Juan Carlos Rivera Quintana

Mágica miseria


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los mambises cubanos.

      Aparecida era una guajira isleña, natural de Las Catalinas, Guane, Pinar del Río —hija de un turco comerciante y una cubana pinareña, con cara de resignación, ancestros españoles (canarios) y fama de tener ciertos poderes de adivinadora con las barajas de las copas y los bastos. Desde que cumplió los 18 años y se hizo toda una señorita, llamaba la atención por su aire desenvuelto en las casas donde se desempeñaba como empleada doméstica, su locuacidad, unos ojazos color tizón encendido y aquellas piernas larguísimas que parecían no tener fin, que serían la codicia de los viejos propietarios gallegos de feudos occidentales, que soñaban con tenerla entre sus brazos, aunque más no fuera una noche, hasta que el guajiro Armando la conquistó con flores blancas y pequeñas notas de amor, encargadas al letrista del pueblo, por el módico precio de cuarenta centavos.

      Después de aquel alarido, Aparecida se paró de la cama y descubrió que había roto la fuente y todo el colchón se había empapado; caminó en silencio para no malhumorar a Armando hasta un cuartito al final de la cocina, donde se estaba quedando por esos días la partera del batey, a la espera de que alumbrara a la criatura, como había hecho otras veces. Entonces, sobrevinieron los dolores de parto y gritó cansinamente, pues ya se sintió manchada de sangre las piernas.

      La comadrona sólo atinó a llevarla a la sala, donde el viejo reloj de pared lanzaba dos campanazos secos, en la madrugada, y a acomodarla en un gastado sofá de madera y pajilla, pues ya venía saliendo una cabeza muy grande entre las entrañas. Afuera llovía copiosamente… tronaba con furia. Cuando pudo palanquear a la criatura, con las manos y unos pedazos de sábanas viejas, que ya tenía preparadas, y tiró del cuello para facilitar el trabajo de parto, una bebé, de 8 libras de peso, berreó y se proyectó hacia el exterior —en tremolina— cual una bala de grueso calibre, como diciendo llegué a este mundo. La partera trozó el cordón umbilical y comenzó a limpiar a la chiquilla. Se la mostró a la madre, quien aún sentía como si las tripas le estuvieran saliendo para afuera. Aparecida la miró con dulzura, como sólo saben hacerlo las madres generosas y comprobó que era una hembra sana. Le llamó la atención que seguía pataleando y no dejaba de llorar intentando asirse a los brazos de la comadrona, como una forma de aferrarse a la vida. La partera, en ese momento, lanzó una frase premonitoria, que voló por la habitación como ánima en busca de cobija:

      —Señora, esta es más cabezona, que las otras, de seguro será muy inteligente, pero llegó para quedarse y hacer de las suyas porque no quiere soltarme ni a palos.

      Visitación Olay creció fuerte y saludable entre calderas tiznadas por el carbón, de una típica cocina de campo de Remates de Guane, en la región más occidental de la isla, cercana a los olores del puerco asado en parrilla, el arroz con leche y cáscara de limón y la harina con frijoles negros. Y aunque siempre fue una niña sociable y muy dada a hacer amigos; todos los días, por problemas de la defensa de su nombre, debía vérselas a los puños o a los empujones con algunos compañeros de clase.

      En una de sus peleas más memorables le dio un tirón a una negrita marimacho y le arrancó el arete y parte del lóbulo de la oreja iz-

      quierda. Cuando le reprocharon tal conducta, en la escuela del pueblo, contestó drásticamente queriéndole poner fin a los dimes y diretes:

      —Ya le crecerá de nuevo el pedazo que le arranqué a esa macha fea, pues las orejas de los negros tienen las mismas propiedades que las colas de las lagartijas, sentenció sabiondamente y con ínfulas de bióloga graduada.

      En otra ocasión, se subió encima de una mata de ciruela, que estaba al borde del camino, a la salida de la escuela y esperó a que pasaran dos chiquillos de tercer grado, a quien ella les tenía ojerizas por el mismo asuntito de las burlas con su nombre y les meó las cabezas y las libretas de clase. No satisfecha con el desquite les gritó:

      —A partir de ahora yo seguiré siendo Visitación Olay y ustedes serán los meados comemierdas de la escuela, y se lanzó desde lo alto de la rama del ciruelo, dispuesta a la pelea.

      Los muchachos no pudieron darle su merecido porque era tan fuerte el olor a orine que emanaba de sus cabezas que temieron les durara toda la vida. Por ello corrieron a bañarse en el río y a untarse aguacate maduro y miel de abejas para borrar los efluvios amoniacales que salieron de la vejiga de mi madre.

      Por toda esa niñez de burla y violencia en que se vio envuelta sin quererlo, creció añorando los momentos de soledad cuando daba riendas sueltas a su imaginación y se tejía historias en las que regresaba victoriosa de peleas con animales inexistentes o era capaz de conducir a puerto seguro un barco a punto de zozobrar por las embestidas de un mar fuerza cuatro para cinco.

      Sus padres siempre miraban con algunas sospechas las largas peroratas de la niña frente al espejo cuando conversaba con sus muñequitas hechas de tuza de maíz y con los fantasmas de los antepasados que no conoció y rememoraba pasajes olvidados por todos de la vida de aquellos.

      Yaya, como le llamaba la madre, para achicarle y endulzarle el nombre, tiene algunas tuercas sueltas en la cabeza, solía decir Aparecida.

      —Esta niña tiene predilección por los espejos y eso no me gusta. De seguro será puta o bruja, mascullaba el padre con el tabaco recién torcido por sus propias manos…puro que colocaba entre las comisuras de los labios.

      Aunque habían más hermanas en la casa, y mucho más atractivas que ella, Visitación tenía un no sé qué en los ojos; cierto brillo místico en la mirada oscura que resultaba como un imán para los hombres. Por ello cuando cumplió doce años y ya la punta de los pezones intentaban salírsele por las blusas del colegio tuvo su primer romance con Armindo, el hijo del capataz, de la finca “La Razabal”.

      El muchachón tenía veintiuno y cuando la veía venir por la vega de tabaco con aquellos vestiditos de piqué claros y casi transparentes por las diarias lavadas y con sus sandalias negras, caminando como la paloma por entre la tierra colorada, comenzaba a ponerse violáceo, el cuerpo le alcanzaba temperaturas elevadas y sentía un cosquilleo detrás de la nuca y entre las piernas que le hacían perder la compostura en un instante. Su nerviosismo era tal que se ponía tartamudo y sólo atinaba a mirarle bobaliconamente y con cara de chivo degollado. Ella se reía feliz de aquello y cada día ganaba mayores poderes sobre aquel jovenzuelo, nacido en buena cuna.

      A Visitación no le interesaba tanto el romance, ni tampoco el dinero de esa familia, como la posibilidad de tener acceso a la biblioteca paterna del enamorado. Allí conoció por primera vez de las aventuras exóticas de Alejandro Dumas, de la fantasía pegada a una nube de Saint Exupery y del hechizo poderoso de los hermanos Grimm. Por aquellas lecturas llegó a conocer, como la palma de su mano, la historia del reinado de Luis XIII, en Francia, los avatares tragicómicos del conde de la Feré, de Du Vallon, de los caballeros de Herblay y D’ Artagnan; los desconocidos parajes de Egipto, y el amor sin fronteras de Edmundo Dantes y Mercedes de Villefort.

      Un buen día, Visitación no tuvo mejor idea que empezar a cambiar caricias de su enamorado por libros, con el interés de hacerse de su propia colección. En la medida en que estos escarceos resultaban más íntimos lograba conseguir los ejemplares más valiosos. Así, por ejemplo, una edición ilustrada de principios de siglo XX de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, de Don Miguel de Cervantes y Saavedra, le costó la primera succión en el clítoris que conoció. Recuerda que el lugar le estuvo ardiendo durante tres días pues Armindo era muy penoso, pero no tenía un pelo de ingenuo y ya conocía muy bien, por las idas al prostíbulo del pueblito y sus “amoríos” con algunas cabras del establo, qué hacer para ponerle a mil los sentidos y otros lugares del cuerpo. Cierto día cambió su primera penetración anal por la colección completa de las novelas de Honoré de Balzac y las de Fiodor Dostoievski. En aquel momento le exigió al mozo enamorado la obra de dos autores clásicos pues sabía cuánto estaba dando a cambio y conocía, por conversaciones entre sus hermanas, escuchadas en la escogida de tabaco, lo doloroso que era entregar la virginidad de una parte tan delicada como aquella. Aunque, contrario a muchas predicciones, aquel roce fuerte y transgresivo entre sus nalgas no le dolió tanto como el día en que decidió —en la arboleda que plantaron sus abuelos— entregar su rosado e intacto himen a otro mocetón ansioso e inexperto, que hizo