y la imaginación conviven y se retroalimentan. El narrador es Pedro, quien describe su familia, la casa en donde vivió, las distintas personas que la habitaron, y la iglesia evangélica a la que asistió. Todos estos personajes se constituyen en verdaderos catalizadores de la sociedad de ese tiempo. Todos han sido fuertemente influenciados por la iglesia, y sus acciones son generalmente explicadas y justificadas por este dato. Incluso cuando no sea evidente, lo religioso está latente en cada historia y solo basta saberlo para descubrirlo.
Algunos de los temas más sobresalientes son la vida del inmigrante, la sexualidad, la muerte, la fe, las relaciones humanas, la función formadora de lo religioso, todos ellos entretejidos en la narrativa como una suerte de indecibles que se materializan en confesiones a través de la palabra escrita. Son pedazos de subjetividad hechos realidad a traves de una narración que desnuda sin escrúpulos el alma de un niño y de la sociedad que lo vio crecer.
Las historias de este libro tienen como propósito darle voz a un grupo religioso minoritario, los evangélicos, y criticar los privilegios no asumidos del status quo en un país marcado por grandes diferencias sociales, sexuales, raciales, políticas, religiosas, e intelectuales. No evidencian resentimiento, como se podría llegar a pensar, sino que afirman que ciertas vivencias son tan válidas como otras pues no hay nada que las distinga cualitativamente. Al criticar la meta-narrativa de la cultura oficial y descentrar la hegemonía de la heterosexualidad y el patriarcado asumidos en ella, estas historias se encuentran claramente arraigadas en la posmodernidad.
En esta invitación a entrar al mundo seudo ficticio de Antifaz Negro, lleno de situaciones hermosas y de las otras, de nacimientos y muertes, cirugías exitosas y suicidios, risas y llantos, en fin, toda la variada gama de las experiencias que nos hacen humanos, se espera que las lectoras y los lectores puedan descubrir la trayectoria ideológica del autor y encontrar en ella las herramientas necesarias para su propia decostrucción y crítica cultural.
INTRODUCCIÓN
Me llamo Pedro, y quiero contarles la historia de mi familia. Nací y crecí en una ciudad de la provincia de Buenos Aires, Argentina, en los años cincuenta, cuando tratábamos de entender quiénes éramos como país (todavía lo estamos haciendo… sin mucha suerte). En aquel tiempo nuestra sociedad gambeteaba el futuro entre opciones opuestas e irreconciliables: ser militar o democrático, radical o peronista, católico o protestante. Nada era gris, todo era blanco o negro. No había medias tintas.
Mi familia era protestante, o evangélica. Este no es un dato sorprendente puesto que el protestantismo llegó a la Argentina en el siglo XIX después de las invasiones inglesas y con los asentamientos escoceses y galeses en la Patagonia. Pero el tipo de protestantismo en el que yo me crie había venido de los Estados Unidos a principios del siglo XX, haciéndose notar significativamente después de la segunda guerra mundial como consecuencia de un agresivo programa de neo colonización por parte de ese país que utilizó a los misioneros como sus agentes inconscientes. Con los misioneros llegaron también las “bendiciones” del capitalismo: las empresas multinacionales, los armamentos bélicos, los préstamos de la banca internacional, y cosas más mundanas como el chicle, el blue jean y la música de rock, entre otras.
El protestantismo al que me refiero era de un conservadorismo teológico acérrimo, basado en una lectura literal de la Biblia a la que considerábamos nuestra única fuente de autoridad siguiendo aquella famosa máxima de Martin Lutero, sola escritura, sobre la cual la Reforma había construido todo su edificio ideológico. En ella encontrábamos argumentos y fuerzas para contrarrestar las burlas de una población mayoritariamente católico romana. Tratar de convencerlos de que sus santos, sus vírgenes, y su acatamiento a la autoridad papal eran una aberración teológica y una verdadera blasfemia contra Dios nos daba una gran satisfacción, pues nos hacía sentir justos y virtuosos. Yo crecí en este ambiente, al margen de la cultura religiosa oficial, con una especie de identidad sectaria de la que estaba a la vez avergonzado y orgulloso. Avergonzado como cuando me decían: “Si a vos la religión te prohibe bailar, fumar, tomar alcohol, tener relaciones sexuales, ¿para qué vivís?” Y orgulloso como aquella vez en la escuela secundaria cuando me llamaron a dar la lección—era sobre Egipto—y gracias a mi conocimiento del tema por haberlo leído en la Biblia, dejé a todos impresionadísimos, sobre todo al profesor, que me mandó a sentar diciéndome: “Ya está, es suficiente, tiene un diez.” Ese día mi marginalidad religiosa me catapultó a un protagonismo inesperado, similar al del patriarca José en Egipto.
Pero hay otro elemento en mi marginación y es el sentimiento de inferioridad que experimentara por el hecho de pertenecer a la clase de los artesanos, un grupo social que se ubicaba por encima de los pobres, pero un tanto por debajo de la clase media. Pertenecíamos a ella por obra y gracia de la profesión de mi padre, zapatero, un oficio muy común entre los inmigrantes italianos.
En mi ciudad había dos fronteras sociales, una natural, el arroyo; la otra artificial, las vías del tren. Ambas demarcaban el límite entre la civilización y la barbarie, como diría Sarmiento. Detrás del arroyo vivían los descendientes de los indios pampas, que habían habitado esta región en el siglo XIX. Detrás de las vías vivían los pobres, a los que llamábamos “negros”, pero que en realidad eran mestizos, gente del interior del país que hacían las tareas más denigrantes: basureros, barrenderos, camioneros, y otras profesiones similares. Entre estas dos barreras sociales y emocionales vivían los demás: ganaderos, estancieros, militares, profesionales, negociantes y artesanos. Arrastré esta doble marginación hasta que la gran urbe de Buenos Aires vino en mi auxilio ofreciéndome el piadoso anonimato de sus calles. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Primero quiero contarles qué sucedió el día en que me inventé a Antifaz Negro. Pero para eso van a tener que leer la primera historia.
NACE ANTIFAZ NEGRO
“Pero él les mandó que no dijesen esto de él a ninguno”
Evangelio según San Marcos 8:30
Desde mi mundo de soldaditos de plomo y autitos de plástico, que instalaba diariamente en el soleado patio de la casa, yo observaba pasar a mi padre ocupado en las tareas del taller de zapatería. Iba del taller a la cocina a buscar el mate, o al baño. Veía sus piernas, y el delantal de zapatero, pero raras veces me detenía a observar su rostro. Inmerso en mi realidad, yo contemplaba la de mi padre sin dejar que esta me afectara. La mía era controlable, predecible, acogedora. La de mi padre no. Nunca se sabía cuándo iba a venir la próxima cachetada, o la próxima mirada fulminante, o la próxima orden: “¡Vaya a barrer la vereda, y ayude a su madre!” Mi mundo, el del patio, ese que me invitaba todos los días a escapar de una realidad adulta que no llegaba a entender, o quizás no quería entender, era mi refugio emocional y creativo. Allí inventaba situaciones e historias donde yo era el protagonista principal, no mi padre. Ahí fue donde nació Antifaz Negro.
Trataba de emular al Zorro, había leído de sus aventuras y hazañas en las revistas de historietas. Como él, quería ser el defensor de los débiles, sobre todo de las niñas lindas e inalcanzables. Pero no tenía el apellido de alcurnia de aquel célebre californiano, De la Vega, ni su sofisticado nombre, Diego. No, mi nombre era común, Pedro, y mi padre no era el representante de la corona española en Los Ángeles sino el zapatero del pueblo. No obstante, yo pensaba que igual podía repetir las hazañas del Zorro. Así que un día, con las sobras de cuero que encontré en el taller de zapatería, me hice un antifaz y, como don Quijote de la Mancha, me di a mí mismo un nombre: Antifaz Negro. De ahí en más, y mientras tuviera puesto el antifaz, yo ya no era Pedro, era Antifaz Negro.
Por aquel entonces yo vivía en dos domicilios: en la casa paterna, y en la iglesia evangélica del pueblo. En ambos domicilios había un padre autoritario que me controlaba y limitaba. A uno podía ignorarlo, si quería, lo cual a veces hacía, ocultándome en mi mundo de juguetes, o enterrando la cabeza en la diaria tarea escolar. Al otro no. Era imposible evitar, en cada rincón de mi ser y en todo lugar, la presencia permanente de ese otro Padre, omnipotente y omnipresente.
Transitaba entre las dos casas con la constante sensación de que mi vida estaba siendo supervisada vertical y horizontalmente. No era libre ni para pensar, porque aún mis pensamientos