cardos, pero sobre todo el aroma de las rosas que la abuela había plantado en grandes macetas a la entrada de la casa.
Fue largo y agotador el viaje en el vapor La Veloce. Un mes, para ser preciso. El abuelo se pasaba los días mirando el océano, pensando en la familia que había dejado y en el reencuentro, aunque no sabía, no podía imaginar lo que le esperaba en esa tierra de extraño nombre. Un primo, que vivía allí, le había escrito contándole sobre lo que le aguardaba en este país que ya había recibido miles y miles de inmigrantes italianos como él. En ese sentido era un poco como ir a la casa de un pariente. Por lo menos eso lo tranquilizaba. Pero lo que realmente le preocupaba era el idioma. ¿Cómo me voy a comunicar si yo no sé ni una palabra en castellano? —decía. ¿Cómo me voy a hacer entender? El abuelo no sabía leer. Los libros eran tan foráneos para él como aquel transatlántico inmenso que se obstinaba a mantenerse a flote a pesar de su peso y de su tamaño.
Al llegar al puerto de Buenos Aires divisó a su primo entre la multitud que con gran algarabía le daba la bienvenida a los viajeros. Descendió del barco siguiendo el estricto orden de desembarco: primera clase, segunda y tercera. Él viajaba en tercera, y con su único equipaje, una valija de cartón duro que había comprado en la tienda del pueblo antes del viaje, y abriéndose paso entre el gentío, llegó hasta donde estaba su primo, le abrazó y le dijo con esa sonrisa de oreja a oreja que le caracterizara: ¡Agghiu vinutu a fare amereca!1
Después de pasar por la oficina de inmigración, en donde se le asignó un número de entrada al país, y se le tomaron los datos personales, el abuelo y Matías -así se llamaba su primo- se dirigieron a la estación del ferrocarril en donde abordaron un tren que finalmente los depositó en la estación del pueblo. El viaje fue en un coche de segunda clase, pero aun así el confort era tal que el abuelo no dejaba de admirarse. ¡Chisti sunu megghiu di chiddi da Sicilia!2 —dijo con gran excitación. — Sí, le respondió Matías, —A vita nuova ca fai ca vidi ca ti piaci.3
Corría el año 1902. El abuelo tendría por entonces unos veinticinco años. Medía un metro setenta, nada más. Rubio, y de ojos celestes, parecía más sajón que italiano. Llevaba grabada en su cara la pluralidad de razas que se fueron aglutinando en Italia por siglos y que estallaron en cada individuo con una particularidad que resistía todo estereotipo. Había sicilianos rubios, como el abuelo, pero los había también oscuros, con rasgos moros, como mamá. Y otros parecían normandos o españoles, con tez más clara y más altos. De profesión agricultor, según lo dice el acta de casamiento expedido por la comuna de Gangi, no le fue difícil conseguir trabajo, primero como peón de campo en la estancia cuyos dueños eran británicos; después cultivando verduras que luego vendía en el mercado del pueblo. Con esto pudo comprar, al cabo de dos años, una pequeña casa en las afueras de la ciudad, en lo que se llamaba “la colonia de los italianos”, y ahorrar suficiente dinero para traer de Italia a su esposa y a sus dos hijos.
Luego de cuatro largos años, la familia volvió a reunirse; y al cabo de otro nació mi padre, el primer hijo argentino, símbolo de la nueva vida y, por ello, el preferido de mis abuelos, quienes siguieron poblando el país con su simiente. Después vinieron cinco hijos más, y todos a su vez tuvieron hijos e hijas, como bien lo atestigua la foto de los ochenta años de la abuela, en donde se la ve rodeada de una cantidad no despreciable de hijos y nietos. Por aquel entonces el abuelo ya no estaba. Había fallecido hacía más de diez años debido a una peritonitis aguda que hoy, gracias a los adelantos médicos que existen, podría haber sido evitada.
El abuelo nunca regresó a Sicilia. Nadie en su familia jamás lo hizo, ni siquiera para visitar a los parientes que habían quedado allá. Hasta que un día, muchos años después, mi hermana Juana y yo decidimos devolverle a los abuelos la familia que habían perdido y visitar ese rincón del mundo en donde se habían originado nuestros genes. Y en un frasquito con tierra del cementerio de nuestro pueblo, en donde están sus tumbas, nos llevamos simbólicamente a los abuelos. En el cementerio de Gangi, en una sección que denotaba el paso de los años, a juzgar por las tres pequeñas cruces decrépitas con nombres indescifrables y tapadas de yuyos, nos imaginamos los nombres de nuestros bisabuelos, destapamos el frasco con tierra argentina y la mezclamos con la siciliana. Mi hermana tomó la palabra y leyó algo que había escrito para la ocasión:
No puedo entender muy bien qué nos trajo hasta Gangi. No lo sé. Debe haber en nosotros una fuerza que no conocemos. Una historia sin rostros que buscamos porque nos pertenece. El amor de otras presencias que nuestra sangre no olvida. El áspero roce de manos iguales a las nuestras. En este pueblo hubo cuatro casas donde cuatro jóvenes que fueron nuestros abuelos, sembraron y esperaron las cosechas; y un día se fueron a otra tierra, tuvieron hijos y siguieron trabajando sin volver la mirada sobre el hombro. Tal vez cantaban en su idioma para no llorar. Nunca volvieron a Sicilia. Se les fueron borrando las imágenes de las familias que dejaron; sobrevivieron al olvido. Hoy traemos un puñado de la tierra donde reposan, la dejamos en este lugar junto a sus mayores. Hoy somos Giuseppe, Dominica, María Antonia, Salvatore. Y estamos de vuelta.
Una suave brisa proveniente del mar se llevó el espíritu de los abuelos y lo esparció por la mágica campiña siciliana, en donde se unió al aroma de las flores silvestres - a las margaritas, las flores de cardo, las violetas, la menta, el hinojo - y al de las rosas de la abuela. Y así, finalmente, regresaron a su hogar.
1. He venido a hacerme la América.
2. Este tren es mejor que los de Sicilia.
3. Te gustará tu nueva vida.
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