Sigmund Freud

Sigmund Freud: Obras Completas


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Ambos teníamos la sensación de haber llegado al término de nuestra labor, sin más reserva, por mi parte, que la de no parecerme aún muy completa la «derivación por reacción» de la ternura retenida. De todos modos consideraba curada a Isabel y le indiqué, sin protesta ya por su parte, que, una vez iniciada la solución de su caso, ella sola se iría abriendo camino y afirmándose. Poco después salió de Viena, con su madre, hacia una estación veraniega, en la cual las esperaba ya la hermana mayor.

      Poco queda ya por decir sobre el curso de la enfermedad de Isabel de R. Algunas semanas después de nuestra despedida recibí una desesperada carta de la madre. Al primer intento de tratar con su hija sobre sus íntimos asuntos se había rebelado Isabel violentamente, experimentando de nuevo intensos dolores en las piernas, ardiendo de indignación contra mí por haber publicado su secreto y negándose a toda explicación. Así, pues, la cura había fracasado por completo. ¿Qué debían hacer? La enferma no quería ni siquiera oír mi nombre. Nada de esto me sorprendió, pues era de esperar que al dejar de pesar sobre ella mi influencia, intentaría la sujeto rechazar la intervención de su madre y retornar a su impenetrabilidad. Por tanto, dejé incontestada la carta, con cierta seguridad de que todo se arreglaría, dando mi labor analítica el fruto deseado. Dos meses después, de retorno ya a Viena, el mismo colega que dirigió a la paciente a mi consulta me trajo la noticia de que se halla muy bien, observaba una conducta totalmente normal y sólo muy de tarde en tarde sentía aún ciertos dolores. Repetidamente me ha enviado Isabel desde entonces análogas noticias suyas agregando siempre a ellas la promesa de acudir un día a visitarme y no cumpliendo nunca su promesa, circunstancia esta última característica de la reacción personal que después de un tratamiento de esta naturaleza quedaentre el médico y el enfermo. Mi colega, que continuó viéndola como médico de cabecera, me aseguró que su curación era total y bien afirmada. Las relaciones del cuñado con la familia no experimentaron modificación alguna.

      En la primavera de 1894 supe que Isabel iba a asistir a una reunión en casa de personas de mi amistad y no quise dejar pasar la ocasión de ver a mi ex paciente entregada a los placeres del baile. Posteriormente ha contraído matrimonio, por libre inclinación, con un extranjero.

      NO siempre he sido exclusivamente psicoterapeuta. Por el contrario, he practicado al principio, como otros neurólogos, el diagnóstico local y las reacciones eléctricas, y a mí mismo me causa singular impresión el comprobar que mis historiales clínicos carecen, por decirlo así, del severo sello científico, y presentan más bien un aspecto literario. Pero me consuelo pensando que este resultado depende por completo de la naturaleza del objeto y no de mis preferencias personales. El diagnóstico local y las reacciones eléctricas carecen de toda eficacia en la histeria, mientras que una detallada exposición de los procesos psíquicos, tal y como estamos habituados a hallarlas en la literatura, me permite llegar, por medio de contadas fórmulas psicológicas, a cierto conocimiento del origen de una histeria. Tales historiales clínicos deben ser juzgados como los de la Psiquiatría, pero presentan con respecto a éstos la ventaja de descubrirnos la íntima relación dada entre la historia de la enferma y los síntomas en los cuales se exterioriza, relación que buscamos inútilmente en las biografías de otras psicosis.

      He procurado entretejer en el historial de la curación de Isabel de R. todas las aclaraciones que podía dar sobre su caso; pero quizá no sea del todo superfluo repetir aquí, enlazándolas, las más esenciales. En la descripción del carácter de la sujeto hicimos ya resaltar ciertos rasgos, que retornan en muchos histéricos, sin que en modo alguno podamos atribuirlos a una degeneración.

      Así, sus amplias dotes intelectuales, su ambición, su fina sensibilidad moral, su extraordinaria necesidad de cariño, que encuentra al principio satisfacción en el seno de la familia, y su independencia, más intensa de lo que correspondía a su naturaleza femenina y manifestada en su tenacidad, su combatividad y su repugnancia a comunicar a nadie sus asuntos íntimos. Según me comunicó mi colega, no había que pensar en tara hereditaria ninguna, pues tanto la familia paterna como la materna carecían de antecedentes patológicos. Únicamente la madre había padecido durante largos años una depresión neurótica, cuya investigación no se llevó a cabo; pero tanto el padre como las demás hermanas y los restantes individuos de la familia eran personas equilibradas, nada nerviosas. Tampoco había habido entre los más próximos parientes caso ninguno de neuropsicosis.

      Sobre esta naturaleza actuaron luego dolorosas conmocionesanímicas, y antes de nada la influencia debilitante de una prolongada asistencia al padre enfermo.

      El hecho comprobado de que la asistencia a un enfermo desempeña un importantísimo papel en la prehistoria de las afecciones histéricas no tiene nada de singular. Gran parte de los factores que pueden actuar en tal sentido salta en seguida a la vista. Así, la perturbación del equilibrio físico por la interrupción del reposo, la negligencia de los habituales cuidados personales y los efectos de una constante preocupación sobre las funciones vegetativas. Pero el factor esencial es, a mi juicio, muy otro. La persona cuyo pensamiento se halla absorbido durante meses enteros por los mil y un cuidados que impone la asistencia a un enfermo se habitúa, en primer lugar, a reprimir todas las manifestaciones de su propia emoción, y en segundo, aparta su atención de todas sus impresiones personales, pues le faltan tiempo y energías para atender a ellas. De este modo almacena el enfermero una multitud de impresiones susceptibles de afecto apenas claramente percibidas y, desde luego, no debilitadas mediante la «derivación por reacción» creándose así el material de una histeria de retención. Si el enfermo sana, queda todo este material desvalorizado; pero si muere, sobreviene un período de tristeza y luto, durante el cual sólo aquello que se relaciona con el desaparecido posee un valor para el superviviente. Entonces llega la hora de las impresiones retenidas, que esperan una derivación, y después de un intervalo de agotamiento surge la histeria, cuya semilla quedó sembrada durante la época de asistencia al enfermo.

      Este mismo hecho de la derivación ulterior de los traumas acumulados durante la permanencia a la cabecera del enfermo se nos presenta también en aquellos casos que no nos dan una total impresión patológica, pero en los que se transparenta, sin embargo, el mecanismo de la histeria. Así, conozco a una señora muy inteligente afecta de ligeros trastornos nerviosos, cuya personalidad presenta todos los caracteres de la histeria, aunque jamás haya tenido que recurrir a los médicos ni interrumpir sus tareas. Esta mujer ha asistido ya en su última enfermedad a tres o cuatro personas queridas llegando con cada una de ellas al más completo agotamiento, pero sin enfermar después. Ahora bien: al poco tiempo de la muerte del enfermo comienza en ella la labor de reproducción, que desarrolla nuevamente ante sus ojos todas las escenas de la enfermedad y el fallecimiento. Cada día vive de nuevo una de tales impresiones, la llora y se consuela -podríamos decir- en sus ocios. Esta derivación se desarrolla paralelamente a sus labores del día, sin que ambas actividades se confundan o perturben entre sí. De este modo va viviendo de nuevo y derivando por orden cronológico todas sus impresiones retenidas. Lo que no sé es si la labor mnémica de un día coincide exactamente con un día completo del pasado. Supongo que esto dependerá de los momentos de ocio que le dejan sus tareas de ama de casa.

      Además de estas «lágrimas tardías», que se enlazan después de un corto intervalo a la muerte de la persona querida, guarda esta señora todos los aniversarios de sus diversas desgracias familiares, aniversarios en los cuales su viva reproducción visual y sus manifestaciones afectivas coinciden exactamente conla fecha de la desgracia. De este modo, un día que la encontré llorando amargamente, le pregunté qué le ocurría y obtuve la siguiente respuesta: «A mí, nada. Pero en tal día como hoy fue cuando el médico nos dio a entender que no había ya esperanza ninguna. Por entonces no tuve tiempo de Llorar.» Se refería a la última enfermedad de su marido, muerto hacía tres años. Hubiera sido interesante averiguar si en estos aniversarios repetía siempre las mismas escenas o si, como yo sospecho en interés de mi teoría, se le ofrecían cada vez para ser derivados por reacción distintos detalles. Pero no fue posible obtener dato alguno seguro sobre este extremo, pues la sujeto, tan prudente como fuerte, se avergonzaba de la violencia con la que actuaban sobre ella los recuerdos.

      Pero como ya indicamos antes, no es éste un caso de enfermedad. La ulterior