con ventanas en voladizo, setos y un potrero, y las dos familias rara vez se veían, pues el señor Reynolds no era muy próspero. Por supuesto, la tía Marian y su marido habían sido invitados a la boda de Mary, pero se disculparon y enviaron un lindo juego de cucharas de los apóstoles en plata, y se temió que no pudiera esperarse nada más. No obstante, el día del cumpleaños de Mary su tía le había escrito una carta muy afectuosa, adjuntando un cheque por cien libras de parte suya y de “Robert”, y desde el momento en que recibieron el dinero los Darnell habían estado discutiendo el tema de cómo disponer de él con sensatez. La señora Darnell deseaba invertir la suma entera en bonos del gobierno, pero el señor Darnell le hizo ver que la tasa de interés era absurdamente baja y, después de mucho hablar, logró convencer a su esposa de invertir noventa libras en una mina segura, que estaba pagando cinco por ciento. Hasta ahí todo bien, pero las diez libras restantes, que la señora Darnell había insistido en conservar, daban origen a disquisiciones y discursos tan interminables como las disputas de las escuelas.
En un principio el señor Darnell propuso que amueblaran el cuarto “desocupado”. La casa tenía cuatro recámaras: la suya, el cuartito de la sirvienta, y otras dos que daban al jardín, una de las cuales se había usado para almacenar cajas, tramos de cuerda y números sueltos de Días tranquilos y Tardes de domingo, además de algunos trajes raídos del señor Darnell que habían sido envueltos con cuidado y puestos a un lado, pues no tenía idea de qué hacer con ellos. El otro cuarto estaba vacío y francamente era un desperdicio, y un sábado en la tarde, cuando volvía a casa en el autobús y mientras le daba vueltas a la difícil cuestión de las diez libras, el vacío indecoroso del cuarto desocupado entró de pronto en su mente y su rostro se iluminó de pensar que ahora, gracias a la tía Marian, se podía amueblar. Se entretuvo con este agradable pensamiento todo el camino a casa, pero cuando entró no le dijo nada a su esposa, pues sentía que era una idea que había que madurar. Le dijo a la señora Darnell que tenía que volver a salir de inmediato, ya que tenía un asunto importante, aunque volvería sin falta para tomar el té a las seis y media; y Mary, por su parte, no lamentaba quedarse sola, pues iba un poco atrasada con las cuentas de la casa. Lo cierto era que Darnell, absorto en la idea de amueblar el cuarto desocupado, deseaba consultar a su amigo Wilson, quien vivía en Fulham, y a menudo le había dado consejos sensatos sobre cómo disponer del dinero de la manera más provechosa. Wilson tenía que ver con el comercio de vino de Burdeos y la única inquietud de Darnell era que no estuviera en casa.
Sin embargo, todo salió bien; Darnell tomó un tranvía por la calle Goldhawk, anduvo el resto del camino y se alegró mucho de ver a Wilson en el jardín del frente de su casa, ocupado entre sus arriates de flores.
—Hace siglos que no te veo —le dijo con alegría cuando oyó la mano de Darnell en la puerta—, pasa. Ah, lo olvidé —agregó, mientras Darnell batallaba con la manija y trataba en vano de entrar—. Claro que no puedes abrir: no te he enseñado.
Era un día caluroso de junio y Wilson apareció con un atuendo que se había puesto a la carrera en cuanto llegó de la Ciudad. Traía un sombrero de palma con una elegante toquilla protegiéndole la nuca, y vestía un saco Norfolk y pantalones bombachos de tejido moteado.
—Mira —dijo, abriéndole a Darnell—, ve la maña. No giras la manija para nada. Primero empujas fuerte y luego jalas. Es un truco mío y lo voy a patentar. Verás, mantiene lejos a los indeseables… lo cual se agradece en los suburbios. Siento que ya puedo dejar sola a la señora Wilson, y antes no sabes cómo la importunaban.
—Pero ¿y las visitas? —preguntó Darnell—. ¿Cómo le hacen para entrar?
—Ah, nosotros les decimos. Además, seguro que alguien se halla atento —dijo, vacilante—. La señora Wilson casi siempre está en la ventana. Ahora salió; fue a visitar a unas amistades. Creo que es el día de casa de los Bennett. Hoy es el primer sábado, ¿verdad? Sí conoces a J. W. Bennett, ¿no? Está en la Cámara, y creo que le va muy bien. El otro día me pasó un dato excelente. Oye —añadió Wilson cuando se encaminaron a la puerta de la casa—, ¿por qué te pones esas cosas negras? Te ves acalorado. Mírame a mí. Bueno, y eso que he estado trabajando en el jardín, pero estoy más fresco que una lechuga. Imagino que no sabes dónde comprar estas cosas. Muy pocos hombres lo saben. ¿Dónde crees que las compré?
—Supongo que en el West End —respondió Darnell por mostrarse cortés.
—Sí, eso dice todo mundo. Y el corte es bueno. Pues te lo voy a decir, pero no se lo cuentes a todos. El dato me lo pasóJameson; tú lo conoces, Jim-Jams; comercia con China; Eastbrook 39. Me dijo que no quería que se enterara toda la Ciudad, pero ve a Jennings, en Old Wall, menciona mi nombre y no tendrás problema. ¿Y cuánto crees que me costaron?
—No tengo idea —dijo Darnell, que nunca en su vida había comprado un traje así.
—Bueno, adivina.
Darnell miró a Wilson con seriedad.
El saco le colgaba del cuerpo como un costal, los pantalones bombachos se escurrían de modo lastimoso sobre sus pantorrillas y en algunas partes prominentes el tejido moteado parecía listo para desvanecerse y desaparecer.
—Supongo que tres libras por lo menos —dijo al fin.
—Pues el otro día le pregunté a Dench, que trabaja con nosotros, y él adivinó cuatro chelines con diez,4 y su padre tiene algo que ver con uno de los negocios grandes de la calle Conduit. Pero sólo pagué treinta y cinco chelines y seis peniques. ¿A la medida? Por supuesto; mira el corte, hombre.
Darnell se asombró del precio tan bajo.
—Y por cierto —continuó Wilson, señalando sus botas cafés nuevas—, ¿sabes a dónde ir por zapatos? ¡Uy, pensé que todo mundo lo sabía! Sólo hay un lugar. Mr. Bill, en la calle Gunning… nueve chelines con seis.
Daban vueltas y vueltas por el jardín y Wilson señaló las flores en los arriates y los bordes. Muy pocas estaban en flor, pero todo se hallaba muy ordenado.
—Éstas son begonias de Glasgow de tallo subterráneo —explicó, mostrando una rígida fila de plantas enanas—, ésas son esquintáceas, ésta es nueva, la Moldavia semperflorida andersonii, y ésta es una Prattsia.
—¿Cuándo salen?
—La mayoría a fines de agosto o principios de septiembre —dijo Wilson brevemente; estaba un poco molesto consigo mismo por haber hablado tanto de sus plantas, pues veía que a Darnell las flores no le interesaban en lo más mínimo.
Y, en efecto, el visitante a duras penas lograba disimular los vagos recuerdos que le llegaban de un antiguo jardín crecido, lleno de aromas, bajo muros grises, de la fragancia de la ulmaria junto al arroyo.
—Quería consultarte sobre unos muebles —dijo por fin Darnell—. Como sabes, tenemos un cuarto desocupado y estoy pensando en ponerle algunas cosas. Todavía no me decido, aunque pensé que podrías aconsejarme.
—Pasa a mi estudio —dijo Wilson—. No; por acá, entremos por atrás —y le mostró otro arreglo ingenioso en la reja lateral mediante el cual una violenta campana de tono agudo se soltaba a sonar en la casa en cuanto uno tocaba el cerrojo.
En efecto, Wilson lo abrió con tanta energía que la campana sonó una alarma frenética y la criada, que estaba probándose las cosas de la señora en la recámara, pegó un salto enloquecido hasta la ventana y empezó a bailotear como histérica. El domingo en la tarde encontraron yeso en la mesa de la sala y Wilson escribió una carta al Crónica de Fulham, atribuyendo el fenómeno a “alguna perturbación de carácter sísmico”.
Por el momento no sabía nada de los grandes resultados de su artilugio y condujo a su invitado con solemnidad hacia la parte de atrás de la casa. Ahí había un tramo de césped que empezaba a verse un poco amarillo, con un fondo de arbustos. En medio del césped había un niño de nueve o diez años que estaba solo, parado con ciertos aires.
—El mayor —dijo Wilson—. Havelock. ¿A