Rosana Guber

La articulación etnográfica


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y discusiones que me ayudaron a reconstruir una investigación formidable que, según creo coincidimos, vale la pena exponer en el formato más estable de un libro.

      Cuando estaba dando los toques finales de esta composición, el rector de la Universidad Intercultural de Chiapas y antropólogo Andrés Fábregas Puig me invitó a participar en el segundo foro de “Las ciencias sociales en Chiapas” (2010). En 2006 Fábregas había tenido la grandiosa gentileza de publicar, con el Centro de Antropología Social del IDES, su diario de campo bajo el título Chiapas en las notas de campo de Esther Hermitte. Su invitación en 2010 me permitió conocer, al menos someramente, el ambiente chiapaneco, algunos sitios importantes para la antropología mesoamericana y algunas fisonomías con las que Esther debió intimar durante sus casi dos años de estadía. “Estar ahí” me obligó a reparar en la enorme presencia de Chiapas en la realidad de ese país, pero no sólo como excusa para el desarrollo teórico de una disciplina; también, quizá fundamentalmente, ese viaje me sumergía en una realidad que era, también por entonces y en sí misma, poderosamente académica.

      No puedo remediar, con tan breve acercamiento, mi relativa ignorancia sobre otra antropología latinoamericana que albergó a tan destacados intelectuales cuando la academia de mi país los expulsaba. Por eso le pedí a un compañero de Esther en el equipo de Chicago, además de extraordinario conocedor y estudioso de la antropología mexicana, que nos explicara el mundo intelectual-antropológico de 1950-1960. Andrés Medina Hernández, a quien conocí en ese foro de 2010, accedió gentilmente a mi solicitud. Su reconstrucción pormenorizada y minuciosa de las redes académicas y personales –expuestas en el estudio preliminar que escribió para este libro– da cuenta de un clima que excedía a la poderosa Chicago. México y Mesoamérica no eran sólo “el campo” de las academias metropolitanas, sino también muy activos protagonistas de la creación teórica fundada en el trabajo de campo etnográfico, labor en la que participaron mexicanos, argentinos, colombianos y una cubana. Parte del registro fotográfico de Andrés Medina ilustra este volumen y ojalá contribuya a abreviar las distancias entre nuestras antropologías y nuestras épocas, y a revisar las nociones acerca de los posicionamientos que nuestras academias ocuparon en el pasado.

      A todos y cada uno de ellos, a quienes deseo sumar a Santiago Álvarez quien aceptó reeditar Poder sobrenatural y control social en 2004, y a mis amigos y colegas Diana Milstein, Ester Kaufman, Patricia Vargas, Ana Domínguez Mon, Beatriz Ocampo y Sergio Visacovsky les agradezco su presencia y sus puntos de vista, a sabiendas de que la responsabilidad de este escrito me corresponde en sus aciertos y en sus deficiencias.

      Si el conocimiento, sobre todo el etnográfico, no puede ser impersonal, es porque se sitúa entre las personas, entre las realidades y entre las distintas capacidades que desarrollamos los seres humanos –no sólo sus científicos sociales– para vivir y, como una de las actividades vitales, para conocer. Por eso este texto busca desentrañar los tesoros escondidos y las honduras acaso inconfesables de una investigación etnográfica que discurre por varios pasajes que no son de exclusivo arbitrio del investigador. Espero pues ayudar a reconstruir la lógica que Esther debió crear para entender una realidad exóticamente próxima. Quizá el principal hallazgo de esta (nuestra) investigación sea demostrar que Esther se volvía más sabia cuanto más la permeaban sus pinoltecos y más se reconocía afectada por ellos en sus recelos, simpatías y temores. Su investigación se tornaba más profunda cuanto más evidente le resultaba su propia ignorancia, y tomaba cauces más resueltos cuando admitía sus incertidumbres. ¿Dónde quedaría el puente que uniría estos azares con las certezas requeridas en la presentación de una tesis doctoral? ¿Qué hacer ante las eventualidades del campo sobre las que nada dicen los manuales ni los artículos académicos? ¿Cómo incorporarlas a la comprensión y enunciación del proceso de conocimiento? Escuchando a aquellos con quienes estamos y a quienes queremos conocer; a nuestros colegas locales, a los baquianos profesionales y a los menos experimentados; incluso a los advenedizos, a los improvisados, a los fatuos y a los mentirosos; a todos los que “estando allí” nos hacen la vida posible y a veces también imposible… en fin, a quienes nos enseñan que la arrogancia académica con la que fuimos en su busca puede revertirse en gratitud y sabiduría gracias a su tolerancia y a su íntima fortaleza.

      ROSANA GUBER

      Buenos Aires, 13 de agosto de 2011

      Introducción

      A comienzos del siglo XXI los investigadores en ciencias sociales nos vemos arrastrados por una marea cualitativa. Ya no bastan las estadísticas para describir a los conjuntos sociales porque, escuchamos decir, hay algo más en la gente que indicadores censales y encuestas de opinión. Los estudiantes de grado y, sobre todo, los de posgrado llegan a los cursos de “métodos” pidiendo “más herramientas” que les permitan dar cuenta de cómo piensan y viven los residentes en las ciudades, los empleados y los desempleados, los grupos de fe, los jóvenes y los ancianos, las mujeres y los inmigrantes. Puestos a esclarecer estas demandas, surge que el requerimiento no es por “más” herramientas, sino por “otras” percibidas acaso como más genuinas para penetrar en las muchas formas que los seres humanos tenemos de vivir y de pensar, incluso dentro de una misma sociedad. Entre esas “otras herramientas” el recurso a los métodos etnográficos ha tomado un carácter imperioso entre los graduados en educación, ciencias políticas, comunicación, trabajo social, sociología, economía y administración, por no incluir también a profesionales en ciencias médicas, derecho, veterinaria, arquitectura y diseño. La necesidad parece suplirse con la extensión de un curso sobre trabajo de campo, observación participante y entrevista en profundidad, que le brindará al novicio una sensibilidad o “mirada” capaz de recuperar “la perspectiva nativa”. Pues bien, ¿es esto efectivamente posible?

      Las ciencias antropológicas en general –la etnología, el folclore, la arqueología, la antropología forense, la antropología biológica– y la antropología social en particular han recurrido a la etnografía para dar sentido a formas de vida extrañas a Occidente y a la era industrial. Desde fines del siglo XIX esas “herramientas alternativas” comenzaron a emplearse con pretensiones de sistematicidad y, aunque el primer y único texto fue, por mucho tiempo, la introducción de Bronislaw Malinowski a Los argonautas del Pacífico occidental, de 1922 texto de extraordinaria vigencia–, los artículos relatando experiencias, las autobiografías y los manuales de “cómo hacerlo” fueron ingresando, giro reflexivo mediante, a las secciones metodológicas de los fondos editoriales. Sin embargo, esta literatura no alcanza a dar cuenta de cómo usamos los antropólogos los métodos etnográficos en tanto que fase de la investigación (también) etnográfica.

      Generalmente, y según puede inferirse de los programas de estudio, la unidad del proceso investigativo, incluso del antropológico, parece atribuirse a la teoría. Serían sus preceptos y conexiones los que, se cree, mueven al investigador a elegir su tema, establecer su problema, construir su objeto, e ir al campo para ver y escuchar aquello para lo cual esa teoría lo habilita. En esta línea, serían sus preceptos los que vendrían a organizar nuestro trabajo de campo y a perfilar cierto tipo de información que decimos “construir” como “datos”.

      Es probable que la creciente popularidad de los métodos cualitativos en la investigación social provenga de la igualmente creciente insatisfacción con esta misma certeza que, premeditadamente o no, termina ubicando el trabajo de campo y el material resultante en un lugar epistemológicamente subsidiario. Esta insatisfacción es bastante lógica en antropología porque la subsidiariedad del trabajo empírico afecta no sólo el estatus de los datos sino también del proceso general de conocimiento. Ese proceso recibe el nombre de “etnográfico”. Un antropólogo suele emplear métodos etnográficos (trabajo de campo) para reunir material que expondrá en su etnografía (género textual académico) al cabo del proceso en que adopta un enfoque en el que requiere comprender teóricamente un fenómeno social desde la perspectiva de sus protagonistas (Guber, 2011). Desde esta postura, entonces, ¿dónde radica la unidad de su proceso de conocimiento? Si se responde “en la teoría”, ¿cómo justificar una prolongada estadía en el campo, repleta de incomodidades y de obstáculos? ¿Qué valor, más allá de su exotismo, tienen aquí los datos habidos en la cotidianidad de una población extraña?