Juan Carlos Rivera Quintana

Mágica miseria


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información de la vida. Ese afán de curiosidad, de abrir puertas y penetrar en mundos desconocidos del saber le fue construyendo una mirada propia y distanciando intelectualmente, a su vez, de la familia, sobre todo de las hermanas cuya única aspiración consistía en casarse con un guajiro trabajador y mandón y tener un rancho, repleto de hijos. Pero ella se decía que no podía tener un destino tan triste como ese, que podía aspirar o al menos intentar cambiar ese azar irremediable.

      Pero sus sueños siempre tuvieron una meta: “La Habana, la placa”, como le gustaba decir en alusión a las calles asfaltadas de la capital que sólo conocía por algunas fotos que le mostró, en una oportunidad su padrino Artemio Arrechabala. Fue a él a quien le pidió, en cierta oportunidad, que le buscara una carta de recomendación para trabajar de institutriz en la ciudad y poder salir de la tierra colorada: “Yo no nací para esto, padrino. Lo mío es tener independencia, trabajar de lo que sea, poder comprarme un par de zapatos decentes y una nevera donde pueda tener limonada bien fría en el verano, leer buenos libros a la luz de una lámpara eléctrica y no de una “chismosa” de kerosén que me acaba los pulmones, bailar en un bonito salón y pasear por un céntrico parque de la ciudad”, le dijo con absoluta convicción.

      No tuvo que esperar mucho tiempo. A los tres meses y después de un largo viaje en un tren lechero, llegó a la ciudad. En la cartera llevaba una carta de recomendación para trabajar en la mansión del Licenciado Valdés Figueres, dueño del único Instituto Meteorológico de la isla y una de las figuras más maltratadas por la opinión pública de la capital por sus continuas pifias meteorológicas. Fue este “experto” quien predijo por la radio que el ciclón de 1946 pasaría a 90 kilómetros de la capital y no había terminado su errático pronóstico meteorológico cuando la antena de la famosa estación de televisión CMQ empezó a moverse y terminó por caer en plena calle de El Vedado. A los veinte minutos el huracán, con rachas de 180 kilómetros por hora, hacía un lazo en toda La Habana y dejaba a más de dos mil familias sin techo y al amparo de Dios.

      Visitación llegó a Nuevo Vedado, donde vivía la aburguesada familia, con una pequeña maletita de cartón corrugado, con sus dos mejores mudas de ropa y una caja con sus más “costosos” libros e inmediatamente comenzó a cuidar a los tres hijos del acaudalado matrimonio: una pequeña niña con ínfulas de bailarina clásica y cuerpo y alma de rumbera de solar; un tímido mocetón, de 14 años, con un incipiente acné juvenil en el rostro y las manos callosas de tanto masturbarse encerrado en el baño, y un pequeño gordito, de seis años y ademanes muy afeminados.

      Si bien la vida en la mansión no fue una panacea, allí aprendió que la discreción y la hipocresía son armas en las manos de los seres humanos. Cuánto no habrá visto dentro de aquella familia arribista, deseosa de escalar los mejores salones de la sociedad habanera. Cómplice y tumba fue de la señorita de la casa, a quien le gustaba hacerse la fina y decente en los salones y todos los días cambiaba de marido, a escondidas de los “despistados” padres. Con ella conoció de todos los ardides de que se valían los ricos de la ciudad para casar bien casados a los hijos y utilizar, luego, hasta la bendición de la iglesia. Días antes, de la boda de la niña de casa, Visitación tuvo que acompañarla a un cirujano famosísimo, especializado en suturar los hímenes rotos de todas las señoritingas de La Habana para hacerlas pasar por vírgenes ante los embaucados novios.

      Si algo disfrutó, sobremanera, fue su quehacer como “manejadora” del adolescente lujurioso de la mansión. A él le enseñó —con toda la imaginación que la caracterizaba— casi todas las posiciones amatorias existentes, transformándolo en uno de los mejores partidos sexuales de la ciudad. Por supuesto, se guardó de mostrar algunas (las más excitantes) para que sólo fueran de su propiedad exclusiva.

      Al más pequeño de la familia, concentrado únicamente en la lectura y en jugar al ajedrez, le recomendaba los mejores libros de narrativa y poesía contemporáneas y luego ambos comentaban sus impresiones acerca de las lecturas. A este chiquillo —llamado Adonis— de una belleza casi femenina, gestos amanerados y gustos muy sospechosos por el creyón labial de la hermana, le desarrolló el ejercicio del criterio convirtiéndolo en uno de los más recomendados y temidos críticos de artes de la capital.

      Pero el porvenir de Visitación no estaba en esa mansión como institutriz de aquellos “culicagados”, como ella les llamaba cuando era víctima de algunas de sus travesuras. Cuando pudo hacer unos magros ahorros se alquiló un cuarto de pensión, en la periferia del barrio de Marianao, y nunca más volvió a Nuevo Vedado. A partir de ese instante su existencia transcurrió entre altares repletos de santos, copas de agua fresca para aclarar los destinos, espejos y cartas españolas. Sus poderes mentales e intuición para analizar el presente, predecir el futuro y recomendar hierbas naturales con principios activos curativos le granjearon el respeto de sus allegados en el barrio de Buena Vista, quienes no tardaron en comentar sus dotes como sibilina y curandera. Considerada la más certera espiritista, cartomántica y brujera de La Habana, su vivienda siempre estaba repleta de personas de las más variadas clases sociales. Allí se daban cita desde un sepulturero cornudo hasta un embajador impotente y un político chanchullero.

      A ese cubículo minúsculo, con baño privado, ubicado en el barrio de Buena Vista, acudían de todas partes del mundo para deshacer matrimonios y solidificar uniones, apaciguar conflictos amorosos o avivarlos, apurar trámites para viajes al exterior, consultar en relación con enfermedades incurables, deshacer maldiciones, gualichos y hasta limpiar y alumbrar un camino.

      Su fama alcanzó niveles insospechados cuando se rumoró que fue capaz de hacerle olvidar, de un día para otro, a un caudillo tropical su adición por los puros Habanos, que se remontaba a la adolescencia, con sólo una rogación de cabeza, y una limpieza con un huevo de pato y tres ramas de paraíso, arrancadas del patio de la casa. Los enemigos decían que a partir de este momento el líder dejó el vicio de fumador empedernido, pero adquirió el hábito de no escuchar a sus seguidores y hacer siempre lo que se le cantara el culo, de una manera testicular. Ella se excusaba diciendo que, quizás, al sacarle los humos de la cabeza, éstos se le refugiaron en los oídos entorpeciéndole la audición.

      Pero, lo que realmente la convirtió en un suceso nacional fue cuando, por medio de unos rezos y cocimientos que preparó, con el auxilio de Nitza Villapol —una popular cocinera televisiva, erudita en platos para los pobres isleños— cuya base principal era el plátano microjet, consiguió una firma de acuerdos entre dos gobiernos a punto de una guerra por una disputa territorial de los tiempos de Maricastaña. No obstante a su fama, nunca lucró con ella y sólo cobraba un peso por cada trabajo que hacía. Era la curandera más barata de toda la ciudad.

      A pesar de su consagración a hacer feliz a los demás y quizás por todo el tiempo que ello le exigía, nunca consiguió pensar en sí misma y en su propia felicidad. Vivió deseando tener una familia numerosa y sólo logró quedar embarazada dos veces y ya un poco tarde, aunque hizo todos los intentos a su alcance, desde las posiciones amatorias más inimaginables hasta una sarta de brebajes intomables que ingirió, recomendados por otros curanderos tan famosos como ella. Tampoco pudo estabilizar —de joven— una relación más allá de los primeros encuentros y se pasó casi cinco años de su existencia conociendo y enamorándose de hombres de las más variadas estirpes que, posteriormente, se alejaron aterrados buscando la paz que no conseguían.

      En cierta ocasión, logró “amarrar” a uno a su lado. A José María le conoció en el Parque de Los Cocos y fue un amor a primera vista. El mulato tenía todo lo que el médico le había recetado a ella para combatir los dolores en los huesos que le aquejaban: cuerpo musculoso y mirada de tigre al acecho, manos de albañil y lengua de toro salvaje, cultura solariega y dientes tan blancos como la leche condensada rusa. Y de lo otro, ni hablar. Su miembro violáceo y punzante la colmaba hasta el punto del sangramiento vaginal. Por ello Visitación disfrutaba cada encuentro como si fuera el último porque presentía que Dios no podía crear un ser tan agraciado, que le duraría poco y terminaría por joderse aquella relación cuasi perfecta.

      Muchas veces, delante del espejo del cuarto, decía eufórica: “¡Algo bueno me tenía que tocar en la vida, coño!” Y corría oronda y sonriente a bañarse con flores blancas, mejorana, abrecaminos, vencedor y otras hierbas para el mal de ojo y las malas mentes. Pero, como todo