Ahí era otro y disfrutaba de una cierta autonomía y libertad. Me daba el lujo de soñar cosas, de imaginar mundos, de ser el héroe valiente de historias inéditas. Era otra persona. El antifaz parecía protegerme de mi mismo, de mi propia inseguridad por ser el hijo menor de una familia de seis, de los recuerdos de las veces en que mi padre me castigara por trivialidades, como aquel día cuando compré una revista en el kiosco equivocado y la paliza que me dio hizo que me orinara encima. Ese incidente me marcó para el resto de mi vida. Malentender una cierta información fue algo que determinó, ya de grande, decisiones importantes.
Con el antifaz puesto me animaba a todo, hasta a falsificar la firma de mi padre en el examen aquel de matemáticas que luciera un 2 primoroso, o a fumarme a escondidas un cigarrillo robado del saco sport de mi hermano, quien había regresado del servicio militar con ese vicio inmundo, según decía mi madre, y lo había descalificado de la membresía de la iglesia evangélica del pueblo, no solo porque el que fumaba era un pecador empedernido que terminaría sus días en el infierno, sino también porque se había puesto de novio con una chica católica, con la que finalmente se casaría en la parroquia de la virgen de Luján, atrayendo sobre sí, según la opinión generalizada de los evangélicos, la ira de Dios. ¡Casarse en una iglesia católica! ¡Qué blasfemia, rodeado de todos esos santos y vírgenes! Por eso me ponía el antifaz y así, creía yo, me hacía invisible. Nadie me reconoce, pensaba, y me sentía seguro. Ocultaba mi verdadero yo detrás de una máscara que parecía darme una cierta inmunidad contra la crítica de una sociedad en donde no había lugar para un niño de diez años con imaginación de poeta y que se creía el protagonista de una historieta de la cual él era también el autor.
Un día, cuando finalmente decidí salir por el barrio a buscar doncellas en apuros y débiles en necesidad, me di cuenta que antes debía comprobar si el disfraz funcionaba, o sea, si me hacía pasar desapercibido. Pero ¿cómo hacerlo sin despertar sospechas? Tendría que probar la eficacia de mi personalidad secreta con alguien que no la delatara en caso de que el antifaz no funcionara. Loló es la persona adecuada, pensé. Ella era mi sobrina, unos años menor que yo, quien solía venir a menudo de visita. En una de esas ocasiones, y cuando se encontraba distraída jugando con sus muñecas, tomé coraje, me puse el antifaz y asomándome por una ventana pequeña que comunicaba la despensa con el patio posterior de la casa grité: —¡Boo!
—¡Ay!, contestó Loló aterrorizada, y salió corriendo a refugiarse, llorando, en las polleras de mi madre quien, secándose las manos en el delantal, demandó una explicación.
—La nena dice haber visto un enmascarado. ¿Eras vos? Primero lo negué:
— ¿Un enmascarado? ¿Qué querés decir? No he visto a nadie por aquí…
Mi respuesta no fue muy convincente así que, después de dos o tres intentos por negar el hecho, tuve que sacar el antifaz del bolsillo y mostrárselo, avergonzado, a mi madre.
—Así que eras vos, ¿eh? ¿Y cómo se te ocurrió asustar así a la nena? ¡Que no se vuelva a repetir!
Aunque aparentemente el disfraz había funcionado, ya que Loló no se dio cuenta de que Antifaz era yo, lo mismo quedé destrozado, no tanto por la reprimenda, sino más bien por el hecho de que mi identidad secreta había sido descubierta. ¿Cómo iba ahora a proseguir con mi misión? Seguramente Loló iba a contárselo a todos y el plan se arruinaría. Pero para mi sorpresa no lo hizo, así que cuando las cosas se calmaron decidí continuar con mi tarea justiciera. Pero esta vez iba a tener que llevar mi acto fuera de casa. Y la oportunidad se me presentó un par de días después.
Hablando con dos chicas amigas, a quienes secretamente esperaba conquistar con mi audacia y mi valor, les comenté sobre Antifaz Negro. Les expliqué quién era este individuo a quien, de pura casualidad, había conocido una vez. Y les dije que si alguna vez se encontraran en algún peligro todo lo que tenían que hacer era llamarlo: ¡Antifaz Negro! Las chicas quedaron embelesadas.
—¿Estás seguro de que si lo llamamos vendrá? —preguntaron a coro.
—Por supuesto, — repliqué con cara de bobo. —Antifaz Negro nunca falla.
Al día siguiente una de las chicas me confesó que la noche anterior había hecho una prueba. Había llamado a Antifaz Negro fingiendo estar en apuros y ante su desconcierto este nunca apareció.
—Ah, dije, pero eso es porque no estabas realmente en peligro. Si lo hubieras estado, él hubiera venido a rescatarte. Ese tipo tiene un sexto sentido para olfatear el peligro (aunque no para detectar situaciones vergonzosas, como el lector pronto descubrirá). Como no vi que mi argumento las convenciera, pensé que necesitaba hacer algo drástico, y pronto. O sea, que Antifaz Negro debía entrar en acción lo antes posible. Y así fue.
Unos días después me encontraba en el club deportivo del barrio presenciando un evento gimnástico junto con mis dos amigas. Con cara de estúpido, y como quien no quiere la cosa, les digo:
—Me parece haber visto a Antifaz Negro en la plaza. ¿Quieren venir conmigo y conocerlo? Pero déjenme ir primero así lo pongo de sobre aviso. No le gustan las sorpresas. Las chicas consintieron, así que partí raudamente hacia la plaza y al llegar me puse el traje de Antifaz Negro, o sea, el antifaz, que llevaba siempre en el bolsillo de atrás de mi pantalón corto. Me oculté detrás de un árbol y cuando las chicas se encontraban a una distancia prudente salí de mi escondite:
—¡Boo! — grité.
— ¡Ay! —exclamaron las niñas a coro. Pero en lugar de huir despavoridas, como había hecho Loló, se quedaron ahí, plantadas, como esperando una explicación de mi parte. Traté de escapar, pero ya era demasiado tarde. Todavía recuerdo el episodio claramente. Es como si estuviera allí, presenciándolo todo desde una esquina de la plaza, como en esas películas donde el personaje principal se ve a sí mismo minutos antes de que ocurra la escena. ¡Cuántas veces quise detener la película y evitar la vergüenza! Pero ese privilegio no nos es dado a los humanos, solo a los dioses, y a veces ni a ellos.
—Sos vos Pedro, —gritaron. No huyas.
Sintiéndome descubierto una vez más, y terriblemente avergonzado, corrí como un desaforado hasta llegar al club en donde ágiles niños y niñas ejecutaban dificultosas piruetas ante el asombro de padres y parientes. Me senté y traté de calmarme. Estaba agitado y un leve sudor me cubría el rostro. El corazón me latía como un potro que se desespera por salir de su corral. Cuando me quise acordar, las chicas ya estaban allí, acosándome con sus infames acusaciones:
—Eras vos en la plaza, Pedro. Antifaz Negro sos vos, ¡mentiroso!
—No, contesté — no sé de lo que me están hablando. Yo no me he movido de esta silla.
—¿Ah no?, replicaron, ¿Y cómo explicás entonces que estés todo traspirado, ¿eh? Se nota que corriste. Sí, vos sos Antifaz Negro. ¿Cómo llegaste a creer que no nos íbamos a dar cuenta? Esconderte detrás de un antifaz. ¿A quién se le ocurre? ¿Vos pensás que somos estúpidas?
En mi gran humillación, salí corriendo del club perseguido por la mirada desilusionada de las chicas. Ellas hubieran querido creer que Antifaz Negro existía pues en su mundo pueril de libros de cuentos había un lugar para tal personaje, al igual que lo había en mis revistas de historietas. Yo necesitaba una excusa para liberarme de mi condición de ser el hijo del zapatero del pueblo, socialmente invisible, un evangélico en medio de tanto catolicismo asumido, no demasiado deportista, como los otros chicos de mi edad, pero más bien un soñador un tanto tímido. El antihéroe digamos. Por eso el antifaz y la identidad secreta. Desde allí yo pensaba que podría ser el que no era. Pero mi plan fracasó y mis aventuras como Antifaz Negro llegaron a su fin antes de que siquiera comenzaran.
Luego del incidente escondí el antifaz y nunca más lo volví a usar. Quedó en el fondo de un cajón, durmiendo su sueño de personalidades secretas y aventuras inéditas. Pero algunas personas, amigos de la familia, a quienes narré mi vergonzosa experiencia, comenzaron a llamarme cariñosamente “Antifaz,” y lo que al principio fuera motivo de vergüenza llegó a ser poco a poco parte de mi persona, y acepté el apodo gustosamente. Y un buen día me fui del pueblo