Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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y prolongado gemido de lastimero temor y absoluta desesperación, como podemos imaginar que sería el que siguiera a la huida de la última esperanza sobre la tierra. Hubo una gran conmoción entre la maleza; la lluvia de flechas cesó; algunos disparos sueltos resonaron agudamente; y siguió el silencio, en el que el lánguido golpear de la rueda del timón llegaba con nitidez a mis oídos. Puse el timón todo a estribor en el preciso momento en que el peregrino del pijama rosa, muy acalorado y agitado, hizo su aparición en la puerta: “Me envía el director… —comenzó en tono oficial, y se detuvo—. ¡Dios mío!”, dijo, mirando al herido.

      »Los dos blancos estábamos de pie sobre él, y su mirada nos envolvió, brillante e inquisitiva. Os aseguro que parecía como si fuera a hacernos en cualquier momento una pregunta en un lenguaje inteligible, pero murió sin emitir el menor sonido, sin mover un solo miembro, sin encoger un músculo. Sólo en el último momento, como en respuesta a alguna señal que no podíamos ver, a algún susurro que no lográbamos oír, frunció pesadamente el entrecejo, y ese entrecejo dio a su negra máscara mortuoria una expresión inconcebiblemente sombría, meditabunda y amenazadora. El brillo de su mirada inquisitiva se desvaneció de prisa en una vacía vidriosidad. “¿Sabe usted llevar el timón?”, pregunté al agente con ansiedad. Hizo un gesto dubitativo, pero lo así del brazo y comprendió en seguida que quería que llevara el timón tanto si sabía como si no. A decir verdad, yo estaba morbosamente ansioso por cambiarme de zapatos y calcetines. “Está muerto”, murmuró aquel sujeto, enormemente impresionado. “No hay duda de ello —dije, tirando como loco de los cordones de los zapatos—. Y, a propósito, imagino que el señor Kurtz también estará muerto a estas alturas”.

      »Por el momento ésa era la idea dominante. Tenía una sensación de enorme decepción, como si acabara de descubrir que había estado afanándome por algo desprovisto de todo fundamento. No me habría sentido más disgustado si hubiera hecho todo este recorrido con el único propósito de hablar con el señor Kurtz. Hablar con…, arrojé un zapato por la borda y me di cuenta de que eso era exactamente lo que había estado esperando con ilusion: una charla con Kurtz. Hice el extraño descubrimiento de que nunca le había imaginado actuando, sino hablando. No me dije a mí mismo: “Ahora ya no le veré nunca” o “Ahora ya no le daré la mano jamás”, sino “Ahora ya no le oiré nunca”. El hombre se me presentaba como una voz. Naturalmente, no es que no le asociara con algún tipo de actividad. ¿Acaso no me habían dicho en todos los tonos posibles de envidia y admiración que él había recogido, trocado, timado o robado más marfil que todos los demás agentes juntos? Eso no era lo importante. Lo importante era que se trataba de una criatura dotada, y que de entre todas sus dotes la que destacaba preeminentemente, la que proporcionaba sensación de una presencia real, era su capacidad de hablar, sus palabras; el don de la expresión, el desconcertante, el revelador, el más exaltado y el más despreciable, el palpitante torrente de luz o el engañoso flujo del corazón de una impenetrable oscuridad.

      »El otro zapato voló hasta aquel endemoniado río. Pensé “¡Por Júpiter! Todo ha terminado. Llegamos demasiado tarde; él ha desaparecido; el don ha desaparecido por obra de alguna lanza, flecha o maza. Nunca oiré hablar a ese hombre, después de todo”. Y mi pesar tenía una emoción asombrosamente extravagante, tan grande como la que había observado en la ululante aflicción de aquellos salvajes entre los matorrales. En cierto modo no habría podido sentir mayor soledad y desolación si me hubieran despojado de una creencia o no hubiera alcanzado mi destino en la vida… ¿Por qué suspiras de esta forma atroz, quienquiera que seas? ¿Qué es absurdo? Bueno, es absurdo. ¡Santo Dios! ¿Acaso un hombre no debe nunca…? Eh, dadme un poco de tabaco…

      Hubo una pausa de profunda quietud, después una cerilla llameó, y el delgado rostro de Marlow apareció, fatigado, hundido, surcado por arrugas de arriba abajo y con los párpados caídos, con un aspecto de atención concentrada; y mientras daba vigorosas chupadas de la pipa, parecía avanzar y retroceder en la noche con el rítmico aleteo de la minúscula llama. La cerilla se apagó.

      —¡Es absurdo! —gritó—. Esto es lo peor de intentar contarlo. Aquí estáis todos, cada uno con dos buenas amarras, como un casco con dos anclas: con un carnicero en una esquina y un policía en la otra; excelente apetito y temperatura normal, ¿oís?, normal durante todo el año. Y decís ¡absurdo! ¡Al demonio con vuestro absurdo…! ¡Absurdo! Queridos compañeros, ¿qué podéis esperar de un hombre que acababa de arrojar por la borda un par de zapatos nuevos en un ataque de nervios? Ahora que pienso en ello, es sorprendente que no llorara. Estoy, en conjunto, orgulloso de mi entereza. Me aterraba la idea de haber perdido el inestimable privilegio de escuchar al tan dotado Kurtz. Por supuesto, estaba equivocado. El privilegio me estaba esperando. Oh sí, oí más que suficiente. Y tenía razón también. Una voz. Él era poco más que una voz. Y le oí… a él… a ello… esa voz… otras voces —todas ellas apenas si eran más que voces… y el recuerdo de aquella época persiste a mi alrededor, impalpable, como la agonizante vibración de un inmenso torrente de palabras, estúpido, atroz, sórdido, salvaje, o simplemente mezquino, sin ninguna clase de sentido. Voces, voces… incluso la misma chica… ahora…

      Permaneció en silencio durante un largo rato.

      —Al final conjuré el fantasma de su talento con una mentira —comenzó de repente—. ¡Chica! ¿He mencionado a una chica? Oh, ella está al margen de todo aquello por completo. Ellas (me refiero a las mujeres) están al margen de aquello, o deberían estarlo. Debemos ayudarlas a que permanezcan en su bello mundo, no sea que el nuestro empeore. Oh, ella tenía que estar al margen de aquello. Deberíais haber oído al cuerpo desenterrado de Kurtz diciendo: «Mi prometida». Entonces habríais percibido de forma directa hasta qué punto ella estaba al margen de aquello. ¡Y el altanero hueso frontal del señor Kurtz! Dicen que el pelo continúa creciendo a veces, pero este espécimen estaba impresionantemente calvo. La selva le había pasado la mano por la cabeza y, ¡ya veis!, quedó como una bola, una bola de marfil; le había acariciado y, ¡ahí le tenéis!, se había marchitado; la selva le había cautivado, le había amado, le había abrazado, había penetrado en sus venas, consumido su carne y unido su alma a la suya, por medio de inconcebibles ceremonias de algún rito de iniciación demoníaca. Él era su consentido y mimado favorito. ¿Marfil? Me imagino que sí. Montones, pilas de marfil. El viejo cobertizo de barro estaba lleno hasta los topes. Uno pensaría que no quedaba ya un solo colmillo sobre o bajo tierra en todo el país. «En su mayoría fósil», había observado el director desdeñosamente. No era más fósil de lo que pueda serlo yo; pero ellos lo llaman fósil cuando tienen que desenterrarlo. Parece ser que esos negros entierran a veces los colmillos; pero, evidentemente, no pudieron enterrar esta partida a suficiente profundidad como para salvar al dotado señor Kurtz de su destino. Nosotros llenamos de marfil todo el vapor y tuvimos que amontonar una buena cantidad en la cubierta. Así pudo verlo y disfrutar mientras lo podía ver, porque el aprecio de esta predilección le había acompañado hasta el final. Le deberíais haber oído decir: «Mi marfil». Oh, sí, yo le oí: «Mi prometida, mi marfil, mi estación, mi río, mi…», todo le pertenecía. Me hizo contener la respiración esperando que la selva estallara en estruendosas carcajadas, capaces de hacer temblar a las estrellas fijas. Todo le pertenecía, pero eso era una insignificancia. La cuestión era saber a qué pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas le reclamaban como suyo. Ésa era la reflexión que le hacía a uno estremecerse de arriba abajo. Era imposible, y tampoco era bueno, tratar de imaginárselo. Él se había colocado, literalmente, en un alto sitial entre los demonios de la tierra. No lo podéis entender, ¿cómo podríais entenderlo vosotros, que tenéis los pies sobre el sólido pavimento, que estáis rodeados de amables vecinos dispuestos siempre a prestaros ayuda o a caer sobre vosotros, que camináis delicadamente entre el carnicero y el policía, bajo el sagrado terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo podéis vosotros imaginaros a qué precisa región de los primeros tiempos pueden conducir a un hombre sus pies sin trabas, impulsados por la soledad (soledad absoluta, sin un solo policía), por el silencio (silencio absoluto, donde no se oye la voz consejera de amables vecinos susurrando acerca de la opinión pública)? Estas pequeñas cosas son las decisivas. En el momento en que desaparece, uno tiene que recurrir a su propia fuerza innata, a su capacidad de lealtad. Por supuesto, se puede ser demasiado estúpido para equivocarse; ser demasiado obtuso incluso