de ideas. No se le ocultaba, sin embargo, que si bien su hija ganaba así en estímulo intelectual, se alejaba, en cambio, del ideal que nos complace ver realizado en una muchacha. Bromeando la calificaba de «atrevida y discutidora», la prevenía contra su decidida seguridad en sus juicios y contra su inclinación a decirle a todo el mundo las verdades, sin consideración alguna, y le predecía que había de serle difícil encontrar marido. En realidad, se hallaba la muchacha muy poco conforme con su sexo, abrigaba ambiciosos proyectos, quería estudiar una disciplina científica o llegar a dominar el arte musical, y se rebelaba contra la idea de tener que sacrificar en el matrimonio sus inclinaciones y su libertad de juicio. Entre tanto, vivía orgullosa de su padre y de la posición social de su familia y cuidaba celosamente de todo lo que con estas circunstancias se relacionase. Pero el cariñoso desinterés con el que se posponía a su madre o a sus hermanas cuando llegaba la ocasión, compensaba para los padres las otras facetas, más duras, de su carácter.
Al llegar las hermanas a la adolescencia se trasladó la familia a la ciudad, donde Isabel gozó durante algún tiempo de una vida serena y sin preocupaciones. Pero luego vino la desgracia, que destruyó la felicidad de aquel hogar. El padre les había ocultado, o había ignorado hasta entonces, una afección cardíaca que padecía, y una tarde le trajeron a casa desvanecido a consecuencia de un ataque. A partir de este día, y durante año y medio de enfermedad, no se apartó Isabel de la cabecera del lecho paterno, durmiendo en la misma habitación que el enfermo, levantándose de noche para atenderle, asistiéndole con inmenso cariño y esforzándose en aparecer serena y alegre ante él, que, por su parte, llevó su padecimiento con tranquila resignación. En esta época debió de iniciar su propia enfermedad, pues recordaba que en los últimos meses de su padre ya tuvo ella que guardar cama un par de días a causa de dolores en la pierna derecha. Pero la paciente afirmaba que dichos dolores habían pasado pronto y no habían llegado a preocuparle, ni siquiera a atraer su atención. En realidad, fue dos años después de la muerte de su padre cuando comenzó a sentirse enferma y a no poder andar sin experimentar grandes dolores.
El vacío que la muerte del padre dejó en aquella familia, compuesta de cuatro mujeres; el aislamiento social en que quedaron al cesar con la desgracia multitud de relaciones prometedoras de serenas alegrías y la agravación del enfermizo estado de la madre, todas estas circunstancias entristecieron el ánimo de nuestra paciente, pero al mismo tiempo despertaron en ella el deseo de que los suyos hallaran pronto una sustitución de la felicidad perdida y la hicieron concentrar en su madre todo sucariño y todos sus cuidados.
Al terminar el año de luto se casó la hermana mayor con un hombre muy inteligente y activo, que ocupaba ya una elevada posición y parecía destinado, por sus grandes dotes intelectuales, a un brillante porvenir, pero que ya en sus primeros contactos con la familia mostró una susceptibilidad patológica y una tenacidad egoísta en la defensa de sus menores caprichos, siendo el primero que en aquel círculo familiar se atrevió a prescindir de las consideraciones de que se rodeaba a la madre. Esto era ya más de lo que Isabel podía resistir y se sintió llamada a combatir con su cuñado siempre que éste le ofrecía ocasión para ello, mientras que las demás hermanas y la madre no daban importancia a los arrebatos de su irritable temperamento. Para la sujeto constituyó un amargo desengaño ver que la reconstrucción de la antigua felicidad de la familia recibía aquel golpe, y no podía perdonar a su hermana casada la neutralidad absoluta que se esforzaba en conservar. De este modo se había fijado en la memoria de Isabel toda una serie de escenas a las que se enlazaban reproches no expresados en parte contra su cuñado. El más grave de ellos era el de haberse trasladado, por conveniencias personales, con su mujer e hijas, a una lejana ciudad de Austria, contribuyendo así a aumentar la soledad de la madre. En esta ocasión vio claramente Isabel su impotencia para procurar a la madre una sustitución de su antigua felicidad familiar y la imposibilidad de realizar el plan que había formado al morir su padre.
El casamiento de la segunda hermana pareció más prometedor para el porvenir de la familia, pues este segundo cuñado, aunque menos dotado intelectualmente que el primero era de espíritu más delicado y semejante al de aquellas mujeres educadas en la observación de todas las consideraciones. Su conducta reconcilió a Isabel con la institución del matrimonio y con la idea del sacrificio a ella enlazado. El nuevo matrimonio permaneció al lado de la madre, y cuando tuvo un hijo, lo hizo Isabel su favorito. Desgraciadamente, el año del nacimiento de este niño trajo consigo una grave perturbación. La enfermedad que la madre padecía en la vista la obligó a permanecer durante varias semanas en una absoluta oscuridad, e Isabel no se separó de ella un solo momento. Por último, se hizo necesaria una delicada intervención quirúrgica, y la agitación que en la familia produjo este acontecimiento coincidió con los preparativos de marcha del primer cuñado. Realizada la operación con éxito felicísimo, las tres familias se reunieron en una estación veraniega, e Isabel, agotada por las preocupaciones de los últimos meses, hubiera debido reponerse en esta temporada de tranquilidad, primera que pasaba la familia sin penas ni temores desde la muerte del padre.
Pero precisamente en este tiempo fue cuando sintió la sujeto por vez primera dolores en las piernas y dificultad para andar. Los dolores, que habían ido inclinándose débilmente, presentaron por vez primera gran intensidad después de un baño caliente que tomó en la casa de baños de la pequeña estación termal donde se hallaba veraneando. Habiendo hecho días antes una excursión algo fatigosa, la familia atribuyó a esta circunstancia los dolores de Isabel, opinando que ésta se había cansado con exceso, primero, yenfriado, después.
A partir de este momento fue Isabel la enferma de la familia. Los médicos le aconsejaron que aprovechara el resto del verano para una cura de aguas en el balneario de Gastein, y se trasladó a él acompañada por su madre. Pero ya en estos días había surgido un nuevo motivo de preocupación. La segunda hermana se hallaba encinta y su estado no era nada satisfactorio: tanto, que Isabel vaciló mucho antes de decidirse a emprender el viaje a Gastein. Cuando apenas llevaban dos semanas en este balneario, fueron reclamadas con urgencia al lado de la enferma que había empeorado de repente.
Fue éste un terrible viaje, en el que a los dolores de Isabel se mezclaron los más tristes temores, desgraciadamente confirmados luego, pues al llegar al punto de destino hallaron que la muerte se les había adelantado. La hermana había sucumbido a una enfermedad del corazón, agravada por el embarazo.
El triste suceso hizo surgir en la familia la idea de que la enfermedad cardíaca constituía una herencia legada por el padre, y recordó a todos que la muerta había padecido de niña un ataque de corea con ligeros trastornos del corazón, llevándolos esto a reprocharse y a reprochar al médico haber consentido el matrimonio, y al infortunado viudo, haber puesto en peligro la salud de la enferma con dos embarazos consecutivos, sin intervalo casi. A partir de esta época no pudo Isabel apartar de su pensamiento la triste impresión de que una vez que, por raro azar reunía un matrimonio todas las condiciones necesarias para ser feliz, hubiera tenido su felicidad un tal fin. Además veía nuevamente destruido todo lo que para su madre había ansiado. El viudo, al que nada lograba consolar, se retrajo de la familia de su mujer, cuyo contacto avivaba su dolor, circunstancia que aprovechó su propia familia, de la cual se había alejado durante su feliz matrimonio, para atraerle de nuevo. De todos modos hubiera sido imposible mantenerla anterior cohesión familiar, pues el viudo no podía continuar viviendo con la madre, a causa de la presencia de Isabel, soltera todavía. Pero sí hubiera podido confiarles su hijo, y al negarse a ello les dio por vez primera ocasión para acusarle de dureza. Por último -y no fue esto lo menos doloroso-, tuvo Isabel oscura noticia de un disgusto entre sus dos cuñados, disgusto cuyos motivos no podía sino sospechar. Parecía que el viudo había planteado exigencias de carácter económico, que el otro cuñado juzgaba inadmisibles e incluso calificaba duramente.
Esta era, pues, la historia de los padecimientos de nuestro sujeto, muchacha ambiciosa y necesitada de cariño. Descontenta de su destino, amargada por el fracaso de todos sus pequeños planes para reconstruir el brillo de su hogar, separada por la muerte, la distancia o la indiferencia de las personas queridas y sin inclinación a buscar un refugio en el amor de un hombre, hacía ya año y medio que vivía alejada de todo trato social y dedicada al cuidado de su madre y de sus propios sufrimientos cuando yo la conocí.
Si olvidamos otros dolores