Juan Carlos Rivera Quintana

Mágica miseria


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el tipo estaba, en una pose bastante comprometedora con otro negro hermoso y lanzaba unos bufidos que nunca le escuchó ni en los mejores momentos de sus enfrentamientos carnales. A Visitación no le molestó tanto que el tipo fuera maricón como que gritara más satisfecho por lo que le hacía otro que por lo que hizo con ella y sintió unos celos enfermizos, que le duraron casi cinco años.

      A partir de este momento, se impuso —aunque sabía que faltaría a su promesa— olvidarse del sexo y consagrarse a tiempo completo a mejorarle la vida a los necesitados. “Yo soy como la madre Domitila de los pobres”, decía con una sonrisa amarga a flor de labios para darse terapia ella misma, recordando una Santa milagrera, de Marianao. “De seguro, cuando muera muchos escribirán al Vaticano pidiendo mi canonización y el Sumo Pontífice me pondrá en un altar para siempre, rezará por la paz de mi alma en el paraíso y hará hasta imprimir unas estampitas con mi efigie”. Después mascullaba, entre dientes: ¡Santa Visitación Olay, sin pecado concebida! y pegaba una carcajada más cercana al demonio que a los ángeles celestiales.

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      Creo sentir todavía el golpeteo acompasado del enfisema en su espalda, que parecía el ronquido de un águila desesperada, y el esfuerzo con que, en los últimos tres años de su vida, respiraba mi madre. Sus pulmones minados por el crecimiento acelerado de muchas células enfermas ya no dejaban entrar y salir el aire limpio y se asfixiaban en medio de una escaramuza perdida por seguir cumpliendo sus funciones capitales. El alquitrán y el asbesto de los cigarrillos que se llevó a su boca, durante tantos años, habían hecho de ese órgano vital una argamasa casi impenetrable y necrosada a punto de tener que recibir oxígeno cinco veces al día por sus ahogos irremediables. Pero Visitación —conocida por Yaya, como si fuera una herida abierta— se lo tomaba con tranquilidad y paciencia. Solía decir que era otra prueba que le ponía delante la vida y se sentaba en la escalera a tomar el aire tropical del mediodía olvidándose de sus ahogos y cuando alguien le preguntaba qué le pasaba respondía socarronamente:

      —Son calenturas menopaúsicas, a mi edad ya comienzan esos rubores malsanos que te recorren desde la punta del dedo gordo del pie hasta el último pelo de la cabeza… es que la máquina comienza a desgastarse, y se reía con malicia a sabiendas de cuál era verdaderamente el mal incurable, que le aquejaba: un cáncer de pulmones que acabaría por romperle el corazón ineluctablemente.

      Capítulo II: Desgraciada en el juego…

      La paja sequísima de la techumbre de la casa de tabaco olía a humedad rancia de las lluvias recientes, esa que a Yaya le permitía dormirse enseguida, como si fuese un somnífero, y le proporcionaba una paz increíble, un remanso de silencio, donde no se escuchaba ni el eco de los boyeros arando la tierra rojiza y arenosa. Nunca llegó a explicarse por qué aquel hedor le provocaba tal calma, creo que tampoco le interesó mucho buscar respuestas para todo. Su pragmatismo la perdía o la salvaba… Quizás era porque olía al antiguo escaparate de cedro, de su abuela, la vieja Merced, y le hacía recordar aquellas tardes en que abría aquel armario vetusto y delante del espejo, medio oxidado del cuarto de la anciana, se probaba las túnicas de encaje y brillo de las épocas festivas de las mujeres de su familia.

      Allí estaba aquel vestido de quince años de su madre, ese de color verde aliento, con lazo en la espalda, que tanto le gustaba, y hasta un sombrerito blanco con florcitas de tul, el disfraz perfecto para una niña soñadora y con deseos de ser adulta. Pero lo que la metía en un éxtasis inmediatamente era un viejo saco de lino, color ocre pálido, con un corbatín de flores y aquel sombrero tejido, el jipijapa de su padre. Cuando se lo ponía se sentía fuerte, casi masculina. Se daba cuenta que era su ropa preferida, porque inmediatamente agarraba aquel bastón de cáñamo oscuro y salía caminando con un donaire patricio, ese que su progenitor no tenía. En esos momentos, se miraba alucinada pensando que la naturaleza fue cruel con ella, porque le hubiera gustado tanto ser varón para salir a la conquista del mundo sin pedir permiso y no tener que apaciguar sus ánimos pensando que era una mujer destinada al servicio, a la paciencia, ante la altanería varonil de aquella época.

      Pero Yaya —como si se tratara de una herida abierta— sabía que vendrían tiempos extraordinarios, estaba casi segura. Entonces, ya comenzaba a desarrollar una cierta agudeza mental para leer las caras de la gente y con sólo mirarle a los ojos comenzar a desentrañar sus insatisfacciones e incertidumbres…sus más oscuros deseos ocultos. Empezaba a tener una media unidad perceptiva, que le posibilitaba desplegar su intuición de médium con capacidades para la audición y la clarividencia psíquica, dones con el fin de extraer información hasta de las sombras generadas por las energías espirituales, esas auras, que rodean a una persona cualquiera para poder predecir las fuerzas del bien y las del mal que la circundan. Por eso, cuando tenía un tiempo libre, al mediodía, mientras sus hermanas corrían a preparar el almuerzo habitual: un poco de arroz con frijoles y boniatos, recién arrancados de la tierra, ella salía de la vega de tabaco o del despalille de las hojas verdes con aroma a hastío y se escabullía entre los sembradíos para descansar su mente, que no paraba nunca. Era la hora de soñar con que algo superior tendría que tocarle. Porque estaba empeñada en cambiar su rumbo y le jodían los destinos manifiestos y los preconceptos.

      Ella era una rebelde de siempre y eso le había traído muchos problemas, innumerables cachetazos en la cara, por parte de su padre; muchos regaños y tirones de oreja de su madre o insolentes miradas de la abuela por alguna que otra opinión, que era juzgada como propia de los varones. Pero a ella poco le importaba el trompón en el rostro, si podía decir lo que pensaba. No quedarse callada era su costumbre. En ese instante se decía para sí, que diría lo que creía siempre, aunque fuera descabellado, y luego asumiría los riesgos. Entonces como reforzando un lugar que ella misma se otorgó apuntaba:

      —Basta de callarse… uno se pone rojo una sola vez, dice lo que debe y no enmudece con la cabeza gacha… no soy una carnera. Qué me importa que lleve falda y el qué dirán. Me cago en los reverendos mameyes…meto mi cuchareta y si no te gustó, no me interesa, pues no soy un cero a la izquierda… existo. He leído mucho para que venga cualquier Juan de los Palotes a darme sermones, a intentar anularme como ser humano. Algún día nos tiene que llegar la total independencia, pero ese tiempo tenemos que ganárnoslo a fuerza de que se nos tenga en cuenta. Hay que ir entrenando el pulso, librando batallas, apuntaba con convicción y discurso a lo Rosa Luxemburgo.

      Así, con esa valentía, casi de adelantada, se manejaba por la vida y de alguna manera iba posicionándose, abriendo su espacio: “mi guardarraya”, como ella gustaba decir, entre sembradíos de tabaco, ajíes rojos, cangres de yuca y frijoles negros. Esa leguminosa, que ella sacaba con una destreza inusitada, de las vainas curvadas, de color crema, y luego ponía a ablandar de un día para el otro en una olla de agua, pues era una experta en cocinar los moros y cristianos, un plato que mixturaba el arroz con esas habichuelas negras y algún pedazo de puerco asado, ajo, cebollas moradas, tomates peritas, aceite de puerco, cilantro y ají de la puta de su madre para darle un ligero picor en el paladar de sus comensales, con aquel mejunje pegajoso con un sabor ancestral de dioses terrenales. Esas semillas negras, opacas, pequeñas y alargadas que tanto disfrutaba, también, eran conocidas como caraotas negras, porotos negros o zaragozas negras, en las distintas acepciones lingüísticas, de Brasil, Cuba, México, la costa del Caribe y las Islas Canarias, pero para ella eran frijoles negros, así llanamente.

      Enero era una época del año, en Pinar del Río, donde el tiempo no acompañaba pues se perdían muchos días de trabajo entre las hojas lanceoladas de tabaco verde por las reiteradas lluvias y tormentas. Entonces se aprovechaba para coser tabaco ya seco y despalillarlo, para preparar las pacas, que luego saldrían, a la capital del país, con destino a las fábricas de torcedores del famoso Habano.

      De ahí que, aprovechando un descanso del mediodía y segura de que llovería a cántaros por la forma en que los pinares se curvaban al viento arremolinado, Yaya se escondió, ese día, en una casa de tabaco para evadir la preparación del almuerzo, pues el resto de sus hermanas, cuando la veían entrar a la cocina, de leña y carbón de la casa, se persignaban como si entrara el demonio y ponían caras de molestias pues se sentían desplazadas, ya que entre ella siempre hubo mucha rivalidad y competencia hogareña. A Yaya