se hacían fijos y fríos como el relucir del hielo. Más tarde, impulsado por el gusto del cambio, había navegado por los mares de las Indias. Mandaba el Narcissus desde que fuera construido. Amaba su barco y lo impulsaba sin tregua, poseído por una ambición secreta: hacerle realizar un día alguna brillante y rápida travesía que mencionaran las gacetas marítimas. Acompañaba de una sonrisa sardónica el nombre de su armador, hablaba raras veces a sus oficiales y reprobaba las faltas con una voz bonachona cuyas palabras herían en lo vivo. Sus cabellos, de un gris de acero, enmarcaban su rostro duro, color de cuero.
Todas las mañanas de su vida, a las seis, se afeitaba, salvo una vez en que, sorprendido por un huracán a ochenta millas al sudoeste de la Mauricia, había dejado de hacerlo durante tres días consecutivos. No temía nada, excepto un Dios sin misericordia, y deseaba concluir sus días en una casita, con un trozo de tierra en torno, campo adentro, desde donde no se viese el mar.
Él, gobernante de aquel mundo en miniatura, descendía rara vez de las olímpicas cimas de su toldilla. Más abajo, a sus pies, por así decirlo, los mortales comunes hacían sus negocios y sus vidas insignificantes. De extremo a extremo de la cubierta, gruñía mister Baker con un tono sanguinario e inofensivo, manteniendo a todo el mundo con la nariz pegada a su trabajo, ya que, como él mismo lo observara alguna vez, para eso se le pagaba. Los hombres que trabajaban sobre cubierta tenían un aspecto sano y contento, como la mayoría de los marineros en cuanto se encuentran en alta mar. La verdadera paz de Dios comienza en no importa qué parte situada a cien leguas de la tierra más próxima y cuando Él envía allí los mensajes de Su poder, no lo hace en Su cólera terrible contra el crimen, la presunción o la locura, sino paternalmente, a fin de atraer a Él los corazones sencillos, los corazones ignorantes que no saben nada de la vida y no laten turbados por la envidia ante la alegría o los bienes del prójimo.
Por la noche, los despejados puentes adquirían un aspecto sosegado que hacía pensar en el otoño terrestre. El sol descendía al abismo de su reposo envuelto en un manto de cálidas nubes. En la proa, sentados sobre los cabos de las berlingas de recambio, el contramaestre y el carpintero pasaban el tiempo, cruzados los brazos, cordiales los rostros, potentes y de profundo pecho. Muy cerca, el velero, rechoncho y bajito, habiendo navegado en la Marina Británica, relataba entre dos chupadas a la pipa increíbles historias sobre diversos almirantes. Algunas parejas marchaban de lado a lado, guardando el paso y el equilibrio sin esfuerzo a pesar de lo estrecho del espacio. Los cerdos gruñían en su jaulón. Belfast, soñador, apoyado el codo en las barras del cabrestante, comunicaba con ellos a través del silencio de su meditación. Mozos con las camisas ampliamente abiertas sobre los curtidos pechos sentábanse en las bitas de amarrar y los peldaños de las escalas del castillo de proa. Al pie del mástil de mesana, un pequeño círculo discutía los rasgos característicos que distinguen a un gentleman . Una voz dijo: «El dinero es el que lo hace». Otro sostuvo: «No, es su manera de hablar». Knowles, el cojo, aproximó renqueando su sucia humanidad —gozaba fama de ser el peor lavado de la tripulación—, y mostrando en una sonrisa astuta unos cuantos dientes amarillos, explicó finamente que él había «visto sus pantalones». La parte correspondiente a las posaderas, había observado él, se hallaba reducida al espesor de una hoja de papel a fuerza de usarse bajo sus dueños sobre las sillas de las oficinas, lo que no impedía que, al verlos, el paño pareciese de primera y durante años. Todo era apariencia.
—Es condenadamente fácil —decía— ser un gentleman cuando se tiene un empleo limpio de por vida.
Disputaban interminablemente, obstinados y pueriles; gritaban sus asombrosas argucias, congestionados los rostros, en tanto que la blanda brisa desbordando de la enorme cavidad del trinquete hinchado sobre sus cabezas, revolvía sus desordenados cabellos con un soplo fugitivo y ligero como una indulgente caricia.
Olvidaban su faena, se olvidaban de sí mismos. El cocinero se aproximó para escuchar y se quedó allí, resplandeciente de la íntima iluminación de su fe, como un santo infatuado y deslumbrado siempre por su corona prometida. Donkin, solitario y rumiando sus agravios en el extremo del castillo de proa, se aproximó un poco más para coger el hilo de la discusión que proseguía abajo; volvió su faz amarillenta hacia el mar y sus delgadas narices palpitaron husmeando la brisa mientras se recostaba negligentemente sobre la batayola. En la luz dorada, brillaban los rostros apasionados por el debate, resplandecían los dientes, lanzaban relámpagos los ojos. Los paseantes se detenían de dos en dos, sonriendo de pronto burlonamente; un hombre, inclinado sobre una cuba de colada, se enderezó, fascinado, cubiertos los brazos, mojados de espuma de jabón. Hasta los tres oficiales subalternos escuchaban, sólidamente recostados sobre la espalda, con sonrisas de superioridad. Belfast dejó de rascar la oreja de su cerdo favorito y, con la boca abierta y el ojo impaciente, acechó la ocasión de meter baza. Levantaba los brazos, contrariado. Desde lejos, Charley lanzó su guante a la palestra:
— Sé más de los gentlemen que ninguno de vosotros. Tuve mucha intimidad con ellos… Les limpiaba las botas.
El cocinero, que alargaba el cuello para oír mejor, se escandalizó.
—Ten la lengua cuando hablan tus mayores, tú, pagano, mozuelo descarado.
—Está bien, viejo Aleluya, no te enfades —respondió Charley.
Una opinión del sucio Knowles, emitida con un aire de sobrenatural astucia, despertó un murmullo risueño que corrió, creció como una ola y desbordó de pronto formidablemente. Zapateaban con ambos pies, volvían al cielo sus rostros regocijados; algunos, incapaces de hablar, se daban palmadas en los muslos, en tanto que uno o dos, doblados por la cintura, se ahogaban sosteniéndose el cuerpo con los brazos como en un acceso de dolor. El carpintero y el contramaestre conservaban la misma actitud, sacudidos por una risa enorme; el velero, grávido de una anécdota a propósito de un comodoro, avanzaba un belfo de enfado; el cocinero se limpiaba los ojos con un trapo grasiento, y la sorpresa de su propio éxito dilataba una lenta sonrisa sobre el rostro del cojo, de pie en medio de ellos.
De repente, el rostro de Donkin, que apoyaba sus altos hombros contra el andarivel, se tornó grave. Algo semejante a una ronca carraca se oía tras de la puerta del castillo de proa. El ruido se convirtió en un murmullo y terminó en la queja de un suspiro. El lavador hundió bruscamente sus brazos en la cuba; el cocinero pareció más abatido que un estafador descubierto; el contramaestre levantó los hombros inquietamente; el carpintero, levantándose de un salto, se alejó, en tanto que el velero parecía sacrificar en su fuero interno su anécdota y comenzaba a chupar su pipa con una determinación sombría. En las tinieblas de la puerta entreabierta brillaron un par de ojos, blancos, grandes, fijos en su mirar. Luego, apareció la cabeza de James Wait en relieve, como suspendida entre las dos manos que se agarraban a la puerta a uno y otro lado del rostro. El pompón de su gorra de lana azul, caído hacia delante, danzaba alegremente sobre su ceja izquierda. Salió con un paso incierto. Vigoroso de aspecto como antes, mostraba en su continente una extraña y afectada falta de seguridad; su rostro había enflaquecido un poco y los ojos sorprendían en un principio por su prominencia. Hubiérase dicho que su sola presencia apresuraba la retirada de la luz declinante; el sol poniente se hundió súbitamente, como si huyese ante nuestro negro; una sombría influencia emanaba de él, un no sé qué lúgubre y helado que se exhalaba y ponía sobre todos los rostros una especie de velo enlutado. El círculo se rompió. La risa expiró sobre los ateridos labios. No quedó ni una sola sonrisa en toda la tripulación del barco. No se pronunció una palabra. Algunos dieron media vuelta con simulada indiferencia; otros, vuelta la cabeza, lanzaban a pesar de ellos miradas oblicuas, más semejantes a criminales conscientes de su culpa que a gentes honradas turbadas por una duda. Sólo dos o tres no esquivaron las miradas de James Wait, al que contemplaban estúpidamente, boquiabiertos. Todos esperaban que hablase y al mismo tiempo parecían saber de antemano lo que iba a decir. El negro apoyó su espalda en el montante de la puerta y sus pesados ojos recorrieron nuestro grupo con una mirada envolvente, dominadora y apenada, como de un tirano enfermo domeñando a una turba de esclavos abyectos pero poco seguros.
Nadie se movió de allí. Esperaban, fascinados por el temor mismo. Irónicamente, boqueando entre las palabras, dijo:
—Gracias… camaradas… Sois amables… y… nada bulliciosos…