hay duda, reconocería esa fragancia entre miles de personas, tú eres la nieta de Atabey.
—Sí –dije con orgullo y mucha sorpresa.
—Yo fui amiga de tu abuela. Ciba48 es mi nombre. Sabía que venías y te traje algo muy importante de regalo: una perra... una compañera –dijo, mientras desenvolvía la mantita y se asomaba un pequeño hocico negro.
Quedé perpleja de alegría sin atinar a contestar nada.
Se inclinó un poco y me dijo:
—Y bueno… dime ahora, ¿cuál es tu nombre… pequeña?
—Me llamo Venus –contesté algo apurada, concentrada solo en apretar con mis brazos a la perrita.
—Bello nombre –respondió rápido y siguió diciendo–: Humm… Por el ritmo de tu respiración percibo que la perra te gusta. Bueno, si hay conexión pueden pertenecerse. Pero necesito pedirte que hagas tres cosas y debes asegurarme que las cumplirás.
Asentí apenas con la cabeza, con algunas dudas de lo que me pediría.
—La primera es que tienes que darme tu palabra de que cuidarás de ella y de su descendencia. La segunda es que debes prometerme que a ella y a sus crías, si las tiene, les pondrás un nombre en arahuaco, la lengua original de nuestros ancestros. Y la tercera, ella es especial, detecta tanto las vibraciones malas como las buenas, por ello debes hacerles caso siempre a sus instintos.
Era tal la emoción de tener una perrita que le dije que sí, sin avizorar el compromiso que asumía. La tomé con mis manos y la pequeña, algo temblorosa, me miró a los ojos por un momento infinito, desde ese instante desarrollé una conexión especial con ese animal, no paraba de darme lengüetazos rápidos y gemidos lastimosos.
Solo atiné a decirle a la señora:
—¿Qué nombre le pongo? Yo tuve una perra allá donde vivía, pero...
Ella tanteó mi hombro y me sugirió:
—Áuri, esta se debe llamar así –afirmó con seguridad, asintiendo con la cabeza. Y girando sobre sí, tanteó el marco de la puerta y se marchó en silencio por la estrecha vereda. En ese momento no imaginé que nunca más la vería por el resto de mi vida… Por lo menos tal como la había conocido.
—Áuri, Áuri –repetía. El nombre me sonaba musical. En ese instante me invadió un fuerte presentimiento sobre algo profundo y lejano que no podía entender ni explicar. Quedé emocionada, sentía la necesidad de abrazarla y consentirla, de jugar con ella todo el tiempo. Estaba claro que tanto mi corazón como su espíritu vivaz se hacían falta uno al otro. Ese día, me había jurado que siempre iba a estar acompañada durante mi vida por un perro o un animal, dentro de mí pasaba algo especial con ellos. Áuri era de raza Basenji,49 perros que, además de ser muy juguetones y guardianes, tienen la particularidad de no ladrar, emiten como un aullido lastimero y disfónico que suena por lo menos extraño, a veces es como si murmuraran algo, pero muy agudo. Yo amaba a esa perra, era de color castaño, de pechera clara y tenía las puntas de las patas de color blanco imitando unas botitas. Su cola daba dos vueltas sobre sí misma y siempre tenía las orejas paradas como atenta a lo que pasaba a su alrededor. A pesar de que yo la sentía propia, la primera conexión afectiva que tuvo fue con su madre Kati, la seguía por cielo y por tierra.
A la noche, un poco triste por el sentimiento de desafecto de Áuri hacia mí –quizás marcado por los celos–, la escuché a mi madre hablar con la perra mientras acariciaba su cabeza. La cachorra mantenía su mirada fija sobre ella. Se hizo un silencio, y sin esperar semejante reacción salió corriendo hasta encontrarme y llenarme de lengüetazos cariñosos. Desde ese día, siempre la sentí muy apegada a mí. Tenía una inteligencia especial, era muy perspicaz, sus ojos siempre estaban atentos a mis pensamientos y sensaciones, como si supiese qué iba a hacer. Ella se adelantaba a mis juegos, esto me causaba mucha gracia y la mayoría de las veces terminábamos en el piso, revolcadas y llenas de tierra. En las noches dormíamos abrazadas, su presencia me transmitía un sosiego y una paz muy gratificantes, me sentía feliz y segura junto a ella. El nombre Áuri no me disgustaba, pero decidí llamarla Aurita, por lo pequeña y vivaz en sus reacciones, cambiando apenas un poquito el nombre solicitado por la misteriosa señora que me la había obsequiado.
Tiempo después mi madre me contaría una particularidad de Ciba, la anciana que nos había visitado esa tórrida tarde, era una Opia50 descendiente de un largo linaje bohíque51 con un vasto conocimiento de la farmacopea primitiva. Se decía que curaba enfermos a partir de prácticas rituales muy arcanas. Un dato que en el futuro sería una punta más del ovillo de mi vida.
Mi estancia en la ciudad de Caracas duró solo dos años. Me gustaba recorrer todo el vecindario con Aurita buscando alguna aventura. El parque abandonado se convirtió en nuestro lugar. Correr, saltar y trepar esos gigantescos árboles se volvió una cotidianeidad. Cuando el sol se ponía y comenzaba a oscurecer, al costado del camino siempre aparecían unas aves muy especiales, los atajacaminos o guácharos,52 que pasaban volando veloces junto a nosotros como señalándonos la dirección para seguir, hasta posarse más adelante junto a la calle. Al quedarse quietos se hacían casi invisibles por su coloración terrosa confundida con la resaca, solo delatada por el reflejo de sus grandes ojos. La gente, en general, los evitaba, quizás por sus actividades nocturnas y sombrías o por las costumbres sigilosas que tenían, al esconderse desapareciendo entre el follaje, pero yo sospechaba que se debía a creencias y supersticiones populares que los rodeaban desde antaño.
Junto a la casa donde vivíamos habitaba una solitaria mujer, doña Guarina,53 mi vecina con aires de informada y muy chismosa. Ella siempre estaba atenta a los sucesos que acontecían en nuestro barrio, muchos de los cuales pasaban inadvertidos para la mayoría del vecindario. Era una fuente de información poco creíble. Una mañana se acercó, cuando ni mamá ni Juan estaban en casa, para contarme en confidencias y en voz baja, sabiendo de mi interés por las aves nocturnas, que quien matase un atajacaminos puede acarrear la mala suerte a él y a su familia. Y prosiguió con una perorata sin sentido de un episodio vivido por un conocido cuando ella era niña. Ella continuó hablando, pero yo ya no la escuchaba, la saludé con amabilidad y me retiré para jugar de nuevo con Aurita.
Esta creencia y otras que encontré en un raro libro sobre costumbres populares de Juan no hicieron más que cimentar mi curiosidad sobre estas particulares aves. Me atraían sus hábitos noctámbulos, esos vuelos rápidos y rasantes que daban límites a sus territorios y las ayudaban a atrapar, durante el planeo, a algún distraído insecto. También Aurita participaba a su modo, me daba mucha gracia verla correr y saltar inútilmente tras las aves sin siquiera poder tocarlas. De noche, cerraba los ojos, y al invadirme las sombras, me imaginaba que venían hacia mí esos misteriosos pájaros con esos negros y brillantes ojos a gran velocidad desde la oscuridad profunda.
Una tarde, al volver a casa, se encontraba Juan más temprano de lo acostumbrado. Él nos explicó que estaba aburrido y cansado de realizar tareas administrativas en el edificio central de Parques Nacionales y que había solicitado el traslado definitivo a cualquier región del país donde hubiese algún puesto vacante, con la única condición de trabajar en el campo, al aire libre. No sé si por su insistencia tenaz o por sus excelentes antecedentes, las autoridades le permitieron que eligiese el destino deseado.
Recuerdo ese día de una manera especial, mi padre trajo un gran mapa de Venezuela y expresó que la decisión de dónde ir a vivir tenía que ser familiar; lo extendió sobre la mesa y comenzó a trazar círculos alrededor de parques y reservas protegidas, nos contó las particularidades de cada una y describió cómo eran los ambientes, la fauna y flora reinantes en cada lugar.
Mi madre, en ese momento, estaba callada, un poco alejada de la mesa de trabajo de papá, en sus manos tenía un juego Mancala o Awari54, construido por ella misma, afición heredada de mi abuela. Se tomó su tiempo. Cuando terminó la partida –consigo misma– se acercó en silencio, se paró junto al mapa, nos miró y sin dudarlo apoyó el dedo