el horario de diciembre por última vez antes de cerrar el documento. Estaba muy claro. En invierno, el trabajo decaía mucho en Tumble Creek. No había ciclismo de montaña ni rafting, y el paso hacia Aspen quedaba cubierto de nieve hasta mayo. Después de la locura de la primavera, el verano y el otoño, el invierno era un descanso bien merecido.
Y, hablando de Aspen… Ben se frotó los ojos y miró el reloj del pasillo. Quinn Jennings tenía que estar ya en su despacho. Aquel hombre era un obseso en lo referente a su trabajo.
Una mujer respondió al primer tono.
—Arquitectura Jennings.
—Hola, buenos días, ¿podría hablar con Quinn?
—Buenos días, Jefe Lawson. Sí, espere un momento, por favor.
Ben asintió y esperó. En otras ocasiones había intentado mantener una conversación de cortesía con la telefonista de Quinn, pero la mujer no se lo había permitido.
—Ben —gruñó Quinn desde el otro lado de la línea, abstraído, como siempre que estaba concentrado en algún plano.
—Deja el bolígrafo y apóyate lentamente en el respaldo de la silla.
—¿Umm?
Ben puso los ojos en blanco.
—La última vez que te llamé prometí que no iba a volver a tener una conversación contigo mientras estás dibujando. Me quedé esperando en aquel bar hasta las nueve en punto.
—Es cierto, pero ya te dije que lo sentía mucho. De veras, no recordaba para nada la conversación.
—A eso me refiero —repuso Ben—. Bueno, no me habías dicho que tu hermana iba a venir a vivir al pueblo.
—Ah, ya. Es que lo decidió rápidamente. Yo me enteré la semana pasada.
—¿Seguro?
—Bueno, ella dice que me lo contó en septiembre, pero yo juraría que miente.
—Ya.
—Bueno, ¿entonces ya ha venido? ¿Quieres comprobar qué tal está de mi parte? Mi madre está preocupada.
Ben se pasó la mano por el pelo.
—¿Quieres que pase por su casa?
—Sí, ya sabes. Comprueba la seguridad. Es una mujer soltera con una madre obsesiva.
—Vivía sola en una gran ciudad. Creo que aquí estará bien.
—Eso díselo a mi madre. Está convencida de que Molly va a encender la chimenea sin abrir el tiro, y que va a morir por inhalación de monóxido de carbono.
Ben miró de nuevo el reloj. Las ocho y cuarto. ¿Estaría despierta? ¿Se habría vestido, o estaría medio desnuda y con cara de sueño?
—Está bien. Pasaré por allí.
—Gracias.
—De nada, de nada —dijo él. Solo iba a hacerle un favor a un amigo—. Eh, ya debéis de haber averiguado en qué trabaja Molly, ¿no?
—No.
—Lo único que sé es que ella jura y perjura que no es ilegal.
—Entonces, ¿por qué no quiere decirlo?
—¿Quién sabe? Creo que ahora ya se ha acostumbrado al misterio. Sería un horror enterarnos de que es inspectora de Hacienda a estas alturas. Ella está bien, y tiene salud, y yo he conseguido, por fin, convencer a mi madre de que la deje tranquila.
Demonios. Él ya la había buscado en Google, pero no había averiguado nada. A él no le gustaban los misterios. A casi ningún policía.
Ben prometió una vez más que pasaría por casa de Molly, se despidió de Quinn y tomó su abrigo y su sombrero.
Solo iba a hacerle un favor a un amigo. No tenía nada que ver con la camiseta ajustada de Molly, ni el hecho de que la hubiera visto fugazmente por la ventana de la cocina al pasar al lado de su casa el día anterior, cuando volvía de correr. No tenía nada que ver con el brillo de picardía de sus ojos cuando le había sonreído en el supermercado. Y, ciertamente, no importaba que él se hubiera pasado casi todo el turno de trabajo preguntándose si su trasero era tan respingón como diez años antes.
Dios Santo, ella lo había vuelto loco aquel verano, siempre paseándose en pantalón corto y camisetas de tirantes. Se suponía que él no podía fijarse en una chica dulce e inocente como Molly. Así que se había obligado a no fijarse. La conocía desde que era un bebé. Sus piernas suaves y bronceadas no existían para él. Tampoco sus pechos firmes, ni su trasero redondo. No. Nada de nada.
Y tampoco existían ahora. Ella solo era otra ciudadana. Una responsabilidad. Un favor para un amigo. Una persona que seguramente ya estaba despierta y totalmente vestida.
Ben puso su cara de policía más grave cuando detuvo la furgoneta negra delante de su casa, en Pine Road. Entonces, vio el coche que había en la entrada de su garaje, y se quedó boquiabierto.
Llamó a su puerta con un poco más de fuerza de la que quería, pero después de dos minutos, ella todavía no había abierto. Ben volvió a llamar, respiró profundamente y comenzó a contar hasta veinte. La puerta se abrió en el diecinueve.
—Dime que ese no es tu coche.
Ella escondió un bostezo tapándose la boca con la mano.
—Hola, Ben.
—Tendrás otro vehículo en el garaje, ¿no?
—El garaje está lleno de coches.
—No puedes conducir en eso durante el invierno.
Ella se inclinó un poco hacia delante para mirar su Mini Cooper azul.
—Le puse neumáticos nuevos antes de salir de Denver. Está bien.
—No. No, no está bien. En primer lugar, estoy casi seguro de que no hacen neumáticos de doce pulgadas para nieve. En segundo lugar, vas a derrapar en el primer surco de nieve que te encuentres. En tercer lugar, chocarás con alguno de los trescientos todoterrenos que conducen los habitantes de este pueblo, todos más cuerdos que tú.
Ella se apoyó en el marco de la puerta y asintió.
—Umm. Fascinante. ¿Te ha llamado mi madre?
—No, pero me llamará. Y no tengo hombres suficientes a mi cargo como para mandarlos a tu casa cada vez que nieve solo para tranquilizarla. Tampoco tengo hombres suficientes para que te rescaten de tu propia entrada al garaje dos veces a la semana.
—Ya he llamado a Love’s Garage para que la retiren.
—Bueno, pues no tengo hombres suficientes para que te rescaten del aparcamiento del supermercado todos los sábados.
Ella se cruzó de brazos y le sonrió.
—Te pones muy sexy cuando estás al mando. ¿Te lo habían dicho?
Entonces fue cuando él se fijó en su camiseta. Su camiseta larga y desgastada, prácticamente transparente. En sus piernas desnudas. En los pies descalzos y en las uñas pintadas de rosa. Ella volvió a bostezar y se estremeció, y aclaró el misterio de si llevaba sujetador.
—Discúlpame —dijo Ben, en un tono cuidadosamente formal—. ¿Te he despertado?
—Sí, pero tengo que llevar un horario civilizado o me quedaré sola. Nadie se queda despierto hasta las tres de la mañana por aquí. Bueno, tal vez tú sí. Estaríamos solos tú y yo… y el quitanieves.
«Solos tú y yo…».
—Me encanta tu sombrero —dijo ella, con los ojos brillantes de nuevo—. Me encanta, de verdad.
Ben se tocó el ala del sombrero sin darse cuenta, y se obligó a bajar la mano. Era el mismo tipo de Stetson que llevaban la mayoría de los policías en las Montañas Rocosas.