Sigmund Freud

Sigmund Freud: Obras Completas


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poco intervalo al primero, y la hermana sabía que a ello se debía su enfermedad, pero la aceptaba gustosa por venir de su marido. Cuando Isabel invitó a su cuñado a acompañarla al paseo con el cual hubieron de relacionarse tan íntimamente sus dolores, no quería aquél acceder al principio a ello, prefiriendo quedarse acompañando a su mujer; pero ésta le hizo cambiar de propósito para complacer a su hermana. Isabel paseó pues, durante toda la tarde con su cuñado, y tan de acuerdo se sintió con él en los diversos temas de su diálogo que experimentó con mayor intensidad que nunca el deseo de hallar para sí un hombre que se le pareciese. Días después fue cuando subió a la colina que había constituido el paseo favorito del feliz matrimonio, y sentada en un banco de piedra se perdió en el ensueño de haber hallado una felicidad conyugal semejante a la de su hermana y ser amada por un hombre tan grato a su corazón como su cuñado. Al levantarse sintió dolores en las piernas, que desaparecieron a poco; pero aquella misma tarde, después del baño, surgieron de nuevo, y ya definitivamente. Habiendo tratado de investigar qué pensamientos ocuparon su imaginación mientras se bañaba, no pude obtener sino que la proximidad de la casa de baños al departamento ocupado por sus hermanas durante su estancia en el balneario le había llevado a recordarlas.

      El problema se iba resolviendo claramente ante mis ojos. La enferma, sumida en gratos y al par dolorosos recuerdos, continuaba la reproducción de sus reminiscencias, sin parecer darse cuenta de la conclusión que las mismas iban imponiendo. Sucesivamente fueron emergiendo de nuevo los días pasados en Gastein, las preocupaciones que fueron despertando las cartas de su hermana, la noticia de que su enfermedad llegaba a inspirar serios temores, la angustiosa espera hasta la salida del tren, el viaje, la temerosa incertidumbre y la noche de insomnio, momentos todos acompañados de un acrecentamiento de sus dolores. Preguntada si durante el viaje había imaginado la triste posibilidad que luego halló confirmada, me respondió que se había esforzado en eludir tal idea, pero que su madre temió desde un principio lo peor. A continuación rememoró su llegada a Viena, la impresión que les causó la actitud de los parientes que acudieron a recibirlas, el corto viaje desde Viena a la pequeña localidad donde se hallaba por entonces el matrimonio, la llegada ya atardecido, la rápida y angustiada marcha a través del jardín hasta la puerta de la casa y la tétrica oscuridad que en ella reinaba. Llegadas por fin, a la habitación de la hermana y ante su lecho comprobaron la triste realidad, y en este momento, que imponía a Isabel la terrible certidumbre de que su hermana había muerto sin tener el consuelo de su compañía ni recibir sus últimos cuidados; en este mismo momento cruzó por su imaginación, como un rayo a través de la tempestuosa oscuridad, un pensamiento de distinta naturaleza: «Ahora ya está él libre y puede hacerme su mujer.»

      Todo quedaba así aclarado y ricamente recompensada la penosa tarea del analista. Ante mis ojos tomaban ahora cuerpo con toda precisión las ideas de la «defensa» contra una representación intolerable de la génesis de síntomas histéricos por conversión de la excitación psíquica en fenómenos somáticos y de la formación de un grupo psíquico separado por aquella misma volición que impone la defensa. Tal era, exactamente, lo que en este caso había sucedido. La muchacha había hecho merced a su cuñado de una tierna inclinación, contra cuyo acceso a la consciencia se rebelaba todo su ser moral. Para lograr ahorrarse la dolorosa certidumbre de amar al marido de su hermana creó en su lugar un sufrimiento físico, naciendo sus dolores como resultado de una conversión de lo psíquico en somático, en aquellos momentos en los que dicha certidumbre amenazaba imponérsele (en el paseo con su cuñado, en la ensoñación sobre la colina, en el baño y ante el lecho mortuorio de su hermana). Al acudir a mi consulta había llevado ya a cabo totalmente la separación del grupo de representaciones correspondientes a dicho amor, de su psiquismo consciente, pues en caso contrario no hubiese aceptado someterse al tratamiento analítico. La resistencia que opuso repetidas veces a la reproducción de escenas de eficacia traumática correspondía realmente a la energía con la cual había sido expulsada de la asociación la representación intolerable.

      Mas, para el terapeuta se inició aquí un difícil período. El efecto de la nueva acogida de la representación reprimida fue terrible para la pobre joven. Al resumir yo la situación diciendosecamente: «Resulta, pues, que desde mucho tiempo atrás se hallaba usted enamorada de su cuñado», protestó indignada, sintiendo en el mismo instante violentísimos dolores y haciendo un último y desesperado esfuerzo para rechazar tal explicación de su caso. Aquello no podía ser verdad; si en algún momento hubiera abrigado tan perversos sentimientos, no se lo perdonaría jamás. No era difícil demostrarle que sus propias palabras no permitían interpretación ninguna distinta, pero aún pasaron muchos días antes que llegaran a hacer impresión en su ánimo mis consoladoras alegaciones de que nadie es responsable de sus sentimientos y que su conducta y la enfermedad contraída bajo el peso de tales circunstancias constituían un alto testimonio de su moralidad.

      En este punto del tratamiento había de buscar ya el alivio definitivo de la enferma por diversos caminos. Ante todo, tenía que procurarle ocasiones de «derivar por reacción» la excitación durante tanto tiempo acumulada. Con este propósito investigamos las primeras impresiones de su trato con el marido de su hermana, o sea, los comienzos de la amorosa inclinación relegada a lo inconsciente, descubriendo un considerable acervo de aquellos signos previos y presentimientos que tanta significación adquieren al ser revisados cuando la pasión que anunciaban se encuentra ya en pleno desarrollo. En su primera visita a la casa creyó el futuro cuñado que era Isabel la prometida que le destinaban y la saludó antes que a su hermana, mayor que ella, pero de menos apariencia. Una tarde mantenían tan animado diálogo y parecían comprenderse tan a maravilla, que la hermana los interrumpió con la siguiente sincera observación: «En realidad, tampoco vosotros dos os hubierais entendido mal.» Otra vez, hallándose ambas hermanas en una reunión en la que se ignoraba el noviazgo, recayó la conversación sobre el futuro cuñado de Isabel, y una de las señoras presentes manifestó haber advertido en la figura del joven cierto defecto, revelador de que siendo niño había padecido una enfermedad en los huesos. La novia oyó a la señora sin protesta alguna, y en cambio Isabel salió a defender, con un celo que luego le pareció inexplicable, la esbeltez del prometido de su hermana. Estas y otras reminiscencias análogas demostraron a Isabel que su tierna inclinación dormitaba en ella desde mucho tiempo atrás, quizá desde sus primeras conversaciones con el joven, habiéndose disimulado todo aquel tiempo bajo la máscara de un sentimiento puramente familiar.

      Esta «derivación por reacción» hizo gran bien a la paciente. Pero aún cabía favorecerla más, ocupándose de sus circunstancias actuales. Con este propósito tuve una entrevista con su madre, mujer comprensiva y de fina sensibilidad, si bien un tanto deprimida por sus desgracias familiares. Por ella supe que la acusación de indelicadeza en asuntos económicos, de la cual había hecho objeto al viudo su otro yerno, y que tan dolorosa había sido para Isabel, carecía de todo fundamento, y a ruego mío quedó en dar a su hija las explicaciones que sobre este punto habían de serle gratas y provechosas, facilitándole en lo sucesivo ocasiones en las que desahogar lo que sobre su ánimo pesaba, tal y como yo la había acostumbrado a hacerlo.

      Pasé luego a averiguar qué posibilidades de realizaciónpodían ofrecerse al deseo, ya consciente, de Isabel. Pero aquí tropezamos con circunstancias menos favorables. La madre dijo que desde mucho tiempo atrás había sospechado la inclinación de Isabel hacia su cuñado, aunque no imaginaba que dicha inclinación había surgido ya en vida de su otra hija. Todo aquel que los viera juntos -cosa que ahora sólo raras veces sucedía- tenía que observar en Isabel el deseo de agradar al viudo. Pero ni la madre ni los demás consejeros de la familia se sentían muy inclinados a concertar tal matrimonio. La salud del viudo, nunca muy robusta, había quedado aún más quebrantada por sus desgracias, y tampoco era seguro que se hubiese ya repuesto psíquicamente de la misma tanto como para aceptar sin repugnancia la idea de un nuevo matrimonio. Quizá fuera esta misma la razón que le mantenía retraído de ellas. Dada esta conducta por ambas partes, tenía que fracasar necesariamente la solución deseada por Isabel.

      Al día siguiente comuniqué a mi enferma todo lo que su madre me había dicho, y tuve la satisfacción de ver que el esclarecimiento de la conducta de su cuñado en la cuestión ya detallada le hacía mucho bien, suponiéndola además con energías suficientes para conllevar sin trastornos la incertidumbre de su porvenir. El verano, ya muy adelantado,