las montañas sagradas, lugar de viejos rituales y cultos de nuestros ancestros, iluminada por un fuego suave y crepitante. Frente a mí los venados dibujados en la pared extrañamente galopaban. Asombrada, intenté tocarlos, quería sentir su fuerza animal. Hasta mi padre, al que nunca había conocido, apareció con una gran sonrisa, mostraba satisfacción por lo que yo hacía asintiendo con un leve movimiento de cabeza, desde algún lugar lejano a mi universo. Se hizo presente una voz hueca que empezó a fluir en la escena, era un idioma con chasquidos como el mío, pero mucho más simple. Sentí que el sueño me hablaba, giré el rostro y encontré los ojos penetrantes de una anciana que me decía con una voz algo ronca: “La manada que corre hacia la montaña marcará la época del viaje de nuestro pueblo por la gran agua, a tierra desconocida”. Y después continuó diciendo con voz profunda: “Ellas tienen que ser llevadas al otro lado del horizonte”. Me estremecí, no sé si por los dichos de la anciana o por la fiebre que atenazaba mi cuerpo, transformado en cárcel de fuego por un tiempo sin tiempo. Sentí que luchaba por salir de ese letargo del cual estaba prisionera. En ese transcurrir todo fue negro, mi conciencia se perdió en un instante.
Mientras, en mi largo sopor, escuchaba a Kui!, desesperado y con tono de culpa por la situación, explicarle lo sucedido a nuestra madre:
—La encontraron llena de tierra y sangrando, en el camino de la estampida, junto a Umbwa –dijo apenado y tratando de serenarse–. Mientras el grupo de caza quedaba destazando al ciervo muerto y recuperando sus partes valiosas, la cargué en mis hombros y la traje tan pronto como pude –aclaró finalmente.
Escuchaba a mi hermano decir esas palabras que se consumían en mi mente, entonces sentía apenas el paso del tiempo. Creo que no pasó más de un día, cuando desperté rodeada de rostros preocupados, estaba recostada de lado como era costumbre en las mujeres de mi pueblo, posición cómoda dada la curvatura especial de la columna a la altura de la cadera.14 Solo atiné a murmurar algunas palabras incomprensibles hasta para mí. Suspiré profundamente tratando de acumular energía. En ese instante necesité gritar y brotó de mí una voz lejana, ajena y angustiada que decía:
“Hay que llevarlas, hay que llevarlas, ‘ellas’ nos protegerán, juntas les darán sentido a nuestros pueblos para sobrevivir en tierras desconocidas”, gritaba con esa voz extraña, como si fuese otra, no la /Kal que pensaba que era.
Kui! escuchó con asombro y sorpresa mis gritos potentes. Él no lo sabía, pero yo podía meterme en sus pensamientos, me adentraba en su mente oyendo cada cosa que sentía o pensaba. Lo “escuché”, recordaba esas cuevas a las que yo hacía referencia. Entre temor y asombro pasaban imágenes en su memoria de aquel lugar húmedo y penumbroso que visitó con la abuela cuando era un niño. Se veía a él mismo con sus pequeñas manos teñidas de rojo. Pintaba, con orgullo de artista, rayas, círculos y espirales de acuerdo a la tradición de nuestro pueblo. Nunca olvidaría esos viajes a la montaña con la abuela a la que llamaban /Gui15, por ser la relatora y la autoridad más importante entre las mujeres del pueblo. Yo, contenida para no intervenir, solo atinaba a sentirlo. Percibí cómo él sabía que esas montañas eran un sitio de respeto y adoración para el pueblo donde los “escribientes” con una roca dura de punta roma bosquejaban16 sobre los lienzos rocosos figuras humanas, de animales y formas llenas de líneas, ondas y redondeles. Transmitiendo un “paisaje” de lo que pasaba en la vida cotidiana y espiritual, a través de un recorrido por las costumbres de todo el pueblo y la naturaleza, que eran la parte misma de cada uno de nosotros.
Podía ver cómo en esas cuevas fluían las historias, la poesía y la integración cósmica llenas de riqueza de lo que éramos. Los relatos estaban, la mayoría de las veces, a cargo de mujeres, “las relatoras”, como las llamaban los ancianos, mujeres con habilidades superiores innatas, siempre un escalón por encima del resto, tanto en sus pensamientos propios como en la visualización del futuro y del pasado colectivo. Se paraban en el centro de la escena y esgrimían una asombrosa capacidad histriónica para contar con su cuerpo, con sus sombras y con altisonantes palabras las aventuras y desventuras de los elementos que forman lo interno y lo externo de las cosas, seres vivos e inanimados que, desde lo expresivo, dan sentido a ese universo caótico y hostil que los rodeaba. Esto se traducía en un componente imaginario que le proporcionaba un orden lógico y verosímil a la cotidianeidad, donde los gestos ampulosos y la narración oral se convertían en el objeto propio y esencial de la comunicación de los pobladores en el tiempo.
Todavía, en mi estado inconsciente, sentía cómo a mi hermano lo atenazaban suspiros de angustia, desesperado en el interior de su mente buscaba algún alivio pasajero que lo reconfortase, y allí estaba. Una antigua historia que tanto le gustaba se repetía a través del tiempo, se sentía tan vieja como perdida en los confines de la humanidad. Por alguna razón, como un antiquísimo ritual, era relatada en la primera luna antes de las lluvias. De tanto escucharla, en esas noches iluminadas, se había adentrado tanto en él que podía repetirla de memoria. Le gustaba especialmente la parte de la historia del hombre y su conflicto con la gran piedra, en sus pensamientos parecía escuchar a /Gui diciendo:
“El cazador pasaba por allí, siempre en la misma época, año tras año. Siempre solo, él no se permitía ni un fiel y protector lobo domesticado. Tenía mucho que discutir con su interior, con sus presas muertas y con toda esa naturaleza que lo rodeaba, no tenía tiempo para otros hombres ni para nadie vivo. Conocía el sitio con exactitud. Ese día llegó al atardecer. Se acercó, allí estaba, la gran mesa de piedra.17 Encontrarse con ella se había convertido en algo más que una costumbre; significaba el inicio de un nuevo tiempo de ritual. En su centro colocaba el producto de la caza. Algunas veces traía una presa grande y la utilizaba como base firme para curtir el cuero y preparar las tiras de carne que, luego de tratarlas con sal, sol y una técnica de prensado, podía guardar al menos dos lunas sin que se echaran a perder. Era todo un rito hacer por las noches el fuego a uno de sus costados y quedarse dormido sobre su superficie fría mirando las estrellas. Otros hombres antiguos le habían dejado sus marcas como heridas en su piel pétrea. Siempre quiso llevar consigo al menos un trozo de ella, pero era imposible. Su dureza podía contra cualquier golpe que le infligiera. Había probado con madera dura, canto rodado, piedras de considerable tamaño, hasta una vez, con mucho esfuerzo, se había subido a un viejo árbol y desde allí arrojó una gran piedra que al impulsarla le hizo perder el equilibro y fue a dar de cabeza en la arena junto a la gran roca, sin que esta se inmutase, haciendo rebotar su pesado proyectil como si fuera un objeto blando. Todos los años pasaba largas horas tratando de robarle un pequeño pedazo para llevarlo consigo como un amuleto, dado que la consideraba la piedra más poderosa y resistente que ningún pueblo había conocido hasta entonces. Bastaba eso para respetarla. Su superficie era suave, brillosa y compacta, esto le hacía pensar que podía tener algún poder mágico en su interior”.
Recordaba a /Gui que siempre a esa altura de la historia hacía una pausa para aumentar la atención de nosotros para continuar diciendo: “Luego de una larga jornada calurosa de caza, donde solo había atrapado un lagarto, volvió a la rutina de golpear como tantas otras veces a la roca, en busca de algún punto de quiebre. Su superficie reluciente parecía lustrada con piel de Eland, le gustaba pasar sus dedos sobre sus pequeñas depresiones”.
Era uno más de esos tantos atardeceres, según contaba la relatora, aumentando a propósito sus gestos: “Pero el hombre solitario tenía la sensación de que algo estaba por cambiar. Comenzó a golpear la gran mesa, como la llamaba, los sonidos emitidos tan particulares y agudos se escuchaban desde muy lejos. Miró hacia el cielo y vio cómo aparecía lenta y luminosa una gran luna. Maravillado por su luz y tamaño, vio cómo se reflejaba en la gran piedra, parecía acariciar su superficie rugosa. Sin pensarlo dio con todas sus fuerzas en el centro de la imagen y con profunda sorpresa vio cómo se partía un gran cristal de esa luna reflejada. Solo atinó a emitir un pequeño grito de asombro. Se bajó de la gran mesa pétrea y buscó a su alrededor aquel trozo desprendido de la madre piedra. Y, de pronto, entre arena y toscas la vio, supo de inmediato que era un vástago de la gran mesa, era la única que conservaba el tenue reflejo de la luna. La tomó con sus ásperos dedos, ocupaba casi toda su mano, la limpió, como con respeto con un trozo de cuero que llevaba siempre en su morral. Su sorpresa fue mayor cuando la observó con detalle.