Kate Hoffmann

Navidades perfectas


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no sabía cómo contestar. ¿De quién había sido la decisión y de qué decisión estaba hablando?

      —Normalmente, soy yo quien sugiere un presupuesto y, una vez que ha sido aprobado, me pongo a trabajar. Yo… no sé lo que quiere ni cómo lo quiere y tengo una agenda muy apretada.

      —El folleto de su empresa dice «Creamos la Navidad perfecta». Eso es todo lo que él quiere, unas navidades perfectas.

      —¿Quién?

      —El niño. Su nombre es Eric Marrin. Todo está en el archivo, señorita Bennett. Y ahora, si me perdona, tengo que irme. Ese coche que está aparcado al otro lado de la plaza las llevará a su destino. Si tiene algún problema con el contrato, puede llamar al teléfono que aparece en el archivo y buscaremos a otra persona para que haga el trabajo.

      —Pero…

      —Señorita Bennett, señorita O’Malley, que pasen unas felices navidades.

      Después de eso, se dio la vuelta y desapareció entre la multitud de gente que salía de los almacenes, dejando a Holly y Meg con la boca abierta.

      —Guapísimo —murmuró Meg.

      —Es un cliente —la regañó Holly.

      —Sí, pero también es un hombre.

      —Ya, bueno… tú sabes que estoy prometida.

      Meg levantó los ojos al cielo.

      —Rompiste con Stephan hace casi un año y no has vuelto a verlo. Ni siquiera te ha llamado. Eso no es un prometido.

      —No hemos roto —replicó Holly, acercándose al coche que las esperaba al otro lado de la plaza—. Me dijo que me tomara el tiempo que quisiera para decidir. Y sí se ha puesto en contacto conmigo. El otro día me dejó un mensaje en el contestador. Me dijo que llamaría después de las navidades y que tenía algo muy importante que decirme.

      —No estás enamorada de él, Holly. Es estirado, cursi y egoísta. Y no es nada apasionado.

      —Pero podría amarlo —se defendió ella—. Y ahora que el negocio empieza a no perder tanto dinero, tendré cierta independencia…

      Meg lanzó un gruñido.

      —Mira, no quería decirte esto… especialmente antes de las navidades. Pero el mes pasado leí una cosa en el periódico…

      —Si es otra historia sobre el mundo de la mafia…

      —Stephan está comprometido —dijo su ayudante entonces—. Seguramente esa era la noticia importante que quería darte. Se ha comprometido con la hija de un millonario. Se casan en el mes de junio, en Hampton. No debería habértelo dicho así, pero tienes que olvidarte de Stephan. Se ha terminado, Holly.

      —Pero si estamos prometidos —murmuró ella, atónita—. Por fin he tomado una decisión y…

      —Y es absurdo. ¿Tú crees que uno puede tardar un año en decidir algo así? Es que no lo quieres. Algún día conocerás a un hombre que te volverá loca, pero ese hombre no era Stephan —dijo Meg entonces, dándole un golpecito en la espalda—. Así que vamos a concentrarnos en el trabajo, ¿eh? Acaban de ofrecernos quince mil dólares. Abre ese sobre y vamos a ver lo que tenemos que hacer.

      Atónita, Holly abrió el sobre. En su corazón sabía que Meg estaba en lo cierto. No quería a Stephan, nunca lo había querido. Solo aceptó salir con él porque nadie más se lo había pedido.

      Pero la noticia dolía de todas formas. Ser rechazada por un hombre… incluso un hombre al que no amaba, era humillante.

      Nerviosa, respiró profundamente. Pasaría aquellas navidades sola, sin familia, sin prometido, con nada más que el trabajo para ocupar su tiempo. Sola.

      Entonces sacó unos papeles del sobre. El primero era una carta, escrita aparentemente por un niño…

      —Ay, Dios mío. Mira esto, Meg.

      Su ayudante le quitó la carta y empezó a leer:

      Querido Santa Claus,

      Mi nombre es Eric Marrin y casi tengo ocho años y solo quiero pedir una cosa de regalo. Quiero pasar unas navidades tan bonitas como cuando mi mamá vivía con mi papá y conmigo. Ella hacía que las navidades fueran…

      Meg dudó un momento.

      —¿Qué pone aquí, existenciales?

      —Especiales —suspiró Holly.

      Después miró el resto de los papeles. Era una larga lista de sugerencias para regalos, adornos, cenas y actividades navideñas, todo pagado por un benefactor anónimo.

      —Tienes que aceptar el encargo, Holly. No podemos decepcionar a este niño. Eso es lo más importante de la Navidad —dijo Meg, mirando alrededor—. Los almacenes Dalton… El año pasado leí algo sobre esos almacenes en un periódico. El artículo decía que su Santa Claus hace realidad los sueños de los niños, pero nadie sabe de dónde sale el dinero. ¿Tú crees que ese hombre era…?

      Holly volvió a guardar los papeles en el sobre.

      —A mí me da igual de dónde salga el dinero. Tenemos un trabajo que hacer y vamos a hacerlo.

      —¿Y nuestros clientes de Nueva York?

      —Tú volverás esta noche para encargarte de todo. Yo me quedaré aquí.

      Su ayudante sonrió de oreja a oreja.

      —La verdad, creo que es muy buena idea. Así no tendrás tiempo para sentirte sola, ni para pensar en el imbécil de Stephan. Tienes un presupuesto casi ilimitado para organizar unas navidades perfectas… Es como si te hubiese tocado la lotería.

      Quizá era aquello lo que necesitaba para redescubrir el espíritu de la Navidad, pensó Holly. En Nueva York simplemente habría mirado caer la nieve desde su ventana. Pero allí, en Schuyler Falls, se sentía transportada a otro mundo, donde el mercantilismo de las fiestas no parecía haber llegado todavía.

      La gente sonreía mientras caminaba por la calle y los villancicos de las tiendas se mezclaban con los cascabeles del coche de caballos que daba vueltas a la plaza.

      —Es perfecto —murmuró. Pasar las navidades en Schuyler Falls era mucho mejor que celebrarlas enterrada en libros de cuentas—. Feliz Navidad, Meg.

      —Feliz Navidad, Holly.

      El antiguo Rolls Royce se apartó de la carretera general cuando Holly terminaba de leer el contrato.

      El viaje desde el centro de Schuyler Falls había sido incluso más pintoresco que el viaje desde Nueva York, si eso era posible. Aquel sitio era una especie de enorme zona residencial para neoyorquinos ricos que querían disfrutar de las aguas termales del cercano Saratoga, con mansiones construidas a mediados de siglo.

      El río Hudson corría paralelo a la carretera, el mismo río que veía desde su apartamento en Manhattan. Pero allí era diferente, más limpio, añadiendo un toque de magia al ambiente.

      Su conductor, George, le contó la historia del pueblo, pero se negaba a revelar la identidad de quien lo había contratado. Sin embargo, le contó que su lugar de destino, la granja Stony Creek, era uno de los pocos criaderos de caballos que quedaban en la localidad. Y que sus propietarios, la familia Marrin, llevaban más de un siglo residiendo en Schuyler Falls.

      Holly miró por la ventanilla y vio dos enormes establos rodeados por una valla blanca. La casa no parecía tan espectacular como otras que había decorado, pero era grande y acogedora, con un amplio porche y persianas verdes de madera.

      —Ya hemos llegado, señorita —dijo George—. La granja Stony Creek. Esperaré aquí, si le parece.

      Holly asintió. Pero, una vez allí, no sabía muy bien cómo iba a explicar el asunto.

      Su contrato prohibía expresamente mencionar quién la había contratado o quién