Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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que semejante vida fuera sacrificada para no dejar nada… excepto aflicción. Usted conoce los grandes planes que tenía. Yo también los conocía, yo quizá no podía entenderlos, pero otros los conocían. Algo tiene que quedar. Sus palabras, por lo menos, no han muerto.

      »—Sus palabras quedarán —dije yo.

      »—Y su ejemplo —susurró para sus adentros—. Los hombres tenían esperanzas puestas en él…, su bondad brillaba en cada acto. Su ejemplo…

      »—Cierto —dije yo—; su ejemplo también. Sí, su ejemplo. Lo olvidaba.

      »—Pero yo no. No puedo… no puedo creer… todavía no. No puedo creer que nunca le volveré a ver, que nadie le volverá a ver nunca, nunca, nunca.

      »Extendió los brazos como si fuera tras una figura que retrocede; los extendió, negros y con las pálidas manos cerradas, a través del desvaneciente y estrecho resplandor de la ventana. ¡No verle nunca! En aquel momento yo le veía con toda claridad. Veré a aquel elocuente fantasma mientras viva, y también la veré a ella, una sombra trágica y familiar, parecida en sus gestos a otra, también trágica y adornada con amuletos impotentes, extendiendo sus desnudos brazos morenos por encima del relampagueo de la corriente infernal, la corriente de las tinieblas. De repente dijo en voz baja: “Murió como había vivido”.

      »—Su fin —dije yo, mientras bullía en mí una rabia sorda— fue digno de su vida en todos los aspectos.

      »—Y yo no estaba con él —murmuró ella. Mi enojo cedió ante un sentimiento de infinita piedad.

      »—Todo lo que fue posible hacer… —musité yo.

      »—Ah, pero yo tenía más fe en él que nadie en el mundo, más que su propia madre, más que… él mismo. ¡Él me necesitaba! ¡A mí! Yo hubiera atesorado cada suspiro, cada palabra, cada señal, cada mirada.

      »Sentí como una gélida opresión en el pecho. “No lo haga”, dije con voz ensordecida.

      »—Perdóneme. Yo…, yo… le he llorado en silencio durante tanto tiempo…, en silencio… ¿Estuvo usted con él… hasta el final? Pienso en su soledad. Nadie a su lado que le comprendiera como yo le hubiera comprendido. Tal vez nadie que oyera…

      »—Hasta el final —dije yo temblorosamente—, yo oí sus últimas palabras… —me detuve asustado.

      »—Repítalas —murmuró en un tono acongojado—. Quiero…, quiero… algo…, algo… con… con lo que vivir.

      »Estuve a punto de gritarle: “¿No las oye?”. El crepúsculo las estaba repitiendo en un persistente susurro a nuestro alrededor, en un susurro que parecía hincharse amenazadoramente, como el primer susurro de un viento que se levanta. “¡El horror! ¡El horror!”.

      »—Su última palabra… con la que vivir —insistió—. ¿No comprende usted que yo le amaba?… Le amaba. ¡Le amaba!

      »Reuní todas mis fuerzas y hablé despacio.

      »—La última palabra que pronunció fue… su nombre.

      »Oí un débil suspiro y después mi corazón permaneció inmóvil, se detuvo como si le hubiera dado muerte un grito exultante y terrible, el grito del triunfo inconcebible y del dolor indescriptible. “Lo sabía…, ¡estaba segura!…”. Ella lo sabía. Estaba segura. La oí llorar; había ocultado su rostro entre las manos. Me parecía que la casa se iba a desplomar antes de que yo pudiera escapar, que el firmamento caería sobre mi cabeza. Pero no ocurrió nada. El firmamento no se viene abajo por semejante pequeñez. Me pregunto si se habría venido abajo si yo hubiera hecho a Kurtz la justicia que le era debida. ¿No había dicho él que únicamente quería justicia? Pero no pude. No pude decírselo. Hubiera sido demasiado oscuro…, todo demasiado oscuro…

      Marlow cesó de hablar y se sentó aparte, confuso y se movió silencioso, en la postura de un Buda meditando. Nadie se movió durante algún tiempo. Hemos perdido el comienza de “la marea”, dijo el director súbitamente. Levanté la cabeza. La desembocadura estaba bloqueada por un negro cúmulo de nubes, el apacible canalizo que conducía a los más remotos rincones de la tierra fluía sombrío bajo un cielo cubierto, parecía conducir hacia el corazón de una inmensa oscuridad.

      7

      A Edward Garnett

      Este relato sobre mis amigos del mar

      R

      Toda obra literaria que aspira, por humildemente que sea, a elevarse a la altura del arte debe justificar su existencia en cada línea. Y el arte mismo podría definirse como la tentativa de un espíritu individual para hacer justicia, lo mejor que se pueda, al universo visible, trayendo a luz la verdad diversa y una que entraña cada uno de sus aspectos. Es el esfuerzo para descubrir en sus formas, en sus colores, en su luz, en sus sombras, en los aspectos de la materia y los hechos de la vida misma, lo que le es fundamental, lo esencial y perdurable —su cualidad más evocadora y más convincente—, la verdad misma de su existencia. Así, el artista, al igual del pensador o el hombre de ciencia, busca la verdad, para sacarla a luz. Atraído por las entrañas ocultas del mundo visible, el pensador se adentra en la región de las ideas, el hombre de ciencia en el dominio de los hechos, de los que desprenden las verdades prácticas que convienen a esta azarosa empresa que es nuestra vida. Hablan autorizadamente a nuestro sentido común, a nuestra inteligencia, a nuestro deseo de paz o a nuestra inquietud, muchas veces a nuestros prejuicios, algunas a nuestras limitaciones, con frecuencia a nuestro egoísmo, y casi siempre a nuestra credulidad. Y se escuchan sus palabras con respeto, pues, al fin y al cabo, atañen a graves cuestiones, al cultivo de nuestro espíritu o la preservación de nuestro cuerpo, a la realización de nuestras ambiciones, a la perfección de nuestros medios y a la glorificación de nuestros éxitos.

      Por lo que atañe al artista, es cosa muy distinta.

      En presencia del mismo espectáculo enigmático, el artista se recoge en sí propio, y solitario en esta región de esfuerzo y de lucha íntima, descubre los términos de un mensaje dirigido a cualidades mucho menos evidentes en nosotros: a esa parte de nuestra naturaleza que, en las condiciones combativas de nuestra existencia, se esquiva fatalmente tras otras virtudes más resistentes y más rudas. Este mensaje es menos ruidoso, más profundo, menos preciso, más conmovedor y más fácil de olvidar. No obstante, su efecto dura siempre. La tornadiza sabiduría de las generaciones sucesivas hace que se abandonen las ideas, que se pongan en tela de juicio los hechos, que se destruyan las teorías. Pero el artista habla a esa parte íntima de nuestro ser que no depende de la sabiduría, a lo que es en nosotros un don y no una adquisición, siendo, por consiguiente, más duradero. Habla a nuestra capacidad de alegría y de admiración, dirígese al sentimiento del misterio que rodea nuestras vidas, a nuestro sentido de la piedad, de la belleza y del dolor, al sentimiento que nos vincula con toda la creación; y a la convicción sutil, pero invencible, de la solidaridad que une la soledad de innumerables corazones: a esa solidaridad en los sueños, en el placer, en la tristeza, en los anhelos, en las ilusiones, en la esperanza y el temor, que relaciona cada hombre con su prójimo y mancomuna toda la humanidad, los muertos con los vivos, y los vivos con aquellos que aún han de nacer.

      Tal encadenamiento de ideas, o más bien de sentimientos, es lo único que puede explicar, en cierta medida, la finalidad que se propone la tentativa llevada a cabo en la siguiente narración para presentar una aventura, tomada del oscuro existir de unos cuantos individuos pertenecientes a la muchedumbre de las gentes sencillas, ingenuas y sin voz. Pues si la creencia que acaba de confesarse revela una parte de verdad, es evidente que no hay lugar alguno de esplendor ni oscuro rincón sobre la tierra que no merezca, cuando menos, una mirada pasajera de admiración o de piedad.

      La intención puede, pues, justificar el mismo material de esta obra. Pero este prefacio, que no es sino la confesión de una