Arthur Machen

La casa de las almas


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y Janet al infierno. Es allá, en los arbustos. Y nunca más volverán a salir. Y arderán por los siglos de los siglos.

      —¿Qué te parece? —dijo Wilson, admirado—. No está mal para un jovencito de nueve, ¿no crees? En el catecismo les parece una maravilla. Pero pasa a mi estudio.

      El estudio era una habitación que sobresalía de la parte de atrás de la casa. Había sido diseñada como cocina trasera y lavandería, aunque Wilson había envuelto la caldera en muselina para artistas y cubierto el fregadero con tablas, de modo que ahora servía como mesa de trabajo.

      —Acogedor, ¿no? —dijo, mientras empujaba hacia delante una de las dos sillas de mimbre—. Aquí me salgo a pensar cosas, ¿sabes? Es tranquilo. ¿Y qué has pensado de los muebles? ¿Quieres hacerlo a gran escala?

      —No, en lo absoluto. Todo lo contrario. De hecho, no sé si la cantidad a nuestra disposición será suficiente. Verás, el cuarto desocupado mide tres metros por tres y medio, orientado hacia el oeste, y pensé que, si pudiéramos costearlo, se vería más alegre amueblado. Además, sería agradable poder tener un invitado; por ejemplo, nuestra tía, la señora Nixon. Pero ella está acostumbrada a que todo sea muy fino.

      —¿Y cuánto quieren gastar?

      —Bueno, pienso que con dificultad podríamos justificar gastar mucho más de diez libras. Con eso no alcanza, ¿no?

      Wilson se levantó y cerró la puerta de la cocina trasera con un gesto imponente.

      —Mira —dijo—, me alegra que antes que nada hayas venido conmigo. Ahora sólo dime a dónde tenías pensado ir.

      —Bueno, había pensado ir a la calle Hampstead —respondió Darnell, titubeante.

      —Eso pensé que dirías. Pero te pregunto, ¿de qué sirve ir a esas tiendas caras del West End? No te dan un mejor artículo por tu dinero. Sólo estás pagando por la moda.

      —He visto algunas cosas lindas en Samuel’s. En esas tiendas superiores los productos tienen un pulido brillante. Ahí fuimos cuando nos casamos.

      —Exacto, y pagaron diez por ciento más de lo que deberían haber pagado. Es tirar el dinero. ¿Y cuánto dijiste que quieres gastarte? Diez libras. Bueno, pues yo puedo decirte dónde conseguir una hermosa recámara, con los mejores acabados, por seis libras con diez. ¿Qué te parece? Con todo y porcelana, por cierto. Y un cuadro de alfombra, de colores brillantes, sólo te costará quince chelines y seis peniques. Mira, cualquier sábado en la tarde ve a Dick’s, en la calle Seven Sisters, menciona mi nombre y pregunta por el señor Johnston. La recámara es color cenizo; “isabelina”, le dicen. Seis libras con diez, incluyendo la porcelana, y uno de sus tapetes “Oriente”, de tres por tres, por quince con seis. Dick’s.

      Wilson habló con cierta elocuencia sobre el tema de los muebles. Señaló que los tiempos habían cambiado y que el viejo estilo pesado estaba muy pasado de moda.

      —¿Sabes? —dijo—, no es como en los viejos tiempos, cuando la gente compraba las cosas para que duraran cien años. Bueno, justo antes de que mi esposa y yo nos casáramos, un tío mío se murió allá en el norte y me dejó sus muebles. Yo en ese momento estaba pensando en amueblar, y pensé que las cosas me vendrían bien, pero te aseguro que no había un solo artículo que a mi juicio ameritara el espacio que iba a ocupar en la casa. Todo era caoba vieja y deslucida; grandes libreros, secreteres, sillas y mesas con patas en forma de garra. Como le dije a mi señora —pues lo fue al poco tiempo—: “Una cámara de los horrores no es justo lo que queremos, ¿verdad?” Así que vendí todo y saqué lo que pude. Debo confesar que me gustan los cuartos alegres.

      Darnell dijo que había oído que a los artistas les gustaban los muebles anticuados.

      —Oh, ya lo creo. El “impuro culto al girasol”, ¿no? ¿Viste ese artículo en el Daily Post? En lo personal detesto esas tonterías. No es sano, ¿sabes?, y no creo que el pueblo inglés lo tolere. Pero hablando de curiosidades, aquí tengo algo que vale un poco de dinero.

      Se zambulló en un receptáculo polvoriento en un rincón del cuarto y le mostró a Darnell una pequeña Biblia apolillada, a la que le faltaban los primeros cinco capítulos del Génesis y la última hoja del Apocalipsis. Tenía fecha de 1753.

      —Soy de la idea de que vale mucho —dijo Wilson—. Mira los hoyos de polilla. Y como puedes ver es “imperfecta”, como dicen. ¿Te has fijado que algunos de los libros más valiosos a la venta son los “imperfectos”?

      La entrevista llegó a su fin poco después y Darnell se fue a casa a tomar su té. Pensaba con seriedad en seguir el consejo de Wilson, y después del té le contó a Mary su idea y lo que Wilson le había dicho sobre Dick’s.

      A Mary el plan la entusiasmó bastante cuando escuchó todos los detalles. Los precios le parecieron muy moderados. Estaban sentados uno a cada lado de la chimenea —que estaba oculta por una bonita pantalla de cartón, pintada con paisajes—, y ella apoyó la mejilla en la mano, y sus bellos ojos oscuros parecían soñar y contemplar extrañas visiones. En realidad, estaba pensando en el plan de Darnell.

      —Sería muy lindo en algunos sentidos —dijo ella al fin—. Pero tenemos que hablarlo. Lo que me temo es que a la larga acabe saliendo en mucho más de diez libras. Hay tantas cosas que considerar. Primero, la cama. Se vería corriente que pusiéramos una cama simple sin las monturas de latón. Luego la ropa de cama, el colchón, las cobijas, las sábanas y el cubrecama: todo costaría algo.

      Ella volvió a soñar, calculando el costo de todo lo necesario, y Darnell la observaba, ansioso, calculando con ella y preguntándose cuál sería su conclusión. Por un momento la delicada tonalidad del rostro de ella, la gracia de su forma y su cabello castaño, que le caía sobre las orejas y se agolpaba en pequeños rizos alrededor de su cuello, parecían insinuar un lenguaje que él aún no había aprendido, pero ella volvió a hablar.

      —Me temo que la ropa de cama acabaría saliendo muy cara. Aunque Dick’s sea considerablemente más barato que Boon’s o Samuel’s. Y, querido, tendríamos que poner algunos adornos en la repisa de la chimenea. Vi unos floreros muy bonitos en once con tres el otro día en Wilkin & Dodd’s. Necesitaríamos por lo menos seis, y tendría que haber una pieza central. ¿Ves cómo todo va sumando?

      Darnell guardó silencio. Vio que su esposa preparaba el argumento final contra su plan y, aunque le hacía ilusión, no podía resistirse a sus alegatos.

      —Saldría como en doce libras, más que en diez —dijo ella—. Habría que entintar el piso alrededor del tapete (¿dijiste que es de tres por tres?), y nos haría falta un tramo de linóleo para poner debajo del aguamanil. Y las paredes se verían muy vacías sin cuadros.

      —He pensado lo de los cuadros —dijo Darnell, y habló con entusiasmo; sentía que en esto, por lo menos, era irrebatible—. Sabes que tenemos Día en el Derby y Estación de tren ya enmarcados, metidos en un rincón del cuarto de las cajas. Son un poco anticuados, quizá, pero eso no importa en una recámara. ¿Y no podríamos usar algunas fotografías? Vi un marco muy lindo en roble natural el otro día en la Ciudad, para media docena, por uno con seis. Podríamos poner a tu padre y a tu hermano James, y a la tía Marian y a tu abuela con su bonete de viuda… y a cualquiera de los otros del álbum. Y luego está el antiguo cuadro de familia que tenemos en el baúl de cuero; ése quedaría bien arriba de la chimenea.

      —¿Dices el de tu bisabuelo con el marco dorado? Pero ése es muy anticuado, ¿no? Se ve tan raro de peluca. Creo que de alguna manera no combinaría muy bien con el cuarto.

      Darnell pensó un momento. Se trataba de un retrato kitcat de medio cuerpo de un joven señor, audazmente vestido a la moda de 1750, y recordó muy apenas las viejas historias que su padre le había contado de su antepasado: historias del bosque y los campos, de senderos sumidos en la tierra y del terruño olvidado al oeste.

      —No —dijo—, supongo que sí está muy pasado de moda. Sin embargo, vi unas litografías muy lindas en la Ciudad, enmarcadas y bastante baratas.

      —Sí,