clamores de lamentación nacidos de sumas que variaban entre cinco anas y media rupia, y toda alma viviente embarcada en el puerto de Bombay comenzó a comprender que la nueva tripulación del Narcissus llegaba a bordo.
Gradualmente calmose el alboroto. Los botes no llegaban ya, chapoteando, en racimos de tres o cuatro a la vez, sino que abordaban uno a uno, entre un ahogado murmullo de reconvenciones bruscamente cortadas por un: «¡Ni un céntimo más! ¡Vete al diablo!», pronunciado por algún hombre que trepaba la escala tambaleándose: negra silueta de espalda gibosa por el gran saco que cargaba sobre sus hombros. En el interior del castillo de proa, los recién llegados, de pie, tambaleantes entre las cajas encordeladas y los atadijos de ropas de cama, trababan amistad con los antiguos, que, sentados en las dos filas de literas, examinaban a sus futuros camaradas con ojo critico pero amistoso. Las largas mechas de las dos lámparas del castillo de proa lanzaban un resplandor intenso; duros fieltros terrígenos se equilibraban en la parte posterior del cráneo o rodaban por la cubierta entre los cables de cadenas; blancos cuellos abiertos alargaban sus puntas almidonadas a lado y lado de rostros rojizos; brazos musculosos gesticulaban con las mangas de la camisa arremangadas; entre el zumbido constante de las voces sonaban estallidos de risa y roncas llamadas «¡Aquí, muchacho, coge esta litera!… Anda, prueba un poco… ¿Cuál fue tu último barco?… Lo conozco… Hace tres años, en Puget Sound… Te digo que esa litera hace agua… Venid acá; echadnos una mano para bornear este cofre… ¿No ha traído ninguno de vosotros una botella?… Dadnos un poco de tabaco… Le conocí; su patrón bebía hasta caerse muerto… ¡Era un rico tipo! Te lo digo yo: te has embarcado en un barco del demonio; con tal de sacar dinero, se les importa un bledo que echemos los bofes. ¡Me…!».
Un hombrecillo llamado Craik y apodado Belfast difamaba el barco con vehemencia, fantaseando por principio con el solo objeto de dar que pensar a los reclutas. Archie, sentado a horcajadas sobre su cofre, ocultas las rodillas, pasaba con regularidad su aguja a través de la tela blanca con que apañaba unos pantalones azules; hombres con chaquetas negras y cuellos duros se mezclaban con otros que tenían desnudos pies y brazos y llevaban camisas de color abiertas sobre sus velludos pechos; y unos a otros se empujaban en mitad del castillo de proa. El grupo oscilaba, se tambaleaba, daba vueltas sobre sí mismo con un movimiento de arrebatiña, entre una calina de humo de tabaco. Todos hablaban a la vez, lanzando un juramento a cada dos palabras. Un finlandés que llevaba una camisa amarilla con listas rosas, miraba al aire con ojo soñador desde debajo de una maraña de cabellos colgantes. Dos mozos gigantescos, con lisas caras de niños —dos escandinavos—, se ayudaban mutuamente a tender sus ropas de cama, sonriendo, mudos y plácidos, bajo la tormenta de imprecaciones vacías de sentido y de cólera. El viejo Singleton, decano de los marineros de a bordo, se mantenía apartado en la cubierta, justamente debajo de las lámparas, desnudo hasta la cintura, tatuado como un jefe caníbal en toda la superficie de su pecho poderoso y de sus enormes bíceps. Entre los diseños rojos y azules, su blanca piel lucía como el raso; reclinando su espalda desnuda contra el pie del bauprés, mantenía con el brazo estirado un libro ante su ancho rostro, curtido por el sol. Con sus gafas y su venerable barba blanca, parecía un docto patriarca salvaje, la encamación de una sabiduría bárbara que se mantenía serena entre el estruendo blasfematorio del mundo. Su lectura lo absorbía profundamente, y cuando volvía las páginas pasaba por sus rudas facciones una expresión de grave sorpresa. Leía Pelham . La popularidad de Bulwer Lytton entre la tripulación de los barcos que surcan los mares del Sur es un fenómeno maravilloso y extraño. ¿Qué ideas puede despertar su frase pulida y tan curiosamente insincera en los espíritus sencillos de los niños grandes que pueblan esos oscuros y vagabundos reductos de la tierra? ¿Qué sentido podían encontrar sus almas rudas y sin experiencia a la elegante verbosidad de su prosa? ¿Qué interés, qué olvido, qué alivio? ¡Misterio! ¿Acaso la fascinación de lo incomprensible? ¿Acaso el encanto de lo imposible? ¿O bien, estos seres que viven al margen de la vida, extraen de sus relatos la enigmática revelación de un mundo resplandeciente, situado más allá de la frontera de infamia y de inmundicia, más allá de ese cerco de fealdad y de hambres, de miseria y libertinaje que encierra por todas partes las aguas del incorruptible océano, y que es todo lo que ellos conocen de la vida, todo lo que ven de la tierra circundante esos prisioneros perpetuos del mar? ¡Misterio!
Singleton, que había navegado por los mares del Sur desde los doce años, que en los últimos cuarenta y cinco años no había vivido (como lo calculamos de acuerdo con sus documentos), más de cuarenta meses en tierra —el viejo Singleton que se jactaba, con la modesta tranquilidad de sus largos años bien colmados, de que generalmente desde el día en que desembarcaba de un barco hasta el día en que embarcaba en otro, rara vez se hallaba en estado de distinguir el día de la noche—, el viejo Singleton permanecía imperturbable entre el tumulto de voces y gritos, deletreando su Pelham laboriosamente y perdido en una absorción lo bastante profunda para parecerse a una hipnosis. Cada vez que volvía las páginas con sus enormes y ennegrecidas manos, los músculos de los sólidos brazos blancos, rodaban ligeramente bajo la piel lisa. Ocultos por el bigote blanco, sus labios, teñidos por el jugo de tabaco que goteaba sobre su larga barba, movíanse sin ruido. Sus ojos, legañosos, se clavaban en el libro a través del relucir de los negros cristales de sus gafas. Frente a él, a nivel de su rostro, el gato de a bordo permanecía sobre el tambor del cabrestante en una postura de quimera en cuclillas, guiñando sus verdes ojos en la contemplación de su viejo amigo. Parecía meditar un salto a las rodillas del viejo, pasando sobre la espalda encorvada del novato sentado a los pies de Singleton. El joven Charlie era delgado de cuerpo y largo de cuello. El saliente de sus vértebras formaba una a modo de cadena de montículos bajo su vieja camisa. Su rostro de pilluelo —rostro precoz, sagaz e irónico en que el profundo paréntesis de dos largas arrugas encerraba una boca delgada y grande—, casi tocaba sus huesudas rodillas. Se hallaba aprendiendo cómo hacer un nudo acollador con un cabo de cable viejo. Pequeñas gotas de sudor salpicaban su frente abombada; de vez en cuando resollaba fuertemente, mirando con el rabillo de sus movibles ojos al viejo marinero, indiferente al embrollado mozo que rezongaba sobre su labor.
La algarabía aumentó. En la atmósfera caliente y pesada del castillo de proa, el pequeño Belfast parecía hervir de graciosa cólera. Sus ojos danzaban; en lo rojo de su rostro, cómico como una máscara, su boca bostezaba negra, en una mueca extraña. Frente a él, un hombre a medio vestir se cogía los lomos y, con la cabeza echada hacia atrás, reía, con las pestañas húmedas. Otros abrían atónitos los ojos. Doblados en dos, sentados en las literas superiores, fumaban otros en cortas pipas, balanceando sus pies desnudos y morenos sobre las cabezas de los que, abajo, tirados sobre los cofres, escuchaban con sonrisas de ingenuidad o desprecio. En los blancos bordes de las literas aparecían cabezas de ojos pestañeantes; pero la línea de los cuerpos se perdía en la oscuridad de aquellas cavidades, semejantes a estrechos nichos que se hubieran dispuesto para recibir ataúdes en un osario mal iluminado y encalado. Las voces zumbaron con fuerza mayor. Archie, apretados los labios, se encogió, pareció retirarse a un más estrecho espacio y continuó cosiendo, industrioso y mudo. Belfast chilló como un derviche inspirado:
«Entonces, muchachos, le dije, digo, con el debido respeto, le dije al segundo oficial de ese vapor: “Permítame que le diga, sir , que el ministro debía de estar ebrio el día en que le dio a usted su título”».
»“¿Qué estás diciendo, bribón?…”, me dijo, embistiéndome como un toro. Y yo que levanto mi cubo de brea y se lo vuelco todo sobre su maldita bonita cara y su bonito vestido blanco…
»“¡Toma esto!”, le dije. “¡Marinero soy al menos; no como tú, que no sirves para nada, patrón de mentirijillas, inútil, sucio puntal de pasarela! ¡Conmigo, con un hombre como yo tendrás que vértelas!”, le grité… Si hubieseis visto aquello, muchachos. ¡Ahogado, cegado por la brea! Entonces…».
—No lo creáis. Nunca ha echado brea a nadie. Yo estaba allí —gritó alguno.
Los dos noruegos, sentados uno al lado de otro en el mismo cofre, parecidos y plácidos, se asemejaban a una pareja de pericos sobre una misma estaca y abrían inocentemente sus redondos ojos; pero entre la explosión de gritos y el rodar de las risas, el finlandés permanecía inmóvil, inerte y desvaído como un sordo que careciese de espinazo. Cerca de él, Archie