Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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y junto a la puerta yo cogí un libro. Había perdido las tapas y las páginas habían sido manoseadas hasta quedar extremadamente blandas y sucias; pero el lomo había sido amorosamente cosido de nuevo, con hilo de algodón blanco que todavía conservaba un aspecto limpio. Era un hallazgo extraordinario. Se titulaba Investigación acerca de algunos aspectos de la náutica, y su autor era un tal Tower, Towson, o un nombre por el estilo, capitán mercante de la marina de Su Majestad. La materia parecía bastante aburrida, con sus diagramas ilustrativos y sus repulsivos cuadros de cifras. El ejemplar tenía sesenta años. Tomé en mis manos esa impresionante antigualla con la mayor ternura posible, no fuera a ser que se desintegrara entre mis dedos. En su interior, Towson o Tower investigaba seriamente la resistencia de tensión de la cadena y de los aparejos de los barcos y cuestiones similares. No era un libro muy apasionante, pero a primera vista se podía ver una dedicación, una honrada preocupación por la manera correcta de ponerse a trabajar, lo que daba a estas humildes páginas, pensadas años atrás, una luminosidad superior a la meramente profesional. El sencillo y viejo marino, con su charla de cadenas y asideros, me hizo olvidar la jungla y los peregrinos con una deliciosa sensación de haber ido a dar con algo inequívocamente real. Que existiera un libro semejante era de por sí bastante asombroso; pero aún más sorprendente eran las notas a lápiz en el margen y que claramente se referían al texto. ¡No podía dar crédito a mis ojos! ¡Estaban en lenguaje cifrado! Sí, parecían estar en clave. Imaginaos a un hombre arrastrando consigo un libro como el descrito hacia este lugar perdido, estudiándolo y haciendo anotaciones ¡y en lenguaje cifrado! Era un misterio extravagante.

      »Durante un rato había sido vagamente consciente de un ruido fastidioso, y cuando levanté la mirada vi que la pila de leña había desaparecido y que el director, ayudado por todos los peregrinos, me estaba gritando desde la orilla del río. Me metí el libro en el bolsillo. Os aseguro que abandonar su lectura fue como arrancarme del cobijo de una vieja y sólida amistad.

      »Puse el renqueante motor en marcha. “Debe de ser ese miserable comerciante, ese intruso”, exclamó el director, mirando malévolamente hacia el lugar que habíamos dejado atrás. “Debe de ser inglés”, dije yo. “Eso no le evitará meterse en líos si no tiene cuidado”, musitó el director sombríamente. Comenté con fingida inocencia que en este mundo ningún hombre era inmune a las dificultades.

      »La corriente era ahora más rápida. El vapor parecía estar a punto de exhalar el último suspiro; la rueda de popa golpeaba lánguidamente, y yo me sorprendí a mí mismo escuchando con suma expectación cada nuevo latido del barco, porque, a decir verdad, esperaba que aquel calamitoso trasto se diera por vencido en cualquier momento. Era como observar los últimos coletazos de una vida. Pero seguíamos arrastrándonos. De vez en cuando elegía un árbol situado un poco más adelante por el que medir nuestro avance hacia Kurtz, pero invariablemente lo perdía antes de pasar por su lado. Mantener la vista fija durante tanto tiempo sobre una misma cosa era demasiado para la paciencia humana. El director mostraba una magnífica resignación. Yo me impacientaba y me encolerizaba, y empecé a discutir conmigo mismo si iba o no a hablar abiertamente con Kurtz; pero antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión me vino a la mente que el que hablara o me callara, en realidad cualquiera de mis acciones, sería absolutamente fútil. ¿Qué importaba lo que uno supiera o ignorara? ¿Qué importaba quién fuera director? A veces tiene uno esos atisbos de penetración. La esencia de este mundo yacía bastante por debajo de su superficie, más allá de mi alcance, y más allá de mi poder de intromisión.

      »Al atardecer del segundo día juzgamos que estábamos a unas ocho millas de la estación de Kurtz. Yo quería seguir adelante, pero el director adoptó una expresión grave y me dijo que la navegación a partir de aquel punto era tan peligrosa que sería aconsejable, puesto que el sol estaba ya muy bajo, esperar donde estábamos hasta la mañana siguiente. Por otra parte, subrayó que, si había que seguir la advertencia de acercarse con precaución, deberíamos hacerlo a la luz del día, no cuando oscurece, ni en plena oscuridad. Aquello era bastante sensato. Ocho millas significaban cerca de tres horas de navegación para nosotros y además yo podía ver pequeñas ondas sospechosas en el extremo superior del tramo. A pesar de todo, estaba contrariado hasta lo indecible por el retraso, y de la manera más irracional, puesto que después de tantos meses una noche más poco podía importar. Como teníamos leña en abundancia y el lema era precaución, eché el ancla en medio del río. El tramo era angosto, recto, con altos bordes, como terraplenes de ferrocarril. El crepúsculo fue deslizándose sobre él antes de que el sol se hubiera puesto. La corriente fluía mansa y rápidamente, pero una muda inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes, aprisionados por las enredaderas y por cada uno de los arbustos vivientes de la maleza, podrían haber sido convertidos en piedras, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más liviana. No era sueño; aquello parecía innatural, como un estado de trance. No podía oírse ninguna clase de ruido, ni aun el más débil. Uno miraba pasmado y empezaba a sospechar si no estaría sordo. En esto se hizo la noche repentinamente, y nos dejó también ciegos. Hacia las tres de la madrugada saltó un gran pez, y el fuerte choque del agua me hizo brincar como si un arma hubiera sido disparada. Cuando salió el sol había una niebla blanca, muy cálida y pegajosa, y más cegadora que la noche. Ni se movía ni avanzaba, simplemente estaba allí, rodeándole a uno como algo sólido. A las ocho o a las nueve, tal vez, se levantó como se levanta una persiana. Pudimos echar una ojeada a la multitud de altísimos árboles, a la inmensa y enmarañada selva sobre la que estaba suspendida la resplandeciente bola del sol, todo en perfecta quietud; y entonces la blanca persiana cayó de nuevo, suavemente, como escurriéndose por rieles engrasados. Ordené que la cadena, que habíamos comenzado a halar, fuera arrojada de nuevo. Antes de que terminara de correr, con su sordo rechinar, un grito, un grito muy fuerte, como de desolación infinita, se fue elevando lentamente en el aire opaco. Cesó. Un clamor quejumbroso, modulado en salvajes disonancias, llenó nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara bajo la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás; a mí me pareció como si la propia bruma hubiera gritado, tan repentinamente había surgido aquel ruido tumultuario y luctuoso, procedente, al parecer, de todas partes a la vez. Culminó en un estallido precipitado de chillidos excesivos y casi insoportables que al poco tiempo cesaron, dejándonos paralizados en una variedad de estúpidas posturas, y escuchando obstinadamente el silencio, casi igual de excesivo y espantoso. “¡Dios mío! ¿Qué significa…?”, balbució a mi lado uno de los peregrinos, un hombrecillo grueso, de pelo rubio y patillas pelirrojas, que llevaba botas con suela de goma y un pijama de color rosa remetido en los calcetines. Otros dos permanecieron boquiabiertos durante todo un minuto, y después se abalanzaron hacia la pequeña cabina, para volver a salir precipitadamente y sin control al instante y quedarse de pie lanzando miradas asustadas, apuntando con los Winchesters. Lo único que lográbamos ver era el vapor sobre el que nos hallábamos, su contorno borroso, como si estuviera a punto de disolverse, y una franja brumosa de agua, de quizá dos pies de anchura, a su alrededor; y eso era todo. El resto del mundo no estaba en parte alguna por lo que a nuestros ojos y oídos se refería. En parte alguna. Se había esfumado, desaparecido; había sido barrido sin dejar detrás ni un susurro ni una sombra.

      »Me adelanté y ordené que acortaran la cadena, de forma que estuviéramos preparados a levar el ancla y poner el vapor en movimiento de inmediato, en caso de que fuera necesario. “¿Atacarán?”, susurró una voz atemorizada. “Harán una carnicería en nosotros con esta niebla”, murmuró otra voz. Los rostros se crispaban por la tensión, las manos temblaban ligeramente, los ojos ni siquiera pestañeaban. Tenía gran curiosidad por ver el contraste entre las expresiones de los hombres blancos y las de los muchachos negros de nuestra tripulación, que desconocían aquella parte del río tanto como nosotros, si bien su hogar se hallaba sólo a ochocientas millas de distancia. Los blancos, naturalmente muy desconcertados, tenían además el curioso aspecto de estar angustiosamente sobresaltados ante tan escandaloso tumulto. Los otros tenían una expresión expectante, de natural interés; pero sus rostros estaban esencialmente tranquilos, incluso el de aquellos —uno o dos— que sonreían mientras halaban la cadena. Algunos intercambiaban frases cortas refunfuñando, lo que parecía resolver el asunto a su gusto, Su jefe, un joven y fornido negro, austeramente ataviado con telas ribeteadas de color azul oscuro, con feroces aberturas nasales y el pelo hábilmente arreglado en grasientos