«puntos de contacto que parecen existir entre el pentecostalismo y la cosmovisión andina». Y así procede por una razón muy sencilla: hacer teología exige una dialéctica entre la exégesis del texto bíblico, la lectura de la realidad y, sólo después, la producción del discurso reflexivo que resulta del tal ejercicio, esto es, la teología. De esta forma, partiendo del cuádruple y clásico mensaje pentecostal —Jesucristo salva (y santifica), sana, bautiza en el Espíritu Santo y es Rey que pronto volverá—, el autor desarrolla las referidas marcas analizándolas de forma, no solo religiosa, es decir, verticalmente, sino también desdoblándolas de manera social, es decir, horizontalmente. Y así debe ser por el hecho de que, como afirma Darío, pasamos «de los desafíos del multiculturalismo a los desafíos de la interculturalidad». La innegable diversidad cultural no desaparece de esta perspectiva, pero para que haya coexistencia pacífica entre los diversos grupos, se requiere la integralidad y el respeto a la cultura del prójimo. Según el autor, las consecuencias teológicas de este descubrimiento consisten en que estamos en «un marco temporal en el que se afirma que se está pasando de una teología del pluralismo religioso a una teología pluralista». En otras palabras, es necesario superar una teología que se resume y se satisface en simplemente «constatar» que la realidad es plural, y avanzar en dirección a una teología que dialoga e integra. Por eso, el autor concluye que «específicamente, con respecto a sus creencias y práctica que parecen tener cierta sintonía con las creencias y las prácticas de los pueblos andinos, los pentecostales dirán que son expresión concreta de su forma particular de leer y actualizar lo que en el Nuevo Testamento se presentan como las señales visibles de las comunidades de discípulos como una sociedad alternativa modelada, guiada, sostenida e impulsada por el Espíritu Santo. Dirán también, que el Dios de la Biblia responde a las oraciones por sanidad». Esa creencia pentecostal no es más que una demostración de resiliencia y esperanza respecto a que es posible que las cosas sean distintas, es decir, que la realidad no se rige por un determinismo. Más bien, ¡la realidad puede cambiar!
De este modo, Darío resalta la importancia de reconocer, no solo una obvia multiculturalidad en nuestra América Latina, sino la interculturalidad, pues no estamos sentándonos «en una mesa de dialogo con entidades abstractas o con almas incorpóreas, sino con seres humanos situados en realidades históricas concretas y que tienen una cosmovisión especifica que da sentido a sus vidas». En otros términos, es necesario que se respete la condición del otro. Esto también incluye el respeto a la fe religiosa de los demás actores sociales. En referencia al aspecto conversionista del pentecostalismo, el autor dice que un «enfoque de misión integral resulta ser el más adecuado para hacer frente a los desafíos misioneros que se tienen que encarar en los laberintos urbanos de este tiempo» puesto que «la salvación de los seres humanos no ocurre en un vacío existencial, desconectada de los procesos sociales y políticos, fuera de la cotidianidad humana o al margen de la historia de los pueblos». En el camino de ese mismo pensamiento, acostumbro a decir que no podemos predicar el Evangelio e invitar a las «almas» a aceptarlo, como si fueran a venir flotando como una especie de «fantasma» u holograma a aceptar nuestra invitación. Al recibir el llamado de la predicación, la persona que está allí posee una historia y seguramente que está marcada por dramas, frustraciones, dolores, necesidades, etc., las cuales no desaparecerán «por arte de magia», antes será necesario el compromiso de la comunidad de fe a la que se está integrando, con vistas a la acogida e inclusión, puesto que esos son valores que caracterizaron al movimiento desde sus inicios. (Hch 2.42–47).
Fue justamente para esto que Jesucristo nos llamó y, según nos enseñó en su célebre Sermón del Monte (Mt 5–7), hay una justicia del reino que debe marcar la vida del discípulo. Por eso, la propuesta de Darío para el pentecostalismo no es nada más que la reivindicación de aquello que la comunidad de fe siempre fue: un pueblo impulsado por el Espíritu cuya actuación se da en el «mundo exterior», es decir, fuera de las cuatro paredes del templo, pues para esto fue llamado desde el Antiguo Testamento, debiendo ser un reino sacerdotal (Éx 19.6), identidad que perdura en el Nuevo Testamento (1P 2.9). Por eso, la iglesia carismática de Hechos 2, no solo alababa a Dios por todo, sino también gozaba de una gran estima de parte de la sociedad (Hch 2.47). Esa estima era producto de su actuación social concreta y tal actitud demostraba a la sociedad que se trataba de un pueblo cuya fe, en vez de ser expectante (pasiva), es activa. Esto es porque, según la clara afirmación del autor, especialmente en las secciones donde trata de los «pentecostales, teología y academia» y «pentecostalismo y espacio público», los seguidores de Cristo tienen una «doble ciudadanía», es decir, «como ciudadanos del reino de Dios (ekklesia) y como ciudadanos de la ciudad (polis)» Esta doble ciudadanía, vale la pena decir, no tiene una dimensión más importante que la otra, pues somos un todo indivisible. En la sección donde aborda el papel del pentecostalismo en el espacio público, el autor destaca que es necesario:
comprender que el evangelio es una verdad pública. Es decir, comprender que el evangelio no es un mensaje privado confinado a los templos, ni un discurso religioso para almas incorpóreas. Es Palabra de Dios que interpela y desnuda los pecados personales y estructurales. Palabra que dignifica a las culturas y Palabra que provoca transformaciones sociales. Es una buena noticia que tiene que discurrir en todas las fronteras de la vida humana. Tiene que ser así, porque cuando la misión de la iglesia se limita casi exclusivamente a la proclamación verbal del evangelio, desconectada de la preocupación por las buenas obras y la justicia social, tendrá quizá como fruto visible a buenas personas o a buenos vecinos, con una ética privada destacada, pero con una ética pública pobre, deficiente y poco útil para la transformación social. Un evangelio mutilado, dedicado a la salvación de almas incorpóreas, desconectado de la realidad histórica, difícilmente tendrá como producto final ciudadanos ejemplares preocupados por la búsqueda del bien común y comprometidos en la lucha contra la pobreza, la defensa de los derechos humanos, el cuidado responsable de nuestra casa común o en la gestación de una democracia en la que todos los ciudadanos tengan igualdad de oportunidades, acceso a la justicia, trabajo digno, y educación y salud públicas de calidad.
Deshaciendo el paradigma negativo de que los pentecostales no están interesados en asuntos políticos, Darío demuestra una madurez increíble al tratar este tema con profundidad mientras critica la postura de intercambio de favores que algunos líderes pentecostales mantienen durante el proceso político electoral. Tales alianzas basadas en intereses particulares no coinciden con el mensaje de Evangelio. No se puede así, en nombre de la moral y de una agenda religiosa, apoyar una propuesta política que oprime, segrega y aumenta el sufrimiento de los menos favorecidos, sean creyentes o no. Es por eso que Darío inicia su disertación a partir de la realidad periférica de Galilea. Lugar profetizado —y por eso escogido por el Señor Jesucristo— para ser la base de donde el Hijo de Dios irradiaría su ministerio y movimiento (Mt 4.12–17). Esa región no es solo geográficamente importante, sino teológica y metafóricamente estratégica para traducir fielmente el propósito del ministerio de Cristo. De ahí su opción por establecer su base ministerial en Capernaúm. Como ya se ha mencionado, el autor, tomando por fundamento la narrativa lucana, destaca «dos de las claves teológicas fundamentales del Evangelio de Lucas: a) la universalidad del amor de Dios; b) su amor especial por los pobres y los excluidos». Y es emblemático que este texto prolífico para el pentecostalismo, registre esas «claves teológicas lucanas» y, dice Darío, que son «centrales para una mejor comprensión de la misión liberadora de Jesús», y por eso «no pueden ser relegadas, dejadas de lado o recortadas, bajo ningún pretexto». Por lo tanto, conforme defiende el autor:
A la luz de la experiencia y práctica concreta de la comunidad de Jesús de Nazaret, la ekklesia (iglesia) en la polis (ciudad), si quiere ser fiel a su llamado y vocación histórica, no puede aceptar como válidas y legítimas las distintas formas de opresión social, cultural y religiosa que son expresión visible de una mentalidad cerrada, vertical y autoritaria. La política del Espíritu camina en otra dirección, choca frontalmente contra toda opresión que cosifica a los seres humanos, y produce una nueva humanidad en la cual desaparecen las prácticas de discriminación y los prejuicios sociales y culturales que separan a los seres humanos. La política del Espíritu produce nuevas relaciones sociales, une a quienes las sociedades humanas separan, y valoriza a quienes son ninguneados y tratados como simples cifras estadísticas.
Esa «nueva