Ediciones Alfaguara, Madrid, 1985, p. 79.
6 Idem, p. 80.
7 Idem, p. 69.
8 Jorge Luis Borges, Obras completas, “La casa de Asterión”, Emecé, Buenos Aires, 1974, p. 570.
9 Ver el capítulo “Ariadna” en Dionisos de Karl Kerényi.
10 Charles Juliet, Encuentros con Samuel Beckett, Edic. Siruela, Madrid, 2006.
11 Karl Kerényi, En el laberinto, Siruela, Madrid, 2006, p. 51.
12 Catulo, Canti, 64. V.53-59 Trad. Enzo Mandruzzato, BUR, Milano, 2004. (Ariadna... ve sin dar crédito a lo que ella misma está viendo: apenas despierta de un sueño traicionero, se encuentra infeliz, abandonada en una playa desierta. Mientras, el joven, sin memoria, huye golpeando con los remos las olas... (Trad. MGL).
13 Julio Cortázar, Los reyes, Ediciones Alfaguara, Madrid, 1985, p. 25.
14 Idem.
15 Agradezco a Eugenio Montejo la traducción y referencia de estos versos de Mário de Sá-Carneiro. La versión original portuguesa dice: Perdi-me dentro de mim / Porque eu era laberinto.
16 Franz Kafka, “La construcción” en La muralla china, Alianza Editorial, Madrid, 1980, p. 165.
17 Giuseppe Sinopoli, Parsifal a Venezia, Marsilio, Venezia, 2002, p. 31.
18 Cesare De Michelis, prefazione a Giuseppe Sinopoli, Parsifal a Venezia, Marsilio, Venezia, 2002, p. 9.
II
A Sylvia y Sandra, mis hermanas.
Prisiones y ruinas dicen de Gian Battista Piranesi. Un sentimiento desolado embarga el corazón de este veneciano que en 1740, a los veinte años de edad, abandona la escenografía de su ciudad natal por la soledad luminosa de la capital del viejo imperio. Mientras Piranesi se aleja de Venecia, otros harán de ella la llave que abre las puertas de confusas prisiones en las que habitan la tortura y el abandono.
La primera edición de los grabados de las Carceri de Piranesi fue publicada en 1745 y fechada por su autor en 1742. Dicen que estas imágenes son resultado de los delirios febriles ocasionados por la malaria que sufriera en la campiña romana. De ser cierto, y toda leyenda termina siéndolo, la enfermedad le ofreció a este veneciano otra manera de imaginar la aflicción. En 1761 hace una segunda edición de sus “Prisiones”. Hiende nuevamente el buril sobre las planchas originales y agrega dos más a las catorce láminas precedentes. La edición definitiva está conformada por dieciséis imágenes en las que nuevas líneas y una mayor oscuridad ahondan el espacio. Entre estas piedras, nada parece tener fin. Tampoco el miedo y el abandono que se respira entre esos pasadizos. Las incisivas e inquietantes sombras piranesianas son como la herida siempre abierta de Filóctetes. En algún recodo llora una queja que se transforma en esas imágenes. Y es que las cárceles de Piranesi son metáforas de otras prisiones.
Las cárceles de Piranesi las vemos con la confusión y la perplejidad que estas imágenes dejan en nuestros ojos. La minuciosidad del trazado piranesiano no desatiende las argollas, cables y ruedas dentadas que han dejado de girar para ser cinceladas en toda su infortunada redondez. Recordamos las vigas de la lámina que da inicio a la serie y lleva el título de la obra: la agresividad de estos leños no nos es desconocida. En las Carceri del veneciano, arcos, puentes y líneas se multiplican ante nuestra mirada. En ellas, incluso el infinito ha perdido su noción de lejanía inconmensurable. Entre estos muros el hombre es abandonado al tormento de una gran confusión espacial. Y nada más lejos de la noción que poseemos de las cárceles que estas de Piranesi. Aquí el espacio no aprieta. Tampoco logramos escuchar nuestra respiración. En la enormidad de estas Carceri sentimos una manifiesta intención de su autor. Cuando la prisión es el tema, pareciera que lo que nos encarcela tiene proporciones piranesianas. En este lugar, el hombre es una figura adosada a un muro de piedra. Y podemos presentir a los prisioneros de la pasividad, esos que horadan la tierra en el círculo delineado por la apatía. Los presos de Piranesi son seres anónimos que en el trazo recuerdan a aquel fantoche de Honoré Daumier gesticulando incansablemente desde la altura del taburete. En estos espacios el hombre se empequeñece ante la inmensidad de las prisiones que habita. El énfasis está en las cárceles, no en el encarcelado.
Por las prisiones de Piranesi la pena pasea su desencanto. En sus penumbras los lamentos se hacen sordos a oídos extraños. En ellas aterra ver al hombre esclavo de su piedra como Sísifo del acarreo de la suya. En estas construcciones escuchamos los ecos del silencio. Ecos que cuentan fragmentadamente historias de otros tiempos. Ecos que presagian nuevos dolores sobre viejas heridas. Aquí no hay personajes que hablen desde la prisión. Otras fueron las cárceles habitadas por Segismundo19, Ricardo II u Oscar Wilde. Segismundo veía sobre las piedras de su torre, las sombras a contraluz de su vida siempre encarcelada. Y en las mazmorras de la torre de Londres, coronamos de nuevo la testa vencida del rey Ricardo II. Shakespeare nos impide olvidar la tragedia del monarca. Mientras el rey abdicaba su corona, Ricardo, el hombre, ganaba otra. Bolingbroke no irá detrás de esa realeza, no la reconoce, tampoco la legitima. ¿Será que donde el monarca ostenta su cetro, el Hombre no es “la” majestad? Y es desde lo que en el hombre es más hondo y soberano que Oscar Wilde nos lega su De Profundis. La tradición religiosa nos recuerda que el De Profundis es el canto ritual que se entona ante el cuerpo muerto y aún no enterrado del fallecido. Ante el cadáver de lo que fue su vida, Wilde canta. Desde la cárcel de Reading se eleva una plegaria que nos incluye: Todos los hombres matan lo que aman20. Dice el poeta que unos lo hacen con la espada, otros con un beso; unos con violencia, otros con cobardía. Todos21. No escapamos a nuestra condena. Unos la cumplen entre los muros de la prisión, otros, los más, habitan diferentes círculos del infierno. Cambia el nombre, no la sanción.
En las cárceles de Piranesi los grises pesan en el alma como plomo sobre el corazón. La tristeza es insondable. No hay puerta que nos impida la salida, pero no lo intentamos. Algo nos dice de la inutilidad del esfuerzo. Mientras el alma nos pese, sólo lograremos cambiar las formas de la celda. Y es esta quizá una de las más dolorosas certezas que nos revela Piranesi en sus láminas. Los dieciséis grabados de las Cárceles, originalmente catorce, recuerdan las catorce estaciones del Vía Crucis de Cristo. Cada estación tiene su nombre, como nombre tiene cada prisión. Las cárceles de Piranesi son imágenes de un Vía Crucis interior que debemos recorrer a solas. Cada prisión es como una nueva caída de Cristo en su Pasión. Las prisiones de Piranesi son imágenes de esa cruz que llevamos a cuestas. Cargamos con ella. Caemos. Pero, ¿dónde está el centurión que nos ayude a levantarnos de nuevo?, ¿dónde la Verónica con el paño que retrató la expresión sagrada del dolor?, ¿dónde Magdalena y su amor? Responde el silencio. Atormenta