Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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A decir verdad, parecía un poco sorprendido. Se enderezó con una rapidez y una facilidad increíbles.

      —¡Ah!, me encontráis mal, ¿verdad? —dijo lúgubremente, con su más clara voz de barítono (oyéndole hablar algunas veces se hubiera jurado que aquel hombre no tenía absolutamente nada)—, ¿verdad? Pues bien, obrad entonces como es debido. ¡Y decir que hay entre vosotros hombres que no son bastante listos para tender bien una manta sobre un enfermo! No vale la pena. Reventaré de cualquier modo.

      Belfast se apartó dulcemente con un gesto de desaliento. En el silencio del castillo, lleno de espectadores atentos, pronunció Donkin claramente:

      —Bien, bien —y rió sarcástico.

      Wait lo miró. Lo miró de una manera sosegadamente amistosa. Nadie podía prever lo que complacería a nuestro incomprensible enfermo. Pero el sarcasmo de aquella risa nos hirió a todos.

      La posición de Donkin en el castillo de proa era distinguida pero incierta, siendo eminente tan sólo por la antipatía general que inspiraba. Se le esquivaba, y su aislamiento concentraba sus pensamientos sobre las tormentas del cabo de Buena Esperanza y la envidia de los abrigados trajes e impermeables de que estábamos provistos. Nuestras botas, nuestros sombreros impermeables, nuestros bien surtidos cofres, eran para él otros tantos motivos de amarga meditación: no poseía ninguna de aquellas cosas y sentía instintivamente que, en caso de necesidad, nadie se las ofrecería. Descaradamente servil para con nosotros, se mostraba, por sistema, insolente con los oficiales. Descontaba para sí los mejores resultados de esta línea de conducta y se equivocaba completamente. Tales naturalezas olvidan que, en caso de extrema provocación, los hombres son justos, quiéranlo o no. La insolencia de Donkin con el bonachón mister Baker se nos hizo intolerable a la larga y nos regocijamos la noche, una noche sin luna, en que el piloto resolvió domarlo de una vez. Hízose todo limpiamente, con gran decencia y decoro y con muy poco ruido. Acababan de llamamos, poco antes de medianoche, para orientar las vergas, y Donkin, según su costumbre, expresó observaciones injuriosas. En tanto que, mal despiertos todavía, nos manteníamos en fila, con el brazo de mesana en las manos, esperando la próxima orden, salió de la sombra un ruido de golpes, de arrastrar pies, una exclamación de sorpresa, nuevo ruido de puñetazos y bofetadas, de palabras ahogadas que murmuraban: «¡Ah!, ¿quieres…?». «¡Deteneos…! ¡Deteneos…!». «Entonces, marcha…». «¡Oh!, ¡oh…!». Oyóse después una serie de choques blandos mezclados a tintineo de hierros, como la caída de un cuerpo que rodase entre las bielas de la bomba mayor. Antes de que nos enterásemos de lo que sucedía, la voz de mister Baker se dejó oír muy próxima con un tono de ligera impaciencia:

      —¡Vosotros, a halar! ¡Colchad ese cabo!

      Y nosotros colchábamos el cabo con la mayor celeridad. Como si no hubiese pasado nada, el piloto continuaba orientando las vergas con su habitual y desesperante minucia. Por el momento, no había huellas siquiera de Donkin y ninguno prestaba atención a su ausencia. Si lo hubiese arrojado el piloto por la borda nadie hubiera dicho siquiera: «¡Toma, se ha ido!». En suma, y a pesar de que el incidente le había costado a Donkin uno de sus dientes delanteros, el daño no fue grande. A la mañana siguiente nos dimos cuenta del destrozo y guardamos un silencio ceremonioso: la etiqueta del castillo nos mandaba permanecer ciegos y mudos en semejante ocurrencia y velábamos más celosamente por las conveniencias de nuestra sociedad que lo hubieran hecho los hombres de tierra. Charley, con una falta imperdonable de savoir vivre, exclamó:

      —¿Se ha ido a ver al dentista, eh? ¿Hace daño?

      Una palmada en la oreja, suministrada por su mejor amigo, fue la respuesta. El muchacho, sorprendido, permaneció no menos de tres horas apesadumbrado. Nosotros sufrimos por él, pero la juventud exige más disciplina aún que la edad madura. Donkin sonrió venenosamente. Desde aquel día fue implacable; decía a Jimmy que era un «timador negro», dándonos a entender que nos tenía por un hato de imbéciles, víctimas cotidianas de un vulgar negro. ¡Y Jimmy parecía apreciar a aquel individuo!

      Singleton vivía ajeno a las emociones humanas. Taciturno y grave, respiraba en medio de nosotros, única semejanza que lo unía al resto de los hombres. Nosotros procurábamos conducimos como chicos decentes y encontrábamos difícil realizarlo; indecisos entre el deseo de ser virtuosos y el temor al ridículo, queríamos ahorramos las angustias del remordimiento, pero en cuanto a pasar por víctimas de nuestros buenos sentimientos, era un papel despreciable que nos negábamos a representar. La detestable cómplice de Jimmy parecía haber insuflado con su aliento impuro desconocidas sutilezas en nuestros corazones. Estábamos turbados y acobardados. Lo sabíamos. Singleton parecía no saber nada, no comprender nada. Hasta entonces le habíamos creído tan sabio como parecía; a veces sospechábamos que sólo era idiota senil. Un día, sin embargo, a la hora de la comida, hallándonos sentados en nuestros cofres y en torno de un plato de estaño colocado sobre cubierta, en medio del círculo de nuestros pies, Jimmy expresó su repugnancia por los hombres y las cosas en términos particularmente asquerosos. Singleton levantó la cabeza. Nosotros callamos. El viejo, dirigiéndose a Jimmy, preguntó:

      —¿Estás moribundo?

      Así interpelado. James Wait pareció horriblemente sorprendido y confuso. Todos nosotros nos sobresaltamos. Las bocas permanecieron abiertas, los corazones palpitaron, parpadearon los ojos; un tenedor de hierro escapado de una mano temblorosa, resonó contra el fondo del plato; un marinero se levantó como para salir y se quedó en pie, inmóvil. En menos de un minuto, Jimmy se recobró.

      —¡Cómo! ¿Por qué? ¿No lo ves acaso? —respondió con voz insegura.

      Singleton se quitó de los labios un trozo de galleta mojada («mis dientes —decía— ya no tienen el filo de antes»), y dijo con venerable mansedumbre:

      —Bien, entiéndete tú con tu muerte y no nos mezcles para nada en ella, pues en tal trance no podemos ayudarte.

      Jimmy se dejó caer de espaldas sobre su litera y permaneció largo tiempo inmóvil, sin otro ademán que el necesario para limpiarse el sudor de la barbilla. Los platos fueron despachados rápidamente. Sobre cubierta se comentó el incidente en voz baja. Algunos mostraban su alborozo con risas sofocadas. Muchos parecían graves. Wamibo, después de prolongados períodos de ensoñación, ensayaba sonrisas abortadas; y uno de los jóvenes escandinavos, atormentado por la duda, se atrevió, durante la segunda guardia de cuartillo, a abordar a Singleton —el viejo no nos animaba mucho a dirigirle la palabra— y a preguntarle neciamente:

      —¿Cree usted que morirá?

      Singleton levantó la cabeza.

      —Naturalmente que morirá —dijo, de un modo concluyente.

      Eso pareció decisivo. El que había consultado el oráculo, se apresuró a comunicar a los demás su respuesta. Tímido y diligente se acercaba a cada cual y recitaba su fórmula esquivando los ojos:

      —El viejo Singleton dice que morirá.

      ¡Era un alivio! Por fin sabíamos que nuestra compasión no caía en mal terreno; de nuevo podíamos sonreír sin recelo. Pero no contábamos con Donkin, con Donkin, que no se dejaba imponer por esos «cochinos extranjeros» y que respondió a las palabras del escandinavo con voz maligna:

      —¡También tú reventarás, cabezota! ¡Así reventaseis todos los de vuestra tierra, antes de venir a llevaros nuestro dinero a vuestro país de hambrones!

      Quedamos consternados. Después de todo, era preciso convenir en que la respuesta de Singleton no significaba nada. Y comenzamos a odiarlo por haberse burlado de nosotros. Todas nuestras certidumbres Saqueaban: nuestras relaciones con los oficiales se hacían más tirantes cada día; el cocinero, cansado de luchar, nos abandonaba a nuestra perdición; habíamos oído al contramaestre opinar que éramos «un hato de flojos». Sospechábamos tan pronto de Jimmy como de todos los demás, y aun de uno mismo. No sabíamos qué hacer. A cada insignificante recodo de nuestra vida humilde, surgía Jimmy, altivo y cerrando el paso, del brazo de su compañera, horrible y velada. Era una servidumbre sobrenatural.

      Tal estado de cosas había