su cabaña (vivía solo en una cabaña de arcilla con una especie de terraza), murmurando entre dientes lo que pensaba de él. Era un charlatán idiota. Después me retracté, a medida que iba comprendiendo con asombro la excepcional precisión con que había calculado el tiempo requerido para el “asunto”.
»Fui a trabajar al día siguiente, volviendo la espalda —por así decirlo— a la estación. Me parecía que únicamente de esta forma podía seguir aferrado a los aspectos gratos de la vida. No obstante, uno tiene que mirar a su alrededor a veces; y entonces vi la estación, aquellos hombres vagando sin objeto en el cercado bajo los rayos del sol. A veces me preguntaba qué significaba todo aquello. Iban de un lado para otro con sus cayados absurdamente largos en la mano, como una multitud de peregrinos sin fe, hechizados dentro de una cerca podrida. La palabra “marfil” resonaba en el aire, se susurraba, se suspiraba. Uno pensaría que la estaban invocando. Un tufo de estúpida rapacidad lo envolvía todo, como el aliento de un cadáver. ¡Por Júpiter! No he visto nada tan irreal en toda mi vida. Y fuera, en el exterior, la selva silenciosa que rodeaba este claro en la tierra se me presentó como algo grandioso e invencible, como el mal o la verdad, esperando pacientemente a que pasara esta fantástica invasión.
»¡Oh, qué meses aquellos! Bueno, qué más da. Sucedieron varias cosas. Una noche, un cobertizo de hierba, lleno de calicó, algodón, estampados, abalorios y no sé cuántas cosas más, estalló en llamas tan repentinamente que cualquiera hubiera pensado que la tierra se había abierto para dejar que un fuego vengador consumiera toda aquella basura. Yo estaba fumando mi pipa tranquilamente al lado de mi desmantelado vapor, y los vi a todos haciendo cabriolas en el resplandor, con los brazos en alto, en el momento en que el robusto hombre de bigotes corrió precipitadamente hacia el río, con un cubo de metal en la mano, y me aseguró que todos “se estaban portando espléndidamente, espléndidamente”; sacó aproximadamente un cuarto de galón de agua y se volvió a marchar con precipitación. Observé que en el fondo del cubo había un agujero.
»Yo me acerqué tranquilamente. No había prisa. Pensad que la cosa había estallado como una caja de cerillas. No había nada que hacer desde el primer momento. La llama había saltado con ímpetu, haciendo retroceder a todo el mundo, lo había iluminado todo y se había desplomado. El cobertizo era ya una pila de ascuas que ardían ferozmente. Estaban azotando a un negro cerca de allí. Decían que él había provocado el incendio de alguna manera; sea como fuere, estaba dando horribles alaridos. Le vi después sentado durante varios días en un poco de sombra con aspecto de estar muy enfermo y tratando de recuperarse; más tarde se levantó y se fue; y la selva, en silencio, le acogió de nuevo en su seno. Al acercarme al resplandor desde la oscuridad me encontré detrás de dos hombres que estaban hablando. Les oí pronunciar el nombre de Kurtz y después las palabras “aprovéchate de este desgraciado accidente”. Uno de los hombres era el director. Le di las buenas noches. “¿Ha visto usted en su vida nada parecido? ¿Eh? Es increíble”, dijo, y se marchó. El otro hombre se quedó. Era un agente de primera, joven, cortés, un poco reservado, con una corta barba hendida y nariz aguileña. Era distante con los otros agentes, y ellos por su parte le acusaban de ser un espía a las órdenes del director. Por lo que a mí respecta, yo prácticamente no había hablado nunca con él. Iniciamos una conversación y, lentamente, nos fuimos alejando de las silbantes ruinas. Después me invitó a su habitación, que se encontraba en el edificio principal de la estación. Encendió una cerilla y noté que este joven aristócrata no sólo tenía un tocador montado en plata, sino también una vela entera para él solo. Precisamente en aquel entonces se suponía que solamente el director tenía derecho a tener velas. Esteras indígenas cubrían las paredes de arcilla, una colección de lanzas, azagayas, escudos y cuchillos colgaban en ellas como trofeos. El cometido que se le había encomendado era la fabricación de ladrillos; eso me habían dicho; pero no había ni rastro de ladrillos en ningún lugar de la estación, y llevaba allí más de un año esperando. Parece ser que no podía fabricar ladrillos sin algo, no sé qué: paja, quizá. En cualquier caso, no podía encontrarlo allí, y, como no era probable que lo mandaran desde Europa, yo no veía muy claro qué es lo que estaba esperando. Un acto de creación especial, quizá. No obstante, estaban todos esperando algo —los dieciséis o veinte peregrinos—, y creedme, no parecía una ocupación que les fuera mal a juzgar por la forma en que la aceptaban, aunque lo único que conseguían eran enfermedades, por lo que pude ver. Se entretenían murmurando e intrigando unos contra otros, de una forma estúpida. Había un clima de conspiración en aquella estación, pero sin consecuencias, por supuesto. Era tan irreal como todo lo demás, como la presentación filantrópica de toda la empresa, como su conversación, su gobierno, su despliegue de actividad. El único sentimiento real era el deseo de ser nombrado para un puesto comercial donde pudiera conseguirse marfil y obtener así porcentajes. Intrigaban, se difamaban y se odiaban los unos a los otros sólo por ese motivo; pero cuando se trataba de mover un dedo eficazmente, ¡oh, no! ¡Santo cielo! Después de todo hay algo en el mundo que permite que un hombre robe un caballo mientras otro ni siquiera puede mirar un ronzal. Robar un caballo sin remilgos, muy bien. Hecho está. Quizá pueda montarlo. Pero hay una forma de mirar un ronzal que provocaría la indignación del más caritativo de los santos.
»No tenía la menor idea de por qué se mostraba amistoso, pero mientras estábamos charlando allí se me ocurrió de pronto que aquel tipo estaba intentando algo: en realidad, sonsacarme. Aludía constantemente a Europa, a la gente que se suponía que yo conocía allí, haciendo preguntas encaminadas a descubrir quiénes eran mis conocidos en la ciudad sepulcral y cosas por el estilo. Sus pequeños ojos brillaban de curiosidad como láminas de mica, aunque trataba de conservar una cierta altivez. Al principio me produjo asombro, pero muy pronto me entró una enorme curiosidad por averiguar qué conseguiría de mí. No podía en absoluto imaginar que hubiera algo en mí que mereciera su atención. Era muy divertido ver lo engañado que estaba, pues en realidad mi cuerpo estaba lleno sólo de escalofríos, y no había nada en mi cabeza excepto aquel maldito asunto del vapor. Era evidente que me había tomado por un perfecto y desvergonzado embustero. Al fin se enfadó y, para ocultar un gesto de furiosa irritación, bostezó. Yo me levanté. Entonces descubrí un pequeño boceto al óleo en una tabla, que representaba a una mujer, en ropaje y con los ojos vendados, llevando una antorcha encendida. El fondo era oscuro, casi negro. El movimiento de la mujer era majestuoso, y el efecto de la luz de la antorcha sobre la cara era siniestro.
»El cuadro me llamó la atención, y él permaneció de pie cortésmente, sosteniendo una botella de champaña de media pinta (remedios medicinales) vacía, con una vela metida en ella. A mi pregunta contestó que el señor Kurtz lo había pintado —en esa misma estación hacía más de un año— mientras esperaba el medio para trasladarse a su puesto comercial. “Por favor, dígame —le pregunté—, ¿quién es ese señor Kurtz?”.
»“El jefe de la Estación Interior”, respondió con sequedad, mirando hacia otro lado. “Muy agradecido —dije riendo—. Y usted es el fabricante de ladrillos de la Estación Central. Eso lo sabe todo el mundo”; guardó silencio durante un rato. “Es un prodigio —dijo al fin—. Es un emisario de la compasión, de la ciencia, del progreso y el diablo sabe de cuántas cosas más. Queremos —empezó a declamar de repente— mayor inteligencia, mayor comprensión, dedicación exclusiva para dirigir la causa que nos ha sido confiada, por así decirlo, por Europa”. “¿Quién dice eso?”, pregunté. “Muchos de ellos —contestó—. Algunos incluso lo escriben; y así él, un ser especial, como debería usted saber, viene aquí”. “¿Por qué debería yo saberlo?”, le interrumpí, realmente sorprendido. No me hizo caso. “Sí. Hoy día es el jefe de la mejor estación, el próximo año será ayudante de dirección. Dos años más y… Pero apuesto a que usted ya sabe lo que será dentro de dos años. Usted es del nuevo grupo. Del grupo de la virtud. La misma gente que le envió a él le recomendó a usted expresamente. Oh, no diga que no. Me fío de lo que veo con mis propios ojos”. De repente lo vi todo claro. Los influyentes conocidos de mi querida tía estaban produciendo efectos inesperados en aquel joven. Estuve a punto de soltar la carcajada. “¿Lee usted la correspondencia confidencial de la compañía?”, pregunté. No pudo decir palabra. Fue muy divertido. “Cuando el señor Kurtz —continué con seriedad— sea director general, no tendrá usted oportunidad de hacerlo”.