y autor, serán un referente para futuras generaciones.
Al igual que Borges, Machen era un acólito de Robert Louis Stevenson, uno de los escritores más esmerados de la lengua inglesa. Y también al igual que Borges Machen parecía creer que leer y escribir son una forma de rezar, cada una extensión de la otra. Pero mientras que para Borges el mundo era una biblioteca, para Machen era una geografía concreta que todo lo abarcaba; a la vez tenía una fascinación por los vestigios de los cultos prerromanos. Hoy, como entonces, sus palabras no son académicas ni filosóficas, sino más bien una alarma, una denuncia frenética.
La coherencia de sus historias y creencias no era alimentada por la fantasiosa invención de Marcel Schwob —otro devoto de Stevenson— ni Lord Dunsany ni, aún más adelante, Clark Ashton Smith. Machen no necesitaba visitar Zothique ni Bethmoora ni ninguna otra tierra lejana. Tan sólo se volvió hacia las colinas y promontorios a su alrededor: esos eternos centinelas verdes que le confiaron los misterios eleusinos sepultados bajo la tierra.
Un paganismo sobreexcitado rodeaba a Machen: los simbolistas, los decadentistas, la Aurora Dorada, el tarot, el espiritualismo y la magia egipcia estaban por todas partes en la Europa de la preguerra saciada de la moralidad victoriana, desvirgada por la industria y en busca de una realización espiritual en verdades más antiguas que la Iglesia anglicana.
Los afanes concupiscentes de los nuevos paganos se desarrollaban en salones decorados con exquisitez; hasta la absenta tenía su santo patrono. Sir Richard Burton y John Hanning Speke delineaban las geografías extranjeras mientras Félicien Rops —perfecta contraparte de Machen— y Oscar Wilde demolían las morales. Machen tradujo a Giacomo Casanova y François Béroalde de Verville, así que conocía bien sus nociones de filosofía, alquimia y lujuria, pero a diferencia de muchas de sus contrapartes, él articulaba su mundo a partir del temor descarnado más que desde la fascinación o el deseo. Lejos de ser un libertino, no sólo le temía a la corrupción del espíritu, sino también a la más palpable corrupción de la carne. El precio de levantar el velo y vislumbrar el rostro de Pan es elevado y es real.
La dicotomía entre sexualidad y espiritualidad sólo puede arraigarse en países fundados sobre principios puritanos, países que no se ríen del Diablo porque también sería burlarse de Dios.
Machen registró estos artículos de la fe con gran fervor, como un explorador en un solitario universo espiritual. Abandonó la seguridad de sus humildes aposentos, la santidad de su nombre verdadero y la fachada de sofisticación metropolitana para alcanzar una visión extática. Al igual que Lovecraft, creía en la naturaleza transitoria de nuestra acción en este mundo y en la ferocidad inexorable del cosmos.
Este miedo también vincula tenuemente a Machen con aquel otro gran anticuario, M. R. James, pero en su caso lo que condena a sus personajes no es la arrogancia de la erudición, sino la curiosidad y el destino. A diferencia de Machen, James aborda apariciones de tal especificidad que jamás aluden a una perspectiva más amplia. Sin embargo, ambos parecen compartir la convicción de que nuestra condena yace en nuestro pasado, en los pecados de nuestros antepasados. En “El gran dios Pan”, la fecundación y maldición de un personaje florecen en la siguiente generación. El mal nunca reposa: se está gestando.
Las interpretaciones freudianas de estos temores, enfocadas en imágenes de fertilidad, feminidad y la tierra, en mi opinión no acaban de entender el punto y sólo pueden esgrimirse como argumentos reduccionistas. Los filósofos, escritores y artistas rara vez son seres humanos exitosos en lo emocional. Una conexión más interesante surge del hecho de que el miedo puede reconocerse como una sensación eminentemente espiritual. Aquí hay un lado más oscuro de la fe, si se quiere, pues ¿qué es la fe sino la creencia en aquello que no se puede demostrar ni racionalizar?
Machen sabía que aceptar nuestra insignificancia cósmica es alcanzar una perspectiva espiritual y finalmente darse cuenta de que sí, todo está permitido. Y de que por muy malvados o perversos que podamos ser, en algún lugar, en un reino caído en el olvido, un Dios enloquecido nos espera, burlándose… y listo para abrazarnos a todos.
GUILLERMO DEL TORO
INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1922
FUE EN ALGÚN MOMENTO, me parece, hacia el otoño del año 1889, cuando se me ocurrió que quizá podría tratar de escribir un poco en el estilo moderno, pues hasta entonces yo había usado, por así decirlo, un disfraz literario. El inglés rico y florido de la primera parte del siglo XVII siempre tuvo para mí un atractivo peculiar. Me acostumbré a escribir así, a pensar así; llevaba un diario en ese estilo y un poco inconscientemente ataviaba mis pensamientos cotidianos y experiencias normales con el hábito del caballero o los divinos carolinos.1 Así, cuando en 1884 me encargaron traducir el Heptamerón, me vino muy natural escribir en el lenguaje de mi periodo favorito y, como declaran algunos críticos, hice una versión en inglés un poco más anticuada y tiesa que el original. También La anatomía del tabaco fue un ejercicio en torno a la Antigüedad, pero de otro tipo; y La crónica de Clemendy fue un volumen de relatos que intentaban con todas sus ganas ser medievales; y la traducción de Le Moyen de parvenir seguía siendo una cosa en modalidad antigua.
Parecía, in fine, decidido que en literatura yo sería un aferrado a las eras pasadas; y no sé bien cómo logré separarme de ellas. Acababa de traducir Casanova —más moderna, pero aún no completamente al día— y no tenía nada especial en puerta, y de uno u otro modo se me ocurrió que podría tratar de escribir un poco para los periódicos. Empecé con un turnover, como se llamaban, para el viejo y desaparecido Globe, un articulito inofensivo sobre viejos proverbios ingleses; y nunca olvidaré el orgullo y el deleite que sentí cuando un día, estando en Dover, con un fresco viento otoñal que llegaba del mar, compré el periódico por casualidad y vi mi ensayo en primera plana. Como es natural, eso me animó a perseverar, y escribí más turnovers para el Globe y luego probé en la St. James’s Gazette y descubrí que ellos pagaban dos libras en vez de la guinea que daban en el Globe, así que de nueva cuenta, como era natural, dediqué la mayor parte de mi atención a la St. James’s Gazette. A partir del ensayo o artículo literario de algún modo me hice el hábito de escribir cuentos, y escribí bastantes, aún para la St. James’s, hasta que en otoño de 1890 escribí un relato titulado The Double Return. Bueno, Oscar Wilde me preguntó:
—¿Usted es el autor de ese cuento que alborotó el gallinero? Me pareció muy bueno.
Sí alborotó el gallinero y la St. James’s Gazette y yo terminamos. No obstante, seguí escribiendo cuentos, ahora sobre todo para lo que llamaban periódicos “de sociedad”, que ya no existen. Y uno de esos cuentos apareció en un periódico cuyo nombre hace mucho que olvidé. Yo había llamado al relato “Resurrectio Mortuorum”, y el editor, con mucha sensatez, le cambió el título a “La resurrección de los muertos”.
No recuerdo con claridad cómo empezaba el cuento. Me inclino a pensar que era algo más o menos así:
El viejo señor Llewellyn, el anticuario galés, arrojó al suelo su ejemplar del periódico de la mañana y golpeó la mesa del desayuno, exclamando:
—¡Por Dios! Al último de los Caradoc del Garth lo ha casado un pastor disidente en una capilla bautista; en algún lugar de Peckham.
O bien retomaba el cuento unos años después de ese feliz acontecimiento y mostraba al joven empleado comercial perfectamente alegre, que una mañana corre demasiado rápido para alcanzar el autobús y se siente aturdido todo el día en su trabajo de oficina, y vuelve a casa un tanto abstraído, y luego, a la entrada de su propia casa, recupera, por así decirlo, su conciencia ancestral. Me parece que ver a su esposa y oír los tonos de su voz fue lo que de repente le anunció, con el sonido de una trompeta, que él no tenía nada que ver con esa mujer y su acento cockney, ni con el pastor que venía a cenar, ni con la