Marina Gasparini Lagrange

Laberinto veneciano


Скачать книгу

más se habló, y el laberinto, entre otros tantos significados, pasó a ser sinónimo del reino de la muerte y Asterión no dejó de ser el monstruo, siempre el monstruo, que cobraba la vida de jóvenes y doncellas atenienses que cada nueve años debían ser sacrificados por él. Pero, ¿quién sabía lo que realmente sucedía dentro del laberinto? Nadie que hubiera ido al encuentro del Minotauro había regresado. Cortázar nos conmueve en Los reyes con el personaje que crea de aquel que es mitad hombre, mitad toro. Un minotauro que no sólo no mata a los jóvenes, sino que para ellos él era ¡Señor de los juegos! ¡Amo del rito!5 En el momento de su agonía el citarista le dice: Tú nos llenaste de gracia en los jardines sin llave, nos ayudaste a exceder la adolescencia temerosa que habíamos traído al laberinto. ¿Cómo danzar ahora?6 La muerte, sabía Asterión, era para él la única salida del laberinto que lo aprisionaba. Teseo, poco antes de introducir su espada heroica en el cuerpo del Minotauro, subraya: Algo me dice que podrías combatir y no quieres7. Y en palabras de Borges oímos: ¿Lo creerás, Ariadna? El Minotauro apenas se defendió.8

      Sin embargo, dirigimos nuestros pasos hacia el centro del laberinto; lo buscamos y nos extraviamos en su interior. Y será una extraña quietud una de sus vías de reconocimiento. Su experiencia son vislumbre y perplejidad recorriendo nuestro cuerpo. Entonces sentiremos la dificultad del espacio en el cual no logramos imaginar trayectos factibles para nuestras nuevas búsquedas. De esta manera, la necesidad de regresar al trazado laberíntico será el impulso que nos alejará del lugar en el que no es posible perderse, pero en el que tampoco podemos ya encontrarnos. Y me pregunto, ¿fue la monstruosidad del minotauro la única que supo encontrar la manera de habitar y hacer suyo el centro del laberinto mientras esperaba con ansiedad la salida que para él era la muerte?

      Es oportuno señalar que recorriendo callejones sin salida y bifurcaciones continuas, el espacio laberíntico hace de la escogencia una libertad y no un destino. La predeterminación al éxito o al fracaso no está contemplada en la creación de Dédalo. En nosotros está la salida, también el riesgo de hacer cada vez más profundo nuestro extravío. El obstáculo, la posibilidad que choca contra un muro ciego, la calle que termina ante el agua serán todas elecciones y responsabilidades propias. Nadie guiará nuestros pasos ni murmurará a nuestro oído cuál vía tomar frente a los ramales que se abren ante nosotros. De nada servirá intentar leer en el trazado de nuestras manos; dentro del laberinto, esa caligrafía carece de interpretación.

      La mirada del héroe se detiene en la exterioridad que es siempre acción. El héroe se mueve sin aminorar el paso para escuchar aquello que puede estar murmurando dentro de él. La interioridad, que es quieta reflexión, le está negada. El ámbito del héroe ignora la instrospección de la tragedia y de la poesía lírica. Su condición heroica desconoce la experiencia y el proceso interior que la errancia, la soledad, la equivocación y las dudas dejan en el alma de quien transita y busca salir del laberinto.

      Durante el Imperio Romano el laberinto dejó de ser una construcción y las figuras con que se lo representaba entraron como imagen simbólica en las catedrales del Medioevo. Sus líneas incisas en los pavimentos trazaban el peregrinaje sustitutivo a Jerusalem. A través de la imaginación se recorría en el espacio sagrado la vía que llevaba al centro de la religiosidad. El laberinto en las iglesias propició que el lento paso a paso del peregrinaje adquiriera resonancias en la individualidad. La forma laberíntica en los pisos era conocida como mundus. Se sabía que el mundus y la vida eran un laberinto; la experiencia misma lo afirmaba. El hombre, de esta manera, se movía llevando dentro de sí el trazado de esa confusión. Es entonces oportuno recordar el retrato que Bartolomeo Veneto realizara en 1510 de “El hombre con el laberinto”: el caballero del retrato lleva emblemáticamente el diseño laberíntico en su pecho. ¿Acaso la mirada estrábica del gentiluomo está en relación con el trazado dedálico del paño que lo viste?