Mary Lyons

Loca pasión


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miradas se cruzaron, él se quedó muy quieto durante un momento antes de hacer un gesto de asentimiento con la cabeza y de empezar a abrirse camino a través de los invitados para dirigirse hacia dónde ella estaba.

      El primer pensamiento que se le vino a la cabeza a Samantha era que alguien había cometido algún error. No era posible que aquel fuera el hombre del que ella se había enamorado hacía algunos años.

      Por un lado, Warner era un apellido bastante común. Además, el Matthew Warner que ella había conocido era un joven profesor de la Universidad de Oxford, normalmente vestido con unos pantalones vaqueros algo desaliñados y una chaqueta bastante usada. Aquel hombre estaba a años luz del hombre distinguido, de aspecto inmaculado que se dirigía hacia ella.

      Sin embargo, había algo en él que le resultaba familiar a Samantha. Ella sintió que el color se le iba del rostro. De repente, sus sentidos respondieron instintivamente al reconocerle, haciendo que el pulso le empezara a latir rápidamente y el cuerpo inevitablemente se le echara a temblar.

      –Hola Sam. Cuánto tiempo, ¿verdad?

      Samantha se quedó helada por la sorpresa. Le llevó algunos momentos asimilar la presencia de aquel hombre y asegurarse de su identidad. A pesar de que aquel traje tan caro, hecho a medida y la impoluta camisa de seda blanca le habían engañado por un momento, no había posibilidad de equívoco por el tono profundo y ronco de su voz.

      Efectivamente era Matthew Warner. La contemplaba con una expresión divertida con aquellos ojos verdes… Él era el último hombre del mundo que ella había esperado o deseado ver, especialmente en Nueva York, cuando estaba a punto de dar el discurso más importante de su vida.

      ¡Aquella situación no era justa! Se quedó allí, sin decir nada, mientras Candy aprovechaba la oportunidad para presentarse. Si Samantha había esperado volver a encontrarse con el hombre que le había roto el corazón con tanta crueldad, nunca se hubiera podido imaginar una situación más desastrosa.

      Siempre le había gustado pensar que Matt se habría visto reducido a mendigo y que viviría delante de la Royal Opera House de Covent Garden y que un día, ella, muy elegantemente vestida, pasaría delante de él del brazo de un millonario. Lo que no había pensado era que, cuando se volvieran a encontrar, ella llevaría puesto aquel traje azul marino tan convencional y se sentiría totalmente atenazada por los nervios. Ciertamente, no había justicia en el mundo.

      –¿Cuánto tiempo te vas a quedar en la ciudad?

      –Yo… yo –tartamudeó Samantha, intentando recuperarse de la sorpresa–… estoy aquí sólo por unos pocos días.

      Matt esbozó una ligera sonrisa al ver la confusión de Samantha y le preguntó dónde se alojaba. Cuando ella le respondió que en el Mark Hotel de la calle sesenta y siete hizo un gesto de aprobación.

      –El servicio allí es realmente bueno. Entonces, ¿qué te parece Nueva York?

      –Es un lugar sorprendente… tan animado y excitante –murmuró ella distraídamente–. Lo siento Matt –añadió, encogiéndose de hombros–. No me puedo concentrar en nada en este momento. Bueno… es fantástico volver a verte después de todos estos años, pero, desgraciadamente, estoy a punto de dar un discurso delante de unas personas muy importantes y… ¡nunca me he sentido tan nerviosa en toda mi vida! –exclamó, con la taza y el plato del café sonándole en las manos como un par de castañuelas.

      En un abrir y cerrar de ojos, Matthew Warner pareció hacerse dueño de la situación. Con una sonrisa cortés se deshizo de Candy y luego acompañó a Samantha hacia el bar, donde procedió a pedirle una copa de coñac.

      –¿Estás loco? –le preguntó ella, horrorizada–. ¡Antes de que te des cuenta me habrán arrestado por dar un discurso ebria!

      –¡Tonterías! ¡Bébetelo!

      –A ti te da igual, claro –protestó ella, avergonzada por ver que estaba haciendo exactamente lo que él le pedía–. Tú no tienes que subir al podio dentro de unos pocos minutos y hacer el ridículo delante de las mejores mentes financieras de Nueva York. ¡Sólo yo sé que va a ser un completo desastre!

      –¡Bobadas! –le espetó él con firmeza–. No sólo eras mi mejor y más brillante alumna hace ya algunos años sino que, a juzgar por tu currículum, parece que has conseguido avanzar rápidamente en tu carrera y hacerte un hueco muy importante en tu campo.

      –Bueno, sí, supongo que sí –reconoció Samantha, encogiéndose de hombros, avergonzada por haberse mostrado tan vulnerable a los ojos de Matt.

      Desgraciadamente, no era sólo que se sintiera vulnerable. La proximidad a aquel hombre, al que no había visto hacía mucho tiempo, parecía estar afectando a su equilibrio y a su estabilidad. Tal vez debería echarle otro vistazo al discurso para lograr calmarle los nervios.

      –No quiero volver a oír más que te menosprecias –le estaba diciendo Matt con una sonrisa, mientras ella empezaba a sacar el discurso mecanografiado del bolso–. Créeme, ése es el peor de los errores.

      –¿Cómo dices? –le preguntó ella, muy confusa.

      –¿Son esas las notas para el discurso de esta tarde?

      –Sí. Justamente estaba pensando que… ¡Eh! ¿Qué diablos te crees que estás haciendo? –exclamó ella, mientras él le quitaba los papeles de las manos.

      –Me imagino que ya sabes de lo que vas a hablar ¿no? –replicó él, mirando rápidamente las notas.

      –¡Claro que lo sé! –le espetó ella muy enojada.

      –Bueno, en ese caso, no necesitas las notas –le dijo Matt, ignorando la expresión horrorizada de ella mientras rompía los folios por la mitad–. No hay ninguna razón para que tengas que consultar las notas. Eso sólo conseguirá distraerte.

      –¡Genial! Gracias… ¡por nada! –le acusó ella, completamente indignada–. ¿Qué diablos se supone que voy a hacer ahora?

      –Lo que vas a hacer, mi querida Sam, es entrar en esa sala y dar el mejor discurso de tu vida –afirmó Matt, cogiéndola por el brazo para llevarla a la sala de conferencias.

      –Nunca te perdonaré por esto –le amenazó ella–. ¡Nunca!

      –¡Claro que lo harás! –replicó él con una sonrisa burlona–. De hecho, espero que me expreses tu más sincero agradecimiento cuando vayamos a cenar esta noche.

      –¡Estarás soñando! –le espetó ella.

      –Bueno, sí –murmuró él, mirando la esbelta figura de Samantha, que llevaba la suave melena rubia recogida en lo alto de la cabeza mientras unos delicados mechones le enmarcaban el rostro, ovalado y ligeramente bronceado, en el que destacaban unos enormes ojos azules–. Sí, creo que tienes razón –añadió enigmáticamente–. Sin embargo, mientras tanto todo lo que tienes que hacer es respirar profundamente y… dejarles atónitos. Creéme, vas a tener mucho éxito.

      Al entrar en la habitación de su hotel, Samantha tiró el bolso en una silla, se quitó rápidamente los zapatos y se tumbó en la cama.

      ¡Menudo día había tenido! Cerrando los ojos para dejar que el estrés y la tensión se fueran reemplazando por la tranquilidad, tuvo que admitir, muy a su pesar, que Matt había tenido razón. Sin las notas, no le había quedado más remedio que enfrentarse a su audiencia y, tal como le había dicho Matt, les había dejado atónitos.

      Mientras estaba sentada a su lado, al principio de la conferencia, intentando olvidarse del miedo escénico que se estaba apoderando de ella, se había empezado a dar cuenta de que, en realidad, había sido una suerte que fuera Matt el que presidiera la reunión.

      Desde el instante en que se había puesto de pie para dar la bienvenida a los delegados, haciendo un par de comentarios jocosos sobre Wall Street, que produjeron sonoras carcajadas en los asistentes a la conferencia, se los había metido a todos en el bolsillo. Todos parecían tan felices y relajado que, finalmente, cuando Samantha se puso