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Marina Gasparini Lagrange
Marina Gasparini Lagrange (Caracas, 1955) vive en Italia desde el año 2000, fecha en que fija su residencia en Venecia.
Es licenciada en Literatura por la Universidad Central de Venezuela. Precisamente en la Escuela de Letras de esta universidad dicta, entre los años 1989 y 2000, la cátedra Necesidades Expresivas para la cual prepara una decena de cursos que se convirtieron en una erudita y sugerente aventura por los territorios confluyentes de la literatura y el arte.
Su obra ensayística ha sido editada en publicaciones periódicas de literatura y psicología analítica en Venezuela, Colombia, Inglaterra e Italia.
Candaya Abierta, 3
LABERINTO VENECIANO
© Marina Gasparini Lagrange
Primera edición: septiembre de 2010
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Francesc Fernández
BIC: FA
ISBN: 978-84-15934-90-5
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
“¿Qué confuso laberinto
es éste, donde no puede
hallar la razón el hilo?”
Calderón de la Barca
“Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las hondonadas del monte. Este arte lo aprendí tarde, cumpliéndose así el sueño de que los laberintos sobre el papel secante de mis cuadernos fueron los primeros rastros.”
Walter Benjamin
Índice
I
Una noche de verano caminaba por calles que no sabía adónde me conducirían. Una secuencia inusual de sotoporteghi1 dejaba en mí la reiterada sensación de estar atravesando espacios desconocidos. La poca altura de los sotoporteghi me hacía bajar la cabeza con el reverente gesto ritual que acompaña y antecede la entrada a un recinto sagrado. La luz tenue de faroles aislados cubría de sombras la humedad que pendía del aire. Nada reconocía en esos callejones de penumbra suspendida. Las calles en su estrechez comprimían mis pasos. Caminaba entre muros de friso quebrado. Ante mí una bifurcación, crucé a la izquierda. Sólo la luz proveniente de una ventana dejaba reflejos en la oscuridad. Al final de la calle, el agua de un canal bordeaba los muros con el rumor pausado de la marea. Desanduve las piedras apenas holladas y en la esquina tomé la calle de la derecha. Las campanas sonaron doce veces. El eco de las campanadas me hizo dirigir la mirada hacia una hornacina hendida en el muro; en su interior una virgen, una vela con pilas y un pequeño florero con tulipanes de plástico. Un puente apareció ante mí. El bochorno de la noche le había robado su reflejo en el agua. Todo era penumbra y silencio. Ninguna paloma insomne surcaba el aire de los callejones alzando vuelo. Ante mí un nuevo sotoportego. Poco tiempo después, y sin saber cómo, una calle se abrió inesperadamente a los árboles y a la iglesia de San Giacomo dall’Orio. Entonces me percaté de la presencia de tres figuras surcando el campo2. Eran sombras evanescentes perdiéndose en la distancia.
A la mañana siguiente deambulé infructuosamente buscando las calles por las que había caminado la noche anterior. Daba vueltas equivocando el rumbo cada tres pasos. Caminé en sentido contrario sin encontrar la pequeña hornacina ni la secuencia de sotoporteghi. Venecia de nuevo me dejaba con el silencio en que nos sume la conciencia del misterio. Las calles habían desaparecido en la confusión de su trazado. Meses después una penumbra fuera del tiempo acompañada de un sigilo sin aliento, me permitieron reconocer el lugar ante el que había inclinado la cabeza en repetido gesto. Era el laberinto. El mío. Habría de recorrerlo de nuevo. Siempre de nuevo. Venecia, toda Venecia, es para mí un enigma que se deja ver, un laberinto que se aparece y que no hay que esforzarse por buscar, porque si se lo busca no se encuentra jamás.3
No hay umbral ante la entrada del laberinto. Nada lo anuncia. Nadie sabe cómo llegar a él, porque a diferencia del de Creta, el laberinto de Venecia posee meandros distintos para cada uno de nosotros. No salimos al encuentro de nuestro laberinto. Será éste el que nos encuentre. Llegará la noche en que sentiremos que estamos caminando sin llegar a ninguna parte. Lentamente perderemos el eco de nuestros pasos. Entonces giraremos y giraremos entre sinuosidades desorientadoras. Sin darnos cuenta, la ciudad cuyas calles forman una especie de laberinto4 nos introducirá en el laberinto. En el nuestro. El que nos pertenece. Llegará la noche en la que sentirnos dentro de un laberinto será sabernos habitantes de su desasosiego.
El diccionario de la Real Academia define el laberinto como un lugar artificiosamente formado de calles y encrucijadas, para que confundiéndose el que está dentro, no pueda acertar con la salida, y como segunda acepción, cosa confusa y enredada. El laberinto de Creta, ¿cómo olvidarlo?, ocultaba una deshonra. Así, en el origen del laberinto está la vergüenza. La vergüenza del rey Minos era tan tortuosa como el laberinto que, a petición suya, Dédalo construyó para ocultar allí al monstruoso hijo adúltero de su esposa Parsifae. En el centro de sus meandros fue abandonado Asterión, el Minotauro, único cautivo de la prisión que había sido ideada para él. Una vez que el laberinto fue construido y el Minotauro