Victoria Dahl

E-Pack HQN Victoria Dahl 1


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que Molly se irguiera de hombros. Empujó el carrito rápidamente por el pasillo hacia la caja registradora y se detuvo al ver algo deslumbrante.

      Era una vista verdaderamente deslumbrante, maravillosa, increíble.

      Era él. Y no estaba en su imaginación.

      Ben Lawson era en lo que primero había pensado al enterarse de la herencia de su tía y saber que iba a mudarse a Tumble Creek. Sin embargo, no había previsto cómo le iba a afectar el hecho de verlo.

      Era perfecto. Estaba más musculoso y más alto que la última vez que lo había visto, lo cual se adaptaba perfectamente a sus gustos de adulta. Además, estaba vestido, lo cual era un cambio radical desde su último encuentro. Sin embargo, su ropa también era perfecta; llevaba unos pantalones vaqueros desgastados y una camisa marrón oscura de uniforme. Llevaba las mangas subidas, y en sus antebrazos había un vello dorado y suave.

      Él asintió y le entregó el dinero a la cajera. Sus ojos serios seguían siendo del mismo color chocolate que ella había visto en muchas de sus fantasías nocturnas. Su pelo también era castaño oscuro. Aquella combinación siempre la había fascinado. Aquellos ojos se alzaron de repente, y se encontraron con los de ella.

      Les separaban unos seis metros, pero Molly notó el asombro de Ben. Él abrió unos ojos como platos y se quedó helado, con un billete de un dólar parado a mitad de camino. La cajera miró hacia Molly, y eso sacó a Ben de su abstracción. Molly lo vio decir «gracias» mientras tomaba una pequeña bolsa de plástico y se alejaba del mostrador. Y de la entrada. Iba hacia ella.

      Se acordaba de ella, por supuesto, y a Molly le resultó tan gratificante que se horrorizó. «Ya no tienes diecisiete años», se dijo.

      —¿Molly?

      —¡Ben! ¡Hola! Cuánto tiempo, ¿eh?

      Vaya. No había elegido bien las palabras, porque él se quedó atontado de nuevo, y se ruborizó.

      Sí, había pasado mucho tiempo. Diez años. Y había un motivo para eso. Él estaba pensando en la última vez que ella lo había visto, y ahora, ella también estaba pensando en la última vez que lo había visto. Al hacerlo, Molly se ruborizó también.

      Ben carraspeó.

      —Yo… eh… —titubeó él. Sin embargo, consiguió reaccionar y dijo—: Siento mucho lo de tu tía Gertie. Era una mujer muy enérgica.

      Desde luego. Más bien era una persona dogmática.

      —Mi madre siempre decía que la tía Gertie era demasiado terca como para morirse, pero de todos modos, no era algo inesperado.

      Él ladeó la cabeza.

      —He oído decir que te dejó su casa, pero nadie esperaba que vinieras desde Denver. ¿Has venido para venderla?

      —No.

      —Ah. ¿La vas a cerrar para el invierno?

      —No, no. En realidad, voy a venir a vivir aquí.

      —A vivir aquí —repitió él.

      —Sí. Me llegan mis cosas más o menos dentro de una hora.

      —¿Vas a mudarte al pueblo? —preguntó él, y miró a Molly de pies a cabeza. Entonces, ella recordó que no iba vestida precisamente para impresionar.

      Llevaba unos pantalones de algodón de color caqui, y una camiseta muy vieja. Se había recogido el pelo rubio en una coleta. Gracias a Dios, no llevaba pantalones cortos, porque hacía más de una semana que no se afeitaba las piernas, aduciendo que en octubre, en las montañas, hacía mucho frío, y que le vendría bien la capa de aislamiento extra.

      Molly también miró a Ben de pies a cabeza. Con frío o sin frío, iba a afeitarse las piernas.

      —Pero tú tenías trabajo en Denver, ¿no? —le preguntó él, por fin.

      Ben había puesto cara de inocencia, pero no consiguió engañarla. Era el mejor amigo de su hermano, y tenía que estar familiarizado con el asunto Molly Jennings.

      Ella sonrió y le guiñó el ojo.

      —Buen intento, Jefe —dijo. Él arqueó ambas cejas, protestando silenciosamente, pero ella no se dejó impresionar—. Hablando de trabajo, te doy la enhorabuena por haber llegado tan rápidamente a Jefe de Policía.

      —Nadie más quería el trabajo.

      —Vaya, qué modesto.

      Ben volvió a ruborizarse, y ella también se ruborizó, porque sabía exactamente en qué estaba pensando él.

      —Bueno —dijo Ben. Le tendió la mano de un modo profesional, y ella se la estrechó—. Bienvenida al pueblo, Molly. Nos veremos por ahí —añadió.

      Y antes de que ella pudiera responder, él se había ido. La puerta del mercado se cerró tras él, ofreciéndole a Molly una vista excelente.

      Molly Jennings. Dios Santo.

      Ben se quitó el uniforme y se puso la ropa de correr, aunque de repente deseó ser fumador. Necesitaba un cigarro, o una copa. Sin embargo, iba a tener que conformarse con una buena carrera, puesto que tenía que volver al servicio dentro de pocas horas. Frank estaba de vacaciones durante los dos próximos días, y con una fuerza policial de cuatro miembros y medio, eso significaba horas extra para todo el mundo, incluido el Jefe.

      Tomó el teléfono móvil y las llaves, y se detuvo de camino a la puerta para recoger también un bastón de acero. Había visto demasiados ataques de puma y de oso en su vida como para no ser precavido. La primavera era más peligrosa que el otoño, pero no había motivo para ser descuidado.

      Descuidado. Así había sido al ver a Molly en el supermercado, como si fuera una visión salida de su sueño más embarazoso. Ben hizo una mueca y comenzó a correr a toda velocidad sin hacer un calentamiento previo. Ya estaba lo suficientemente caliente. Se había ruborizado como si fuera una colegiala al verla. Otro momento mortificante con Molly Jennings.

      Sin embargo, él ya no era un chico de veintidós años. Y ella tampoco tenía diecisiete. Tenía un aspecto fresco, natural y maduro, con una coleta, unos pantalones de algodón y una camiseta ajustada de color azul.

      Dios, cuánto le gustaban los pantalones de algodón. Seguramente era algo extraño, pero parecía que siempre se adaptaban perfectamente al trasero de una mujer. Era una suerte que no hubiera tenido la visión del trasero de Molly en el supermercado, porque el resto había sido más que suficiente.

      Ben subió por la cuesta inclinada que estaba al final de la carretera y tomó un sendero bien trillado. Casualmente, aquel sendero seguía el risco que había detrás de la casa de Molly, pero era su ruta favorita y no iba a cambiarla solo para evitarla a ella. Y si, por casualidad, miraba hacia las ventanas traseras al pasar, eso era algo natural. Era lógico que tuviera curiosidad. Habían sido amigos, o por lo menos, él siempre había estado a su alrededor cuando eran jóvenes. Y claro, a él le parecía que era una adolescente monísima, pero también era la hermana pequeña de su mejor amigo. Estaba completamente prohibida. Ahora ya tenía veintisiete años, pero seguía estando completamente prohibida.

      Él no salía con mujeres que vivieran en Tumble Creek. Demasiados cotilleos, demasiadas complicaciones. Si había algo peor que ser amantes en un pueblo, era ser examantes. La definición de enredo. Así pues, Ben salía con mujeres de fuera del pueblo, y como la mitad de las carreteras estaban cerradas durante el invierno, las aventuras que tenía eran de temporada.

      Molly iba a estar allí todo el año. O tal vez no. Tal vez solo se quedara durante el invierno. Tal vez solo se quedara unos cuantos meses y después se marchara para otros diez años.

      Aquella década en Denver había sido buena para ella. Estaba esbelta pero no delgaducha, con curvas y firmeza en los lugares adecuados. Y sus ojos verdes seguían brillando tanto como él recordaba. Tenía más seguridad. Parecía que sabía más de la vida.

      Ben siguió ascendiendo por el camino.