qué medios disponemos para vencer esta resistencia continuada? De muy pocos; esto es, de aquellos que, en general, puede emplear un hombre para ejercer una influencia psíquica sobre otro. Ante todo, hemos de decirnos que la resistencia psíquica, y más cuando se halla constituida desde mucho tiempo atrás, no puede ser suprimida sino muy lenta y paulatinamente. Es preciso esperar con paciencia. Después ha de contarse con el interés intelectual que, una vez iniciada la labor, despierta su curso en el enfermo. Instruyéndole y comunicándole detalles del maravilloso mundo de los procesos psíquicos, en el cual hemos logrado penetrar precisamente por medio de tales análisis, logramos convertirle en colaborador nuestro y le llevamos a observarse a sí mismo con el interés objetivo del investigador, rechazando así la resistencia basada en fundamentos afectivos. Por último -y ésta es nuestra más poderosa palanca-, después de haber acertado los motivos de su resistencia, tenemos que intentar desvalorizar tales motivos o, a veces, sustituirlos por otros más importantes. En este punto cesa la posibilidad de concretar en fórmulas la actividad psicoterápica. Actuamos lo mejor que nos es posible: como aclaradores, cuando una ignorancia ha engendrado un temor; como maestros, como representantes de una concepción universal más libre o más reflexiva, y como confesores, que, con la perduración de su interés y de su respeto después de la confesión, ofrecen al enfermo algo equivalente a una absolución. Intentamos, en fin, hacer al paciente todo el bien que permite la influencia de nuestra propia personalidad y la medida de la simpatía que el caso correspondiente es susceptible de inspirarnos. Para tal actividad psíquica es condición previa indispensable que hayamos acertado aproximadamente la naturaleza del caso y los motivos de la resistencia que manifiesta. Por fortuna, el procedimiento del apremio y la presión nos conducen, justamente, hasta este punto del análisis. Cuantos más enigmas de este orden hayamos resuelto, más fácil nos será resolver otros nuevos y antes podremos emprender la labor psíquica verdaderamente curativa. Es muy conveniente tener siempre en cuenta lo que sigue: como el enfermo se liberta de los síntomas histéricos en cuanto reproduce las impresiones patógenas causales, dándoles expresión verbal y exteriorizando el afecto concomitante, la labor terapéutica consistirá tan sólo en moverle a ello, y una vez conseguido esto, no queda ya para el médico nada que corregir o suprimir. Todas las sugestiones contrarias que pudieran ser de aplicación las ha utilizado ya durante la lucha contra la resistencia.
Junto a los motivos intelectuales en que nos apoyamos para dominar la resistencia actúa un factor afectivo -la autoridad personal del médico-, del cual sólo muy raras veces podemos prescindir, siendo, en cambio, en un gran número de casos, el único que puede acabar con la resistencia. Pero esto sucede en todas las ramas de la Medicina y ningún método terapéutico renuncia por completo a la colaboración de este factor.
~III~
EN el capítulo que precede hemos expuesto con toda claridad las dificultades de nuestra técnica. Ahora bien: habiendo agrupado en él todas las que nos han suscitado los casos más complicados, debemos también hacer constar que en muchos otros no es tan penosa nuestra labor. De todos modos, se habrá preguntado el lector si en lugar de emprender la penosa y larga labor que representa la lucha contra la resistencia, no sería mejor poner más empeño en conseguir la hipnosis o limitar la aplicación del método catártico a aquellos enfermos susceptibles de un profundo sueño hipnótico. A esta última proposición habría que contestar que entonces quedaría para mí muy limitado el número de enfermos, pues mis condiciones de hipnotizador no son nada brillantes. A la primera opondría mi sospecha de que el logro de la hipnosis no ahorra considerablemente la resistencia. Mi experiencia sobre este extremo es singularmente limitada, razón por la cual no puedo convertir tal sospecha en una afirmación; pero sí puedo decir que cuando he llevado a cabo una cura catártica, utilizando la hipnosis en lugar de la concentración, no he comprobado simplificación alguna de mi labor. Hace poco he dado fin a tal tratamiento, en cuyo curso logré la curación de una parálisis histérica de las piernas. La paciente entraba durante el análisis en un estado psíquico muy diferente del de vigilia, y caracterizado desde el punto de vista somático, por el hecho de serle imposible abrir los ojos o levantarse antes que yo le ordenase despertar. Y, sin embargo, en ningún caso he tenido que luchar contra una mayor resistencia. Por mi parte, no di valor alguno a aquellas manifestaciones somáticas, que al final de los diez meses, a través de los cuales se prolongó el tratamiento, resultaban ya casi imperceptibles. El estado en que entraba esta paciente durante nuestra labor no influyó para nada en la facultad de recordar lo inconsciente ni en la peculiarísima relación personal del enfermo con el médico, propia de toda cura catártica. En el historial de Emmy de N. hemos descrito un ejemplo de una cura catártica realizada en un profundo estado de sonambulismo, en el cual apenas si existió alguna resistencia. Pero ha de tenerse en cuenta que esta sujeto no me comunicó nada que le fuera penoso confesar; nada que no hubiera podido decirme, igualmente, en estado de vigilia, en cuanto el trato conmigo le hubiera inspirado alguna confianza y estimación. Además, era éste mi primer ensayo de la terapia catártica y no penetré hasta las causas efectivas de la enfermedad, idénticas seguramente a las que determinaron las recaídas posteriores al tratamiento; pero la única vez que por casualidad la invité a reproducir una reminiscencia en la que intervenía un elemento erótico, mostró una resistencia y una insinceridad equivalentes a las de cualquiera de mis enfermas posteriores, tratadas sin recurrir al estado de sonambulismo. En el historial clínico de esta sujeto he hablado ya de su resistencia durante el estado hipnótico a otras sugestiones y mandatos. El valor de la hipnosis para la simplificación del tratamiento catártico se me ha hecho, sobre todo, dudoso, desde un caso en el que la más absoluta indocilidad terapéutica aparecía al lado de una completa obediencia en todo otro orden de cosas, hallándose la sujeto en un profundo estado de sonambulismo. Otro caso de este género es el de la muchacha que rompió su paraguas contra las losas de la calle, comunicado en el primer tercio del presente trabajo. Por lo demás, confieso que me satisfizo comprobar esta circunstancia, pues era necesaria a mi teoría la existencia de una relación cuantitativa, también en lo psíquico, entre la causa y el efecto.
En la exposición que antecede hemos hecho resaltar en primer término la idea de la resistencia. Hemos mostrado cómo en el curso de la labor terapéutica llegamos a la concepción de que la histeria nace por la represión de una representación intolerable, realizada a impulso de los motivos de la defensa, perdurando la representación como huella mnémica poco intensa y siendo utilizado el afecto que se le ha arrebatado para una inervación somática. Así, pues, la representación adquiriría carácter patógeno, convirtiéndose en causa de síntomas patológicos, a consecuencia, precisamente, de su represión. Aquellas histerias que muestran este mecanismo pueden, pues, calificarse de histerias de defensa. Ahora bien: Breuer y yo hemos hablado repetidas veces de otras dos clases de histeria a las cuales aplicamos los nombres de «histeria hipnoide» e «histeria de retención». La histeria hipnoide fue la primera que surgió en nuestro campo visual. Su mejor ejemplo es el caso de Ana O., investigado por Breuer, el cual ha adscrito a esta histeria un mecanismo esencialmente distinto del de la defensa por medio de la conversión. En ella se haría patógena la representación por el hecho de haber surgido en ocasión de un especial estado psíquico, circunstancia que la hace permanecer, desde un principio, exterior al yo. No ha sido, por tanto, precisa fuerza psíquica alguna que mantenga fuera del yo a la representación, la cual no debería despertar resistencia ninguna al ser introducida en el yo, con ayuda de la actividad del estado de sonambulismo. Así, el historial clínico de Ana O. no registra el menor indicio de resistencia.
Me parece tan importante esta distinción, que ella me decide a mantener la existencia de la histeria hipnoide, a pesar de no haber encontrado en mi práctica médica un solo caso puro de esta clase. Cuantos casos he investigado han resultado ser de histeria de defensa. No quiere esto decir que no haya tropezado nunca con síntomas nacidos evidentemente, en estados aislados de consciencia y que por tal razón habían de quedar excluidos del yo. Esta circunstancia se ha dado también en algunos de los casos por mí examinados; pero siempre que se me ha presentado he podido comprobar que el estado denominado hipnoide debía su aislamiento al hecho de basarse en un grupo psíquico previamente disociado por la defensa. No puedo, en fin, reprimir la sospecha de que la histeria hipnoide y la defensa coinciden en alguna raíz, siendo la defensa el elemento primario. Pero nada puedo afirmar con seguridad sobre este extremo.