imagen inquebrantable que mostraba mi abuela se perdería desgranándose en el tiempo después de conocerlo a él. Ahí comenzó a caer en un abismo del cual no regresaría. Eran tiempos difíciles. Por razones políticas se había recluido en un lugar perdido de Salta28 con su pareja, para vivir un infierno de bebida y de violencia. Esa relación tóxica se volvió su condena, y fue incapaz de defender su estructura ideológica y de vida que había cimentado a lo largo de su vida. Su corazón y su alma estaban rotos, desgranados, tan solo algunos pedazos quedaban como pidiendo ayuda, que nunca llegaría.
En ese contexto de miseria humana, una noche cualquiera, pero luminosa, como ella la describía, nació mi madre. Mi abuela la tomó como un regalo que caía del cielo, la única luz en su triste vida. Fue tan fuerte la experiencia de parir que mi madre recordaba con nostalgia las repetidas veces que la abuela le contaba la alegría que había sentido, aquella larga noche bañada por una luna de plata que convertiría su maternidad a una única fuente de energía y sobrevivencia. La luna tomó para ella a partir de entonces un significado especial y en honor a su majestuosa belleza le puso a mi madre el nombre de Kati29 –luna en lengua arawak–, buscando de esta manera no solo hacer cadenas con sus genes vitales, sino también con los genes culturales de sus ancestros. La abuela solo la tenía a ella, sus ideales se habían perdido en ríos de alcohol y golpes.
Kati, desde niña, tenía dificultad para dormir de noche, decía que los sueños nocturnos la perseguían con visiones y premoniciones que, según ella, se cumplían siempre y se transformaban como vivencias de un tiempo pasado y de un futuro. Esta situación y la fama de niña rara y retraída producían rechazo en la gente y su paso o su sola presencia llenaban de habladurías las calles del pueblo. Todo esto marcó el carácter de mi madre, callada, huraña y a veces oscura como una tumba.
Mi nacimiento había atenuado su pesar, su dulzura era un oasis para mí y para la abuela. A pesar de toda su tristeza, a veces se permitía sonreír mientras me amamantaba o cuando, insistente, trataba de hacerme dormir, con ese brillo de amor que proyectaba la luz de su luna interior, que solo yo, a pesar de mi corta existencia, intuía como algo especial.
Gran parte de las angustias y los sufrimientos provenían de una sola persona. Un ser maldito o una sombra maligna, hecha hombre… mi abuelo… ¡Qué pedazo de hijo de puta…! ¿Qué puede llevar a un tipo a ser una bestia y encarnar tanto odio?
Por un lado, se la daba de idealista, tenía un discurso para la sociedad, más bien para una cohorte de borrachos del pueblo, lleno de mentiras e ideales políticos impracticables, pero cuando se cerraba la puerta de la casa, era un total malnacido donde el maltrato y el golpe eran la palabra oficial.
Mi madre, Kati, anuló gran parte de esos trágicos recuerdos llenos de aberraciones y situaciones violentas que vivía con el depredador quizás para conservar algo de raciocinio. A pesar de esta tibia defensa, sus ojos perdían poco a poco ese fulgor que los hacía únicos.
Como si la angustia no tuviese límites para nosotras, mi abuela luego de una larga enfermedad, potenciada por golpizas, Chagas y miseria, murió siendo todavía joven. Me impacta aún hoy el negro excesivo que invadió la ropa de la gente que tiñó el velorio con gemidos lastimosos sentidos y otros simulados por costumbre, obligación o inquina hacia mi abuela. Mi mente de niña guardó también el recuerdo del continuo movimiento de la gente, como sombras cumpliendo algún ritual antiguo y lejano, alrededor del féretro.
Durante mucho tiempo esperé escuchar mágicamente su entrañable voz, a veces el sonido de alguna brisa nocturna engañosa o el crujir de las maderas del fondo buscaban imitarla, pero no lo lograban. La extrañaba. El tiempo y la realidad familiar me hicieron comprender, a pura ausencia, que ya se había ido, nos había dejado para siempre. Desde esa época, comencé a soñar con ella, pero nunca aparecía sola, siempre con sus sombras que, como espectros, rodeaban su imponente figura.
Y seguí creciendo. En esos tiempos, buscaba con todas mis fuerzas ser feliz. Me abrazaba a sueños de viajes, fantasías y a esas siluetas sin rostros definidos, que volaban y jugaban a mi alrededor por las noches. La mayor parte de las veces vivía agazapada, huía y, aunque mi cuerpo estuviese presente, mi espíritu se evadía, por esos días me internaba en mi profusa imaginación de niña. Todavía hoy veo como en una foto gris de bordes recortados a mi madre llorar en un rincón y de fondo escuchar los gritos y la risa burlona del viejo. Yo no comprendía bien qué pasaba, pero el temor me mantenía alerta, abrazada a Alcu,30 mi nueva compañía, una perra vivaz con una particular colita enroscada, siempre cariñosa y atenta a mis necesidades. Por las noches el horror se instalaba en la casa. El mal nacido había naturalizado el terror en la familia, violaba todas las noches a mi madre, abiertamente y sin tapujos.
Uno de esos tantos atardeceres, que prometía perpetuar ese dolor continuo, escuché a unas personas discutiendo en la oscuridad, cerca de mi ventana. Me levanté sigilosamente y vi al viejo de mierda reunido con un grupo de milicos.31 Les comentaba con mucha vehemencia sobre la actitud de unos vecinos, que yo suponía amigos de él. Los marcaba como agitadores de una revuelta social que hubo en la fábrica del pueblo. Uno de los uniformados tomaba nota mientras el otro le pedía que se metiera adentro porque iba a haber mucho revuelo. Sin más que decir, partieron en una camioneta y a los minutos escuché varios gritos y disparos. Aterrorizada me escondí bajo la cama, compartiendo el miedo, sin hacer ningún tipo de ruido, con mi acompañante fiel de cuatro patas, que daba algo de luz con su presencia a mi espíritu afligido. Al rato, se escucharon unos autos que se alejaban con rapidez y luego se hizo un silencio sepulcral.
Un lejano y largo lamento de una mujer cerró la noche.
Al otro día el miedo dibujaba la cara de la gente de la zona. Nunca más, supe algo de esas personas. Luego de un tiempo y de boca de mi madre me enteré que el viejo trabajaba encubierto para los militares durante la represión del sanguinario gobierno de facto de esa época, ese día me cerró el concepto de desaparecidos.
Pasaron algunos meses turbulentos y grises cuando una noche se instaló en mis sueños una sombra nueva. Esta, a diferencia de las otras, me daba terror, se acercó tambaleante y me inundó con su hálito putrefacto, su rancio sudor y su resuello me produjo pavor. La primera que buscó protegerme fue Alcu, que mordió su tobillo, pero fue en vano porque el energúmeno de una patada la estrelló contra la pared. Mi grito despertó a mamá, era la bestia que quería violarme y quebrantar mi espíritu. Kati, mi madre, apareció como una leona herida y blandiendo una botella lo golpeó en el rostro haciéndole volar varios dientes y dejándolo tirado, sangrando e inconsciente. Recuerdo a mi mamá parada ahí con su rostro estoico, brillando como la luna, tomándome con los brazos, sin una lágrima, seca de bronca. Le di una última mirada a mi querida perra, sabía que no podíamos llevarla. Me vi corriendo, tomada de las fuertes manos de mi madre, firme y segura por las oscuras calles de tierra, hasta la ruta donde un viejo camión nos llevaría a Salta. Y al poco tiempo en tren, luego de un largo y eterno viaje, nos dejaría en Buenos Aires.32
Como si se corriera un velo en el tiempo, me veo feliz en la escuela, vestida de blanco, en ruidosos recreos con muchos niños. Me recuerdo niña, bailando y soñando por las noches con mis sombras, que calladas y escondidas siguen el ritmo de mis movimientos. Mi madre nunca perdería de nuevo la luz de sus bellos ojos. Su vida renacería. Había sido violada y denigrada; la notaba, por momentos, enojada, asustada, paralizada, confundida hasta avergonzada, pero su ser y su espíritu habían convertido ese pasado turbulento en control y poder sobre sí misma, y si era necesario, para defenderse, lo ejercería sobre otros. No era rencor, era llenarse de una nueva energía que le permitirían la autodefensa y el crecimiento tanto personales como familiares. Desde entonces resplandecía, estaban encendidos con ella los genes de mi abuela, su voz, ahora, era escuchada. Muchos se enamoraron de su energía. Pero solo uno tuvo su amor. Juan. Un padre, un verdadero padre. Juan apareció en nuestras vidas en una visita por Buenos Aires, había conocido a mi madre por intermedio de unos viejos amigos de la Venezuela de mi abuela. Trabajaba de guardaparque en su país, era alegre, pero algo conversador, con sus anécdotas y vivencias me mostró un mundo nuevo plagado de paisajes y animales que dieron rienda suelta a mi imaginación de niña. En silencio, con esa suavidad