aunque de alguna manera encajaba, y estuve leyendo y fumando hasta la hora del té. Luego salí a caminar, pensando que me vendría bien un poco de aire fresco antes de irme a acostar, y empecé a vagar, sin fijarme mucho por dónde iba, dando vuelta aquí y allá según mi capricho. Debo de haber caminado kilómetros y kilómetros, muchos de ellos en círculos, como dicen que hacen en Australia cuando se pierden en el matorral, y estoy seguro de que no habría podido repetir la misma ruta con exactitud ni por cualquier cantidad de dinero. El caso es que seguía en la calle cuando encendieron las luces, y los faroleros iban corriendo de un farol a otro. Fue una noche maravillosa: cómo quisiera que hubieras estado ahí, querida.
—En ese entonces yo era una muchachita.
—Sí, supongo que tienes razón. Bueno, fue una noche maravillosa. Recuerdo que iba caminando por una callejuela llena de casitas grises idénticas, con albardillas y jambas de estuco; muchas puertas tenían una placa de latón, y una decía:“FABRICANTE DE CAJAS DE CONCHAS DE MAR”, y me dio mucho gusto, pues a menudo me había preguntado de dónde saldrían esas cajas y las cosas que uno compra en la playa. Unos niños jugaban en la calle con alguna u otra tontería, algunos hombres cantaban en el pequeño pub de la esquina y de casualidad volteé para arriba y noté que el cielo se había puesto de un color maravilloso. Desde entonces he vuelto a verlo, pero creo que nunca ha sido justo como se veía aquella noche, de un azul oscuro que resplandecía como una violeta, como dicen que se ve el cielo en otros países. No sé por qué, pero el cielo o algo me hicieron sentir raro; todo parecía cambiado de una manera que no podía entender. Me acuerdo de que le conté lo que había sentido a un señor de edad que conocía, amigo de mi pobre padre; lleva cinco años muerto, si no es que más. Y él me miró y me dijo algo sobre el país de las hadas; no supe de qué hablaba, y me atrevería a decir que no me había sabido expresar correctamente. Pero, ¿sabes?, por un momento o dos sentí que esa callejuela era hermosa y que el ruido de los niños y de los hombres en el pub parecía encajar con el cielo y volverse parte de él. ¿Recuerdas el viejo dicho de que uno “camina en el aire” cuando está contento? Bueno, pues de verdad así me sentía al caminar, no exactamente en el aire, ¿sabes?, pero como si el pavimento fuera de terciopelo o una alfombra muy suave. Y luego, supongo que todo fue mi imaginación, el aire parecía oler dulce, como el incienso en las iglesias católicas, y mi respiración se puso rara y entrecortada, como sucede cuando uno se emociona mucho por algo. Nunca antes ni después he sentido algo tan extraño.
Darnell se detuvo de pronto y alzó la vista hacia su esposa. Ella lo miraba con los labios entreabiertos, con ojos ansiosos y fascinados.
—Espero no estarte agotando, querida, con toda esta historia sobre nada. Tuviste un día difícil, preocupada por la tonta muchacha; ¿no sería mejor que te vayas a acostar?
—Ay, no, Edward, por favor. Ahora no me siento cansada. Me encanta oírte hablar así. Por favor, sigue.
—Bueno, pues después de caminar otro poco, ese sentimiento raro parecía desvanecerse. Digo otro poco, y en realidad pensé que habría caminado unos cinco minutos, pero había visto mi reloj justo antes de entrar en esa callejuela, y cuando lo volví a mirar ya eran las once. Debo de haber caminado más de doce kilómetros. Apenas podía creer lo que veía y pensé que de seguro mi reloj se había vuelto loco, aunque después descubrí que estaba perfectamente bien. No podía entenderlo y aún no puedo; te aseguro que el tiempo pasó como si hubiera caminado de un extremo de la calle Edna al otro. Y ahí estaba yo, en medio del campo abierto, con un viento fresco que soplaba desde un bosque y el aire lleno de suaves susurros, y las notas de los pájaros desde los arbustos y el canto del pequeño arroyo que pasaba por debajo del camino. Yo estaba parado en el puente cuando saqué mi reloj y encendí un cerillo para ver la hora, y de repente me di cuenta de lo extraña que había sido esa noche. Verás, todo era tan diferente a lo que había estado haciendo mi vida entera, en especial el año anterior, y casi parecía que yo no podía ser el mismo hombre que había estado yendo a la Ciudad cada mañanas y regresando cada tarde después de escribir un montón de cartas aburridas. Era como ser arrojado de pronto de un mundo a otro. Bueno, pues de algún modo encontré el camino de regreso, y mientras caminaba decidí cómo iba a pasar mis vacaciones. Me dije: “Voy a hacer un tour de caminatas igual que Ferrars, sólo que el mío será un recorrido de Londres y sus inmediaciones”, y ya tenía todo resuelto cuando entré en la casa como a las cuatro de la mañana y el sol estaba brillando, ¡y la calle casi tan tranquila como el bosque a medianoche!
—Creo que tuviste una idea estupenda. ¿Sí hiciste tu tour? ¿Compraste un mapa de Londres?
—Claro que hice mi tour. No compré un mapa; eso lo habría arruinado de algún modo; ver todo trazado, nombrado y medido. Lo que yo quería era sentir que estaba yendo a donde nadie había ido antes. Qué tontería, ¿no? Como si hubiera semejantes lugares en Londres o en Inglaterra, para el caso.
—Entiendo lo que dices: querías sentir como si estuvieras emprendiendo una especie de viaje de descubrimiento. ¿No es así?
—Exactamente: eso es lo que trataba de decirte. Además, no quería comprar un mapa. Yo hice un mapa.
—¿A que te refieres? ¿Hiciste un mapa en tu cabeza?
—Después te cuento eso. Pero ¿de veras quieres oír sobre mi gran tour?
—Por supuesto que sí; debe de haber sido encantador. Me parece una idea de lo más original.
—Bueno, a mí me parecía la gran cosa, y lo que acabas de decir del viaje de descubrimiento me recordó lo que sentía en ese entonces. De niño me gustaba enormemente leer sobre los grandes viajeros, supongo que como a todos los niños, y de marineros cuyo barco se desviaba de la ruta y se encontraban en latitudes donde ningún barco había navegado antes, y de la gente que descubría ciudades maravillosas en países extraños; y todo el segundo día de mis vacaciones me sentí igual que cuando leía esos libros. No me levanté hasta bastante tarde. Estaba muerto después de haber caminado tantos kilómetros; sin embargo, cuando acabé de desayunar y llené mi pipa, me divertí mucho de pensarlo. Era un tremendo disparate, ¿sabes? Como si pudiera haber alguna cosa nueva o maravillosa en Londres.
—¿Por qué no la habría?
—Pues no lo sé, aunque después he pensado que debo haber sido un muchacho bastante bobo. En todo caso, me divertí muchísimo planeando qué iba a hacer, medio haciendo de cuenta, justo como un niño, que no sabía dónde podría ir a parar ni qué podría ocurrirme. Y me complacía enormemente pensar que todo era mi secreto, que nadie más lo sabía y que, viera lo que viera, no se lo diría a nadie. Siempre había sentido lo mismo con los libros. Claro, me encantaba leerlos, pero me parecía que si yo hubiera sido un explorador, habría mantenido en secreto mis descubrimientos. Si hubiera sido Colón, y si hubiera sido posible hacerlo, habría descubierto América yo solo y nunca le habría dicho una palabra a nadie. ¡Imagínate! Qué hermoso sería caminar por tu ciudad, hablando con la gente, y todo el tiempo estar pensando que uno sabe de un gran mundo allende los mares que nadie se imagina siquiera. ¡Me habría encantado! Y era justo lo que sentía del tour que haría. Decidí que nadie debía saberlo, y así, a partir de aquel día hasta hoy, nadie ha oído una palabra.
—Pero ¿a mí sí me vas a contar?
—Tú eres diferente. Sin embargo, creo que ni siquiera tú escucharás todo; no porque no quiera, sino porque no puedo hablar de muchas de las cosas que vi.
—¿Las cosas que viste? ¿Entonces de verdad viste cosas maravillosas y extrañas en Londres?
—Bueno, sí las vi y no. Todo o prácticamente todo lo que vi sigue en pie y cientos de miles de personas han visto los mismos atractivos; después supe que muchos de los lugares eran bien conocidos por los compañeros de la oficina. Y luego leí un libro llamado Londres y sus alrededores. Pero, no me lo explico, ni los señores de la oficina ni los escritores del libro parecían haber visto las cosas que yo vi. Por eso dejé de leer el libro; parecía sacarle la vida, el verdadero corazón, a todo, volviéndolo tan seco y estúpido como los pájaros disecados en un museo.
”Pensé en lo que haría todo el día y fui a acostarme temprano, para estar fresco. En