Momentos después me hallaba al corriente de sus luchas espirituales y oía el relato de un pequeño suceso que le dio motivo para hacerse objeto de un reproche y con ocasión del cual aparecieron por vez primera, como consecuencia de una conversión de excitación, sus dolores, antes orgánicos. Las imágenes que al principio supuse fosfenos eran símbolos de pensamientos ocultistas y quizá emblemas de las cubiertas de los libros ocultistas leídos por la sujeto.
He alabado tan calurosamente los resultados del procedimiento auxiliar de ejercer presión sobre la frente del sujeto y he descuidado tan por completo mientras tanto, la cuestión de la defensa o la resistencia, que seguramente habré dado al lector la impresión de que por medio de aquel pequeño artificio no es posible vencer todos los obstáculos psíquicos que se oponen a una cura catártica. Pero tal creencia constituiría un grave error. En la terapia no existe jamás tan gran facilidad, y toda modificación de importancia en cualquier terreno, exige una considerable labor. La presión sobre la frente del enfermo no es sino una habilidad para sorprender al yo, eludiendo así, por breve tiempo, su defensa. Pero en todos los casos algo importantes reflexiona en seguida el yo y desarrolla de nuevo toda su resistencia.
Indicaremos las diversas formas en las que esta resistencia se exterioriza. En primer lugar, la presión fracasa a la primera o segunda tentativa, y el sujeto exclama, decepcionado: «Creía que se me iba a ocurrir algo, pero nada se ha presentado.» El paciente toma ya, así, una actitud determinada, pero esta circunstancia no debe contarse aún entre los obstáculos. Nos limitamos a decirle: «No importa; la segunda vez surgirá algo.» Y así sucede, en efecto. Es singular cuán en absoluto olvidan, con frecuencia, los enfermos -incluso los más dóciles e inteligentes-el compromiso solemnemente contraído al comenzar el tratamiento. Han prometido decir todo lo que se les ocurriera al poner nuestra mano sobre su frente, aunque les pareciera inoportuno o les fuera desagradable comunicarlo; esto es, sin ejercer sobre ello selección ni crítica alguna. Pero jamás cumplen esta promesa, que parece superior a sus fuerzas. La labor analítica queda constantemente interrumpida por sus afirmaciones de que otra vez vuelve a no ocurrírseles nada, afirmaciones a las que el médico no debe dar crédito ninguno, suponiendo siempre que el paciente silencia algo, por parecerle nimio o serle desagradable comunicarlo. Manifestándolo así al enfermo, renovará entonces la presión hasta obtener un resultado. En tales casos, suele el sujeto añadir: «Esto se lo hubiera podido decir ya la primera vez.» «¿Y por qué no me lo dijo?» «Porque suponía que no tenía relación alguna con el tema que tratábamos. Sólo al ver que volvía a surgir una y otra vez es cuando me he decidido a decírselo» o «Porque creí que no era lo que buscábamos y esperaba poder evitarme el desagrado que me produce hablar de ello. Pero cuando me di cuenta de que no había medio de alejarlo de mi pensamiento, resolví decírselo». De este modo delata el enfermo, a posteriori, los motivos de una resistencia que al principio no quería reconocer, pero que no puede por menos de oponer a la investigación psíquica.
Es singular detrás de qué evasivas se oculta muchas veces esta resistencia: «Hoy estoy distraído. Me perturba el tictac del reloj o el piano que suena en la habitación de al lado.» A estas aseveraciones he aprendido ya a contestar: «Nada de eso. Ha tropezado usted ahora con algo que no le es grato decir y quiere eludirlo.» Cuanto más larga es la pausa entre la presión de mi mano y las manifestaciones del enfermo, mayor es mi desconfianza y más las probabilidades de que el sujeto esté dedicado a arreglar a su gusto la ocurrencia emergida, mutilándola al comunicarla. Las manifestaciones más importantes aparecen a veces -como princesas disfrazadas de mendigas- acompañadas de la siguiente superflua observación: «Ahora se me ha ocurrido algo, pero no tiene nada que ver con lo que tratamos. Se lo diré a usted, sólo porque lo quiere saber todo.» Después de esta introducción surge casi siempre la solución que veníamos buscando desde mucho tiempo atrás. De este modo, extremo mi atención siempre que un enfermo comienza a hablarme despreciativamente de alguna ocurrencia. El hecho de que las representaciones patógenas parezcan, al resurgir, tan exentas de importancia es signo de que han sido antes victoriosamente rechazadas. De él podemos deducir en qué consistió el proceso de la repulsa: consistió en hacer de la representación enérgica una representación débil, despojándola de su afecto.
Así, pues reconocemos el recuerdo patógeno, entre otras cosas, por el hecho de que el enfermo lo considera nimio, y sin embargo, da muestras de resistencia al reproducirlo. Hay también casos en los que el enfermo intenta todavía negar su autenticidad: «Ahora se me ha ocurrido algo, pero seguramente me lo ha sugerido usted.» Una forma especialmente hábil de esta negación consiste en decir: «Ahora se me ha ocurrido algo, pero me parece que no se trata de un recuerdo, sino de una pura invención mía en este momento.» En todos estos casos me muestro inquebrantable, rechazo tales distingos y explico al enfermo que no son sino formas y pretextos de la resistencia contra la reproducción de un recuerdo que hemos de acabar por reconocer como auténtico.
En el retorno de imágenes se hace más fácil nuestra labor que cuando se trata de representaciones. Los histéricos, sujetos visuales en su mayor parte, oponen menos dificultades que los pacientes afectos de representaciones obsesivas a la labor del analista. Una vez emergida la imagen, declara el enfermo mismo verla fragmentarse y desvanecerse conforme avanza en su descripción. El paciente la va gastando y extinguiendo al ir traduciéndola en palabras. Así, pues, la misma imagen mnémica nos marca el sentido en el que hemos de proseguir nuestra investigación. «Considere usted de nuevo la imagen. ¿Ha desaparecido ya?» «En conjunto, sí; pero aún veo tal o cual detalle.» «Entonces es que aún conserva algún significado. Surgirá todavía algo nuevo o se le ocurrirá algo relacionado con ese detalle subsistente.» Terminada la labor queda libre el campo visual y podemos provocar otra imagen. Sin embargo, hay veces que una tal imagen permanece tenazmente presente a la visión interior del sujeto, y entonces he de suponer que aún le queda por decir algo muy importante sobre el tema correspondiente. En cuanto así lo hace, desaparece la imagen.
Para el progreso del análisis es, naturalmente, de extrema importancia que el médico conserve su autoridad sobre el enfermo, pues si no, dependerá de lo que éste quiera o no comunicarle. Es por tanto, consolador oír que el procedimiento de la presión no falla, en realidad, nunca, salvo en un único caso, del que luego trataré, adelantando, por ahora, que depende de un motivo especial de resistencia. También sucede, a veces, que empleamos el procedimiento en circunstancias en las que no puede extraer nada a la luz (por ejemplo, continuando la investigación de la etiología de un síntoma cuando ya ha quedado agotada, o investigando la genealogía psíquica de un síndrome somático). En estos casos afirma también el enfermo que nada se le ocurre, y esta vez con razón. Por tanto, es imprescindible no perder de vista ni un momento, durante el análisis, el rostro del paciente, y de este modo aprendemos, sin grandes dificultades, a distinguir la serenidad espiritual propia de la verdadera falta de reminiscencias, de la tensión y el afecto que invaden al sujeto cuando trata de negar, impulsado por la resistencia, el recuerdo emergente. En estas experiencias reposa la aplicación de nuestro procedimiento como diagnóstico diferencial.
Así, pues, tampoco la labor con el procedimiento auxiliar de la presión deja de ser trabajosa. Se obtiene únicamente la ventaja de que, por los resultados de este procedimiento, averiguamos en qué dirección hemos de investigar. En muchos casos basta con esto; lo esencial es adivinar el secreto y confrontar con él al sujeto, el cual tiene entonces que hacer cesar su resistencia. En otros casos es preciso algo más; la resistencia del sujeto se exterioriza en la incoherencia de los elementos mnémicos emergentes, que no surgen sino incompletos y borrosos. Cuando en un período ya avanzado del análisis volvemos la vista a los anteriores, nos asombra comprobar cuán fragmentarias fueron las ocurrencias y las imágenes que arrancamos al sujeto por medio de la presión. Faltaba en ellas, precisamente, lo esencial, la relación con la persona o con el tema, y esta falta hacía incomprensible la imagen. He aquí un par de ejemplos de la acción de una tal censura, ejercida sobre el recuerdo patógeno en su primera emergencia. El enfermo ve un torso femenino, cuyas vestiduras se entreabren como por un descuido; pero sólo en un momento muy posterior del análisis llega a completar este torso con una cabeza, que delata ya a una persona y una relación determinadas. O relata una reminiscencia de su infancia, referente a dos niños -cuyas figuras se le muestran borrosas e irreconocibles- que fueron acusados de cierto vicio, y precisa luego de un largo espacio de