligó a salir del establo, cabizbajo. El abuelo murmuró una maldición, pero Alex Marrin no parecía dispuesto a echarse atrás.

      —Muy bien. ¿Quién es usted? ¿Y quién la ha enviado?

      —Me llamo Holly Bennett —contestó ella, sacando una tarjeta del bolso—. ¿Ve? Soy una decoradora profesional y me han contratado para hacer realidad el sueño de su hijo. Voy a trabajar para ustedes hasta el día de Navidad.

      —¿Quién la ha contratado?

      —Me temo que eso no puedo decirlo. Mi contrato lo prohíbe.

      —¿Qué es esto, caridad? ¿O algún cotilla del pueblo pretende hacer de Santa Claus para expiar sus pecados?

      —¡No! En absoluto —exclamó Holly, sacando la carta de Eric del bolsillo—. Quizá debería leer esto.

      Después de leerla, Marrin se pasó una mano por el pelo, abrumado.

      —Debe usted pensar que soy un padre terrible.

      —Yo… no lo sé, señor Marrin —dijo ella, tocando su brazo.

      Al rozar su piel sintió una especie de descarga eléctrica y tuvo que meterse la mano en el bolsillo del abrigo, nerviosa.

      —¿Quién la ha contratado?

      —No puedo decírselo. Pero alguien me ha pagado un dineral por hacer este trabajo y, si me envía de vuelta a Nueva York, tendré que devolver el dinero.

      Murmurando algo ininteligible, Alex Marrin tomó su mano y la llevó hasta la puerta del establo. ¿Iba a echarla a la calle o tenía tiempo de convencerlo? No por ella, sino por el niño.

      —Papá, vuelvo dentro de un minuto. Tengo que solucionar un asunto con este ángel.