Sigmund Freud

Sigmund Freud: Obras Completas


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deseos, se levantó muy de mañana; subió, como otras veces lo había hecho en compañía de los ausentes, a una colina desde la cual se divisaba un espléndido panorama, y se sentó en un banco de piedra dispuesto en la cima, abstrayéndose en sus pensamientos. Se referían éstos de nuevo a su aislamiento y al destino de su familia, y en esta ocasión se confesó, por vez primera, su ardiente deseo de llegar a ser tan feliz como su hermana lo era. De esta meditación matinal regresó con fuertes dolores, y en la tarde de aquel día fue cuando tomó el baño después del cual aparecieron definitiva y permanentemente los dolores.

      Los dolores que la sujeto sufría al andar o estando sentada se aliviaban, al principio, cuando se acostaba. Sólo cuándo al recibir la noticia de haber enfermado la hermana hubo de salirpor la tarde de Gastein y pasó la noche tumbada en los asientos del vagón, atormentada simultáneamente por los más oscuros temores y por intensos dolores físicos, fue cuando se estableció el enlace del dolor con la posición yacente, hasta el punto de que durante algún tiempo sentía más dolores estando acostada que sentada o andando.

      De este modo había crecido primeramente, por oposición, el área dolorosa, ocupando cada nuevo trauma de eficacia patógena una nueva región de las piernas, y en segundo lugar, cada una de las escenas impresionantes había dejado tras de sí una huella, estableciendo una «carga» permanente y cada vez mayor de las diversas funciones de las piernas, o sea, una conexión de estas funciones con las sensaciones dolorosas. Mas, a parte de esto, era innegable que en el desarrollo de la astasia-abasia había intervenido aún un tercer mecanismo. Observando que la enferma cerraba el relato de toda una serie de sucesos con el lamento de haber sentido dolorosamente durante ella «lo sola que estaba» (stehen significa en alemán tanto «estar» como «estar en pie»), y que no se cansaba de repetir, al comunicar otra serie, referente a sus fracasadas tentativas de reconstruir la antigua felicidad familiar, que lo más doloroso para ella había sido el sentimiento de su «impotencia» y la sensación de que «no lograba avanzar un solo paso» en sus propósitos, no podíamos menos de conceder a sus reflexiones una intervención en el desarrollo de la abasia y suponer que había buscado directamente una expresión simbólica de sus pensamientos dolorosos, hallándola en la intensificación de sus padecimientos. Ya en nuestra «comunicación preliminar» hemos afirmado que un tal simbolismo puede dar origen a síntomas somáticos de la histeria, y en la epicrisis de este caso expondremos algunos ejemplos que así lo demuestran, sin dejar lugar ninguno a dudas. En el caso de Isabel de R. no aparecía en primer término el mecanismo psíquico del simbolismo; pero aunque no podía decirse que hubiera creado la abasia, sí habíamos de afirmar que dicha perturbación preexistente había experimentado por tal camino una importantísima intensificación. De este modo, en el estado en que yo la encontré, no constituía tan sólo dicha abasia una parálisis asociativa psíquica de las funciones, sino también una parálisis funcional simbólica.

      Antes de continuar la historia de mi paciente quiero decir aún algunas palabras sobre su conducta durante este segundo período de tratamiento. En todo este análisis me serví del procedimiento de evocar en la enferma imágenes y ocurrencias, imponiendo mis manos sobre su frente; o sea, de un método imposible de utilizar si no se cuenta con la completa colaboración y la atención voluntaria del sujeto. La paciente se condujo a maravilla en este sentido durante algunos períodos, en los cuales resultaba sorprendente la prontitud con que surgían, cronológicamente ordenadas, las escenas correspondientes a un tema determinado. Parecía como si leyese en un libro de estampas cuyas páginas fueran pasando ante sus ojos. Otras veces parecían existir obstáculos cuya naturaleza no sospechaba yo siquiera por entonces. Al ejercer presión sobre su frente, afirmaba en estos casos que no se le ocurriría nada, sin que la repetición de la maniobra produjese mejores resultados. Las primeras veces quetropecé con esta dificultad me dejé llevar por ella a interrumpir mi labor, pensando que el día era desfavorable. Pero ciertas observaciones me hicieron variar de conducta. Primeramente comprobé que tales fracasos del método no tenían efecto sino cuando había encontrado a Isabel alegre y exenta de dolores, nunca cuando se hallaba en un mal día, y en segundo lugar, que muchas veces, cuando declaraba no ver ni recordar nada, lo hacía después de una larga pausa, durante la cual su expresión meditativa me revelaba que en su interior se estaba desarrollando un proceso psíquico. Así, pues, me decidí a admitir que el método no fallaba nunca, y que Isabel evocaba siempre, bajo la presión de mis manos, un recuerdo o una imagen, pero que en no todas las ocasiones se hallaba dispuesta a comunicármelos, tratando, por el contrario, de reprimir nuevamente lo evocado. Esta conducta negativa podía atribuirse a dos motivos; esto es, a que la sujeto ejercía sobre la ocurrencia una crítica indebida, encontrándola carente de toda significación e importancia o sin relación alguna con la pregunta correspondiente, o a que se trataba de algo que le era desagradable comunicar. De este modo, procedí como si me hallara totalmente convencido de la seguridad de mi técnica, y cuando la paciente afirmaba que nada se le ocurriría, le aseguraba que ello no era posible. La ocurrencia no podía haber faltado; ahora bien: o ella no había concentrado suficientemente su atención, y entonces tendríamos que repetir el experimento, o había juzgado que la ocurrencia no tenía relación con el tema tratado. En este último caso debía tener en cuenta que estaba obligada a conservar una absoluta objetividad y a comunicarme todo aquello que surgiera en su imaginación, tuviese o no relación, a su juicio, con el tema planteado. Además, yo sabía perfectamente que se le había ocurrido algo, pero que me lo ocultaba, debiendo tener presente que mientras que ocultase algo no se vería nunca libre de sus dolores. Por este medio conseguí que el método no fallase realmente nunca, viendo así confirmada mi hipótesis y extrayendo de este análisis una absoluta confianza en mi técnica. Muchas veces sucedía que no habiéndome comunicado la paciente ocurrencia ninguna hasta después de imponer por tercera vez mis manos sobre su frente, añadía: «Esto mismo se lo hubiera podido decir ya la primera vez.» «¿Y por qué no me lo dijo usted?» «Porque creía que no tenía nada que ver con lo que me preguntaba», «Porque me figuré que podía callarlo, pero luego ha vuelto a ocurrírseme las otras dos veces.» Durante esta penosa labor comencé a atribuir a la resistencia que la enferma mostraba en la reproducción de sus recuerdos una más profunda significación y anotar cuidadosamente todas las ocasiones en las que dicha resistencia se presentaba.

      En este punto comenzó el tercer período de nuestro tratamiento. La enferma se sentía mejor, más aliviada psíquicamente y más capaz de rendimiento, pero los dolores reaparecían de cuando en cuando con toda su antigua intensidad. Este imperfecto resultado terapéutico correspondía a la imperfección del análisis. No habíamos logrado aún averiguar, en efecto, en qué momento y forma habían nacido los dolores. Durante la reproducción de diversas escenas en el segundo período del tratamiento, y ante la observación de la resistencia opuesta enciertas ocasiones por la enferma, había surgido en mí determinada sospecha, pero quizá no me hubiese atrevido a orientar en su sentido la marcha ulterior del análisis si una circunstancia puramente casual no me hubiera decidido a ello. Estando un día en plena sesión de tratamiento con la paciente, se oyeron pasos en la habitación contigua y una voz de agradable timbre que parecía preguntar algo; levantóse en el acto Isabel, rogándome que pusiésemos fin a nuestra labor, pues oía a su cuñado que venía a buscarla. Simultáneamente advertí en su expresión que sus dolores, hasta aquel momento dormidos, volvían de súbito a atormentarla. Esta escena acrecentó mis sospechas y me impulsó a no demorar por más tiempo la explicación que suponía decisiva.

      Con este propósito interrogué a Isabel sobre las circunstancias y las causas de la primera aparición de sus dolores. Como respuesta, se orientaron sus pensamientos hacia su estancia en el balneario, del que partió luego para Gastein, y surgieron de nuevo algunas escenas de las que ya antes habíamos tratado, aunque no con tanta minuciosidad. Así, volvió a describirme su estado de ánimo en aquella época, su agotamiento después de la delicada operación quirúrgica practicada a su madre y sus dudas sobre la posibilidad de llegar a ser feliz y a realizar algo útil en la vida permaneciendo soltera y sin apoyo ninguno. Hasta estos momentos se había creído suficientemente fuerte para poder prescindir del auxilio de un hombre, pero de repente se sintió dominada por la consciencia de su femenina debilidad y por un anhelo de cariño en el que, según sus propias palabras, comenzó a fundirse su rígida naturaleza. En tal estado de ánimo, el feliz matrimonio de su segunda hermana hizo en Isabel profunda impresión al