más se habló, y el laberinto, entre otros tantos significados, pasó a ser sinónimo del reino de la muerte y Asterión no dejó de ser el monstruo, siempre el monstruo, que cobraba la vida de jóvenes y doncellas atenienses que cada nueve años debían ser sacrificados por él. Pero, ¿quién sabía lo que realmente sucedía dentro del laberinto? Nadie que hubiera ido al encuentro del Minotauro había regresado. Cortázar nos conmueve en Los reyes con el personaje que crea de aquel que es mitad hombre, mitad toro. Un minotauro que no sólo no mata a los jóvenes, sino que para ellos él era ¡Señor de los juegos! ¡Amo del rito!5 En el momento de su agonía el citarista le dice: Tú nos llenaste de gracia en los jardines sin llave, nos ayudaste a exceder la adolescencia temerosa que habíamos traído al laberinto. ¿Cómo danzar ahora?6 La muerte, sabía Asterión, era para él la única salida del laberinto que lo aprisionaba. Teseo, poco antes de introducir su espada heroica en el cuerpo del Minotauro, subraya: Algo me dice que podrías combatir y no quieres7. Y en palabras de Borges oímos: ¿Lo creerás, Ariadna? El Minotauro apenas se defendió.8
El laberinto es una imagen arquetípica, primodial, que se ha enriquecido con las distintas lecturas con las que cada época se ha detenido en la recurrencia de su aparecer. Sus vías sinuosas son imágenes vivas en nuestra interioridad y en nuestra cultura. El laberinto es un lugar pero es también un sentimiento. Es una metáfora y, como tal, ambigua en su significación. La etimología de su palabra, labrys, alude a una doble hacha. La noción de duplicidad le es entonces connatural. Sus giros tortuosos y sus meandros sin salida, la confusión reinante en su espacio, la angustia creciente dentro de sus círculos, junto al peligro de muerte que amenaza en lo recóndito de su construcción, son maneras de señalar un recorrido que conduce a la luz9 mientras se transita el reino de la muerte, del miedo, la sofocación. Se camina dentro del laberinto, se gira y se gira horadando los propios círculos. No se avanza. Se gira perdiendo seguridades mientras se reconocen pasos perdidos entre curvas y oscuridades. Tenía razón Beckett10 al afirmar que debemos encontrar el camino equivocado que nos conviene.
No a todos está dado recorrer el laberinto y encontrar posteriormente la salida. Sólo los elegidos podrán hacerlo, a los demás, a los no iniciados, se les negará la entrada o se perderán siguiendo los destellos que el error y el engaño vierten en ondulaciones que se duplican como imágenes reflejándose en el serpenteo delineado por canales de agua. No todos están destinados a ser iniciados en los misterios del laberinto. Perderse en el recorrido, equivocar la escogencia de la vía y volver sobre los propios pasos son algunas de las condiciones que pueden conducir al centro y posteriormente hacer reconocible el camino hacia la salida. Pero no es una línea recta lo que conduce al centro; y es que no se llega expeditamente al lugar del misterio, de la experiencia y del devoto silencio: (El misterio) debe ser vivido, respetado e integrado en la propia vida. Un misterio que se resuelve con una explicación, nunca lo ha sido. El misterio auténtico se resiste a la ‘explicación’; (...) porque su esencia misma no permite resolverlo de un modo racional.11
Sin embargo, dirigimos nuestros pasos hacia el centro del laberinto; lo buscamos y nos extraviamos en su interior. Y será una extraña quietud una de sus vías de reconocimiento. Su experiencia son vislumbre y perplejidad recorriendo nuestro cuerpo. Entonces sentiremos la dificultad del espacio en el cual no logramos imaginar trayectos factibles para nuestras nuevas búsquedas. De esta manera, la necesidad de regresar al trazado laberíntico será el impulso que nos alejará del lugar en el que no es posible perderse, pero en el que tampoco podemos ya encontrarnos. Y me pregunto, ¿fue la monstruosidad del minotauro la única que supo encontrar la manera de habitar y hacer suyo el centro del laberinto mientras esperaba con ansiedad la salida que para él era la muerte?
Es oportuno señalar que recorriendo callejones sin salida y bifurcaciones continuas, el espacio laberíntico hace de la escogencia una libertad y no un destino. La predeterminación al éxito o al fracaso no está contemplada en la creación de Dédalo. En nosotros está la salida, también el riesgo de hacer cada vez más profundo nuestro extravío. El obstáculo, la posibilidad que choca contra un muro ciego, la calle que termina ante el agua serán todas elecciones y responsabilidades propias. Nadie guiará nuestros pasos ni murmurará a nuestro oído cuál vía tomar frente a los ramales que se abren ante nosotros. De nada servirá intentar leer en el trazado de nuestras manos; dentro del laberinto, esa caligrafía carece de interpretación.
En las líneas de mis manos resguardo el amor de Ariadna y la memoria de su hilo. Su filamento es frágil como la incertidumbre y el miedo latiendo en espacios tortuosos hundiéndose en el encierro. Pareciera ser la delicadeza de un hilo lo único a lo que podemos aferrarnos recorriendo el camino de salida del laberinto. Un hilo que insinúa la necesidad de hacer de la fragilidad la única guía entre las líneas laberínticas. Pero nada entendió Teseo del ovillo deshilvanado de Ariadna. Teseo, el héroe, literalizó el hilo y una vez fuera del laberinto no giró sus espaldas para surcar sus manos con la hebra que le restó vacilación a sus pasos acelerados. Lo sabemos, Teseo deja el hilo tirado sobre las piedras creadas por Dédalo. Su negligencia es gesto premonitorio del abandono que Ariadna sufrirá durante su sueño. Muerto Asterión, Teseo se alejará de las costas de Creta con la joven en la nave. Pero muy poco estará Ariadna junto al héroe amado. En la isla de Dia, Teseo alzará a traición sus velas mientras ella aún sueña: Ecco Arianna…vede ma ancora non crede in quello che vede, / appena destata, rimossa da un sonno ingannevole, / e si scopre infelice, lasciata su un lido deserto./ Ma il giovane smemorato percuote fuggendo le onde...12 El héroe huye, son palabras de Catulo en sus versos. Pero en su huida Teseo no recordó cambiar las velas según acordado gesto. Sería el color blanco extendido al viento, diálogo sin palabras entre el rey y su hijo regresando con vida a casa. Así como Teseo no supo detenerse ante la sutileza del hilo, tampoco intuyó la angustia de su padre escrutando en el horizonte. Teseo olvidó y Egeo dejó caer su cuerpo desde una altura comparable sólo con su dolor.
La mirada del héroe se detiene en la exterioridad que es siempre acción. El héroe se mueve sin aminorar el paso para escuchar aquello que puede estar murmurando dentro de él. La interioridad, que es quieta reflexión, le está negada. El ámbito del héroe ignora la instrospección de la tragedia y de la poesía lírica. Su condición heroica desconoce la experiencia y el proceso interior que la errancia, la soledad, la equivocación y las dudas dejan en el alma de quien transita y busca salir del laberinto.
Durante el Imperio Romano el laberinto dejó de ser una construcción y las figuras con que se lo representaba entraron como imagen simbólica en las catedrales del Medioevo. Sus líneas incisas en los pavimentos trazaban el peregrinaje sustitutivo a Jerusalem. A través de la imaginación se recorría en el espacio sagrado la vía que llevaba al centro de la religiosidad. El laberinto en las iglesias propició que el lento paso a paso del peregrinaje adquiriera resonancias en la individualidad. La forma laberíntica en los pisos era conocida como mundus. Se sabía que el mundus y la vida eran un laberinto; la experiencia misma lo afirmaba. El hombre, de esta manera, se movía llevando dentro de sí el trazado de esa confusión. Es entonces oportuno recordar el retrato que Bartolomeo Veneto realizara en 1510 de “El hombre con el laberinto”: el caballero del retrato lleva emblemáticamente el diseño laberíntico en su pecho. ¿Acaso la mirada estrábica del gentiluomo está en relación con el trazado dedálico del paño que lo viste?
Cuando el laberinto es un traje cubriendo el lugar del corazón, no puedo dejar de mencionar las palabras de Minos a su hija Ariadna. Sin piedad ni remordimiento le dice: Fue preciso vestirlo de piedra para que no tronchara mi cetro13. El peligro y el