de tierra bajo mis pies. El trabajo continuaba. ¡El trabajo! Y éste era el lugar donde algunos de los ayudantes se habían retirado a morir.
»Estaban muriendo lentamente, estaba muy claro. No eran enemigos, no eran malhechores, ahora no eran nada terrenal; nada más que sombras negras de enfermedad e inanición que yacían confusamente en la penumbra verdusca. Traídos desde todos los lugares recónditos de la costa con toda la legalidad de contratos temporales, perdidos en un medio inhóspito, sometidos a una alimentación a la que no estaban acostumbrados, se volvían ineficientes, enfermaban, y se les permitía entonces retirarse a rastras y descansar. Esas sombras moribundas eran libres como el aire y casi tan delgadas como él. Empecé a distinguir el brillo de sus ojos bajo los árboles. Entonces, mirando hacia abajo, vi un rostro junto a mi mano. Los negros huesos estaban recostados en toda su longitud con un hombro contra el árbol. Lentamente los párpados se levantaron y los hundidos ojos me miraron enormes y vacíos, una especie de ciego y blanco aleteo en las profundidades de las órbitas, que se desvaneció lentamente. El hombre parecía joven, casi un muchacho, pero ya sabéis que con esa gente es difícil de decir. No se me ocurrió otra cosa que ofrecerle una de las galletas del barco del sueco que tenía en el bolsillo. Sus dedos se cerraron lentamente sobre ella y la sostuvieron; no hubo ningún otro movimiento ni ninguna otra mirada. Había atado un trozo de estambre blanco alrededor de su cuello. ¿Por qué? ¿Dónde lo había conseguido? ¿Era un distintivo, un adorno, un amuleto, un acto propiciatorio? ¿Tenía ello conexión con alguna idea? Ese trozo de hilo blanco del otro lado de los mares tenía un aspecto sobrecogedor alrededor de su cuello negro.
»Cerca del mismo árbol había otros dos manojos de ángulos agudos sentados con las piernas encogidas. Uno, con la barbilla apoyada en las rodillas, tenía la mirada perdida de una forma intolerable y espantosa; su fantasma hermano apoyaba la frente, como vencido por una gran fatiga, y a su alrededor había otros desparramados en todas las posiciones imaginables de postración contorsionada, como en un cuadro de una matanza o de una epidemia. Mientras yo permanecía de pie, paralizado por el horror, una de estas criaturas se incorporó sobre sus manos y rodillas y se fue a gatas hacia el río a beber. Bebió de su mano a lametadas, después se sentó al sol, cruzando la parte inferior de sus piernas, y al cabo de un rato dejó caer su lanosa cabeza sobre su esternón.
»No quería seguir holgazaneando en la sombra y me dirigí apresuradamente hacia la estación. Cuando estaba cerca de los edificios me encontré con un hombre blanco, en una elegancia de atuendo tan inesperada, que en el primer momento le tomé por una especie de visión. Vi un cuello almidonado, unos puños blancos, una chaqueta de alpaca, unos pantalones blancos como la nieve, una corbata clara y unas botas embetunadas. No llevaba sombrero. Pelo a raya, cepillado, con brillantina, bajo una sombrilla forrada de verde, sostenida por una gran mano blanca. Era algo asombroso y tenía un portaplumas detrás de la oreja.
»Estreché la mano de este milagro y supe que era el jefe de contabilidad de la compañía y que toda la teneduría de libros se hacía en esa estación. Había salido un momento “a tomar el fresco”. La expresión sonaba extraordinariamente rara, con una insinuación de sedentaria vida de oficina. No os habría mencionado a este sujeto en absoluto, de no ser porque de sus labios oí por primera vez el nombre de la persona que está tan indisolublemente ligada a los recuerdos de aquel tiempo. Por otra parte, sentía respeto por este hombre. Sí, sentía respeto por sus cuellos, sus anchos puños, su pelo cepillado. Su aspecto era sin duda el de un maniquí de peluquero, pero en la gran desmoralización de aquellas tierras mantenía su apariencia. Eso se llama firmeza. Sus cuellos almidonados y tiesas pecheras eran logros de carácter. Llevaba fuera cerca de tres años, y más tarde no pude evitar preguntarle cómo se las arreglaba para lucir semejante ropa. Se sonrojó ligerísimamente, y dijo con modestia: “He estado enseñando a una de las nativas de cerca de la estación. Fue difícil. Tenía aversión por el trabajo”. Así, pues, este hombre había realmente conseguido algo. Y estaba entregado a sus libros, que se hallaban en perfecto orden.
»Todo lo demás en la estación estaba en desorden: personas, cosas, edificios. Hileras de negros polvorientos con pies aplastados llegaban y se iban; un aluvión de artículos manufacturados, algodones de ínfima calidad, abalorios y alambres de latón, era enviado a las profundidades de la oscuridad, y de regreso venía un precioso chorrito de marfil.
»Tuve que esperar en la estación durante diez días; una eternidad. Vivía en una cabaña dentro del cercado, pero para escapar al caos me metía a veces en la oficina del contable. Estaba construida con tablones horizontales, pero tan mal ensamblados que, cuando el hombre se inclinaba sobre su alto escritorio, todo su cuerpo, del cuello a los talones, aparecía cruzado por franjas de luz. No había ninguna necesidad de abrir los grandes postigos para ver. Además hacía calor allí. Enormes moscas zumbaban endiabladamente, y, más que picar, apuñalaban. Generalmente me sentaba en el suelo, mientras él, con un aspecto impecable (e incluso ligeramente perfumado), escribía, sentado sobre un alto taburete. A veces se levantaba para hacer ejercicio. Cuando colocaron allí dentro una cama de ruedas con un enfermo (algún agente inválido llegado del interior), dio muestras de estar ligeramente contrariado. “Los gemidos de este enfermo —dijo— distraen mi atención. Y sin ella es extremadamente difícil estar alerta ante los errores administrativos en este clima”.
»Un día comentó, sin levantar la cabeza: “Seguro que en el interior conocerá usted al señor Kurtz”. Al preguntarle quién era el señor Kurtz, respondió que se trataba de un agente de primera clase, y viendo mi contrariedad ante tal información, añadió, despacio, dejando la pluma: “Es una persona fuera de lo normal”. Ulteriores preguntas consiguieron arrancarle que el señor Kurtz estaba en la actualidad encargado de un puesto comercial de gran importancia en la verdadera región del marfil, en “el mismísimo corazón de ella. Nos manda tanto marfil como todos los demás juntos…”. Comenzó a escribir de nuevo. El enfermo estaba demasiado grave para gemir. Las moscas zumbaban en una gran calma.
»Repentinamente se produjo un murmullo creciente de voces y un gran ruido de pisadas. Había llegado una caravana. Un violento murmullo de extraños sonidos estalló al otro lado de los tablones. Todos los porteadores hablaban a la vez, y en medio del tumulto la voz quejumbrosa del agente principal se oyó, “dándose por vencido” lloronamente por vigésima vez en ese día… Se levantó despacio. “Qué alboroto más espantoso”, dijo. Cruzó la habitación despacio para mirar al enfermo, y al volver me dijo: “No oye”. “¡Qué! ¿Muerto?”, pregunté alarmado. “No, todavía no”, contestó con gran serenidad. Entonces, aludiendo con un movimiento de cabeza al tumulto del patio de la estación, dijo: “Cuando uno tiene que hacer asientos correctos llega a odiar a esos salvajes, a odiarles a muerte”. Se quedó pensativo por un momento. “Cuando vea usted al señor Kurtz —prosiguió—, dígale de mi parte que todo lo de aquí —y lanzó una mirada al escritorio— marcha de manera satisfactoria. No me gusta escribirle a esa Estación Central; con esos mensajeros que tenemos nunca se sabe a quién puede ir a parar la carta”. Me miró fijamente por un momento con sus ojos tiernos y saltones. “Oh, llegará lejos, muy lejos —comenzó de nuevo—. Llegará a ser alguien en la Administración dentro de no mucho. Esos de arriba (el Consejo de Europa, ya sabe) quieren que lo sea”.
»Volvió a su trabajo. El ruido del exterior había cesado, y poco después, al salir, me detuve en la puerta. En el continuo zumbido de las moscas, el agente, que debía regresar a su casa, yacía sofocado e insensible; el otro, inclinado sobre sus libros, estaba haciendo correctos asientos de transacciones perfectamente correctas, y cincuenta pies debajo del escalón de la puerta podía ver las inmóviles copas de los árboles del bosquecillo de la muerte.
»Al día siguiente salí por fin de aquella estación con una caravana de sesenta hombres que debía recorrer a pie doscientas millas.
De nada sirve que os diga lo que fue aquello. Senderos y más senderos por todas partes; una red de senderos hollados que se extendía por la despoblada tierra a través de hierba crecida, a través de hierba quemada, a través de la espesura, por encima y por debajo de frescos barrancos, por encima y por debajo de colinas pedregosas abrasadas de calor; y soledad, soledad, ni un alma, ni una cabaña. La población había desaparecido hacía mucho. Bueno, si un montón de misteriosos negros