Arthur Machen

La casa de las almas


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que vagaban sin propósito con seres humanos. Con sinceridad era de la opinión de que él era un empleado en la Ciudad, que vivía en Shepherd’s Bush… tras haber olvidado los misterios y las lejanas glorias resplandecientes del reino que era suyo por legítima herencia.

      II

      TODO EL DÍA UN CALOR PESADO y feroz había cubierto la Ciudad, y cuando Darnell se acercaba a casa observó el vapor tendido sobre las hondonadas húmedas, enrollado en espirales alrededor de Bedford Park hacia el sur y creciendo hacia el oeste, de manera que la torre de la iglesia de Acton parecía emerger de un lago gris. El pasto en las plazas y en los prados que alcanzaba a dominar mientras el camión avanzaba en forma pesada y trabajosa estaba quemado como el color del polvo. El parque de Shepherd’s Bush era un desierto miserable, pisoteado y café, rodeado de álamos monótonos cuyas hojas colgaban inmóviles en un aire que era humo caliente y quieto. Los transeúntes, agotados, avanzaban con dificultad por el pavimento, y el hedor del fin del verano entremezclado con el aliento de las ladrilleras hacía jadear a Darnell, como si inhalara el veneno de alguna fétida sala de enfermos.

      No hizo más que una ligera incursión contra el carnero frío que adornaba la mesa del té y confesó que estaba un poco “hecho polvo” por el clima y el trabajo del día.

      —Yo también tuve un día difícil —dijo Mary—. Alice ha estado muy rara y problemática todo el día y tuve que hablar con ella muy en serio. Ya sabes que pienso que sus salidas del domingo en la tarde tienen una influencia bastante perturbadora sobre la muchacha. Pero ¿qué se le va a hacer?

      —¿Sale con algún joven?

      —Por supuesto: un empleado de una abarrotería en la calle Goldhawk, Wilkin’s, ya sabes cuál. Los probé cuando nos mudamos para acá, aunque no fue muy satisfactorio.

      —¿En qué se les va toda la tarde? Tienen de las cinco a las diez, ¿no es cierto?

      —Sí; las cinco, o a veces cinco y media, cuando el agua no quiere hervir. Bueno, creo que por lo general se van a caminar. Una o dos veces él la ha llevado al templo de la Ciudad, y el domingo antepasado estuvieron caminando por la calle Oxford y luego se sentaron en el parque, pero al parecer el domingo pasado fueron a tomar el té con la madre de él en Putney. Me gustaría decirle a esa vieja lo que en verdad pienso de ella.

      —¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Se portó mal con la muchacha?

      —No; ahí está la cosa. Antes de esto había sido muy desagradable en varias ocasiones. La primera vez que el joven llevó a Alice a verla, en marzo, la pobre salió llorando; me lo contó ella misma. Es más, dijo que nunca quería volver a ver a la vieja señora Murry, y yo le dije a Alice que, si no estaba exagerando las cosas, difícilmente podía culparla por sentirse así.

      —¿Por qué? ¿Qué la hizo llorar?

      —Bueno, parece ser que la anciana, que vive en una cabaña bastante chica en alguna callejuela de Putney, se sentía tan señorial que casi ni hablaba. Pidió prestada una niña de casa de alguna familia vecina y se las ingenió para vestirla imitando a una sirvienta, y Alice dice que no podía haber nada más ridículo que ver a esa pulga abriendo la puerta, con su vestido negro y su cofia y mandil blancos, cuando apenas si podía girar la manija. George, como se llama el joven, ya le había dicho a Alice que era una casita diminuta y que la cocina era cómoda, aunque muy sencilla y anticuada. Pero en vez de irse directo a la parte de atrás y sentarse frente a un buen fuego en la vieja banca de respaldo alto que se trajeron del campo, la niña les preguntó sus nombres (¿habías oído semejante tontería?) y los hizo pasar a un saloncito apretujado, donde la vieja señora Murry estaba sentada “como duquesa” junto a una chimenea llena de papel de colores y el cuarto frío como hielo. Y era tan regia que apenas si le hablaba a Alice.

      —Eso debe haber sido muy desagradable.

      —Ay, la pobre muchacha se la pasó fatal. Empezó diciéndole: “Mucho gusto, señorita Dill. Conozco tan poca gente que esté en el servicio doméstico”. Alice imita su manera afectada de hablar, pero yo no puedo. Y luego se puso a hablar de su familia, que llevaban quinientos años cultivando sus propias tierras… ¡qué cuentos! George ya le había contado todo a Alice: habían tenido una vieja cabaña con un buen tramo de jardín y dos campos en alguna parte de Essex, y esa vieja hablaba casi como si hubieran sido de la aristocracia rural y presumía que el rector, el doctor Fulano, iba a visitarlos muy a menudo, y que el hacendado don Mengano siempre pasaba a verlos, como si no lo hicieran por bondad. Alice me contó que tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse en la cara de la señora Murry, pues su joven ya le había contado todo sobre ese lugar y lo pequeño que era, y de lo bueno que había sido el hacendado al comprarlo cuando murió el viejo Murry, y George era niño y su mamá no podía mantener las cosas a flote. Sin embargo, la vieja ridícula “se daba muchas ínfulas”, como dices, y el joven se fue poniendo más y más incómodo, sobre todo cuando ella empezó a hablar de que hay que casarse en la misma clase social y de lo infelices que había sabido que eran varios jóvenes que habían contraído nupcias por debajo de su nivel, lanzándole a Alice miradas penetrantes al hablar. Y luego pasó una cosa muy graciosa: Alice había notado que George miraba alrededor un tanto desconcertado, como si no alcanzara a entender algo, y por fin estalló y le preguntó a su madre si había estado comprando los adornos de los vecinos, pues recordaba los dos floreros verdes de cristal cortado en la repisa de la chimenea que eran de la señora Ellis y las flores de cera de la casa de la señorita Turvey. Él siguió hablando, pero su madre volteó a verlo muy molesta y desacomodó unos libros, que él tuvo que recoger. Alice entendió a la perfección que les había pedido las cosas prestadas a las vecinas, como le habían prestado a la niña, para verse más elegante. Y luego tomaron el té, más bien agua tibia, dijo Alice, y pan muy delgado con mantequilla, y unas galletas importadas asquerosas de la pastelería suiza en la calle principal: pura espuma agria y grasa rancia, según Alice. Y luego la señora Murry empezó otra vez a presumir de su familia y a desdeñar a Alice sin dejarla hablar, hasta que la muchacha se fue, bastante furiosa y también muy triste. No me extraña. ¿A ti?

      —Desde luego no suena muy divertido —dijo Darnell, mirando a su esposa con ojos soñadores.

      No había puesto mucha atención al tema de su relato, pero le encantaba oír una voz que a sus oídos era encantamiento, tonos que evocaban ante él la visión de un mundo mágico.

      —¿Y la madre del joven siempre ha sido así? —preguntó él tras una larga pausa, deseando que la música continuara.

      —Siempre, hasta hace muy poco; hasta el domingo pasado, de hecho. Claro que Alice habló con George Murry de inmediato y le dijo, como una chica sensata, que no le parecía que jamás funcionara que un matrimonio viviera con la madre del marido, “sobre todo”, prosiguió, “porque puedo ver que no le caí muy bien a tu mamá”. Él le dijo, en su estilo de siempre, que así era su mamá y que en realidad no lo decía en serio y demás, pero Alice no se acercó en mucho tiempo y más bien le dio a entender, según creo, que quizá tendría que elegir entre su madre y ella. Y así anduvieron las cosas toda la primavera y el verano, y luego, justo antes del “feriado bancario” de agosto, George volvió a hablar del tema con Alice y le dijo lo mucho que lamentaba pensar en cualquier molestia que hubiera pasado, y que quería que su mamá y ella se llevaran bien, y que su mamá sólo era un poco rara y anticuada pero que le había hablado muy