Salem Arce Tavares

Animal de medianoche


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un terreno descampado que se encontraba un poco más allá del límite de la gran hoyada andina. El hombre repitió el mismo procedimiento de antes, bajando con maleta y todo. Me dirigió una última mirada antes de pedirme que esperara en ese lugar; justo después, se sumergió en las negras tinieblas resguardadas por Plutón. Me quedé solo en ese paisaje desolado y baldío. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal mientras pensaba ¿Cómo me metí en esta mierda? ¿Cómo carajos me metí en esta grandísima mierda putísima? Le suplicaba a los primigenios que ningún alma en pena se cruzara en mi camino, buscando horrorizar a algún despistado. Mi única compañía era ese ojo plateado que coronaba el cielo de petróleo. El hombre tardó más o menos el mismo tiempo que invirtió en su primera bajada, antes de reaparecer de entre las penumbras. Se subió al coche y de nuevo depositó la maleta a su lado.

      –Ahora necesito que vaya a El Alto –pronunció.

      –Disculpe, creo que deberé negarme. El Alto está muy lejos y…

      –Escuche, le pagaré quinientos bolivianos ahora y quinientos al terminar. Mil en total, ¿será suficiente?

      Me quedé helado. Si tal cantidad de plata estaba en juego quizá podría…

      –No lo sé, ¿cuántas paradas más haremos? –dije con voz temblorosa.

      –Sólo un par más. Y si aún no está convencido –el hombre sacó su billetera del bolsillo, de la cual extrajo un fajo de billetes de cien– le daré setecientos ahora y setecientos al terminar –me dijo alcanzándome el dinero.

      Miré fijamente su mano huesuda por unos segundos antes de extender mi brazo hacia su generosa ofrenda… no había marcha atrás, ya tenía los billetes entre mis dedos. A la mierda, ¿qué podría salir mal? Me dije para reconfortarme.

      Nuevamente en la carretera, siendo arrastrado por las cadenas invisibles del destino. A pesar de que el dinero que se me había prometido era un incentivo más que eficiente, no podía librar a mi mente de esa inquietud inminente, el sentimiento de que me estaba metiendo en una situación más allá del control divino. Quizá impulsado por una morbosa curiosidad, empecé a entablar una conversación con mi extraño pasajero.

      –Me dejaría preguntarle… ¿Qué es lo que lleva en esa maleta? –dije mientras me limpiaba un hilillo de sudor que recorría mi frente helada.

      –Mire, amigo, con todo respeto, no le estoy pagando por responder a sus preguntas –dijo secamente.

      Ya había dado por muerta la conversación; cuando el hombre volvió a abrir la boca, despidiendo armónicas palabras.

      –Pero… ya que está pasando por toda esta desventura a causa de mí, creo que lo menos que puedo hacer yo es brindarle algunas explicaciones… esta maleta contiene documentos, recuerdos de una vida pasada que quiero dejar atrás.

      –¿Y eso por qué? –pregunté yo.

      –¿Es que acaso un hombre no tiene el derecho de hacer borrón y cuenta nueva? Cuando acabe aquí, me iré lejos, quizá compre una granja en la Argentina y me dedique a criar vacas el resto de mi vida… en paz.

      –Comprendo. Ojalá yo tuviera el corazón para deshacerme de los recuerdos de toda una vida. A veces pienso que sería genial irme a algún otro lado y empezar de cero, siempre quise ir a México o a los United States, ¿sabe? Pero luego pienso en mi familia, realmente les haría falta… y esas fantasías me abandonan. Y usted. ¿No tiene una familia que lo echará de menos?

      El hombre se mantuvo en un silencio de ultratumba, viendo por la ventana.

      –Mi familia no me extrañará, eso se lo aseguro. Para ellos estoy muerto. Cometí demasiados errores en mi vida, mi familia pagó por la mayoría de ellos… sé que esto es lo mejor para todos –concluyó con voz nostálgica.

      Yo enmudecí, volviendo a centrar mi atención en el camino, y empecé a subir hacia la ciudad más allá de las nubes.

      Finalmente llegamos a El Alto, recibidos por una gélida bienvenida de parte de planas calles y carreteras que se extienden a través del paisaje altiplánico, acompañado por el beso seco del concreto. Continué conduciendo hasta el mirador Virgen Blanca, en ciudad Satélite. El hombre me pidió que me estacionara un par de calles más abajo. Así lo hice, y el sujeto repitió la rutina de bajar con la maleta y desaparecer en la oscura noche sin estrellas. El final satisfactorio de la recóndita labor había sido marcado una vez más con el regreso del enigmático sujeto, llevando la maleta aún, que cada vez aparentaba ser más y más ligera, librada de su misteriosa y melancólica carga; mientras mi fascinación y curiosidad se hacía más y más pesada. Mi alma estaba sedienta, y lo único que podía aplacar esa sed desértica eran las respuestas que sólo el pasajero misterioso me podía brindar. Ya con él en el coche, me puse en marcha a la última parada del largo recorrido.

      –Ya casi estamos. El último lugar al que necesito que te dirijas es a Kenko –me dijo desde su inmutable posición.

      Conduje en silencio, sin protesta alguna, emocionado ante la jugosa recompensa que me aguardaba al final.

      Mientras manejaba, y en un giro inesperado de ironía poética, pude distinguir la silueta tambaleante de un hombre. El sujeto supeditado al cruel viento de la intemperie se volteó hacia el auto, revelando su rostro… era Gabriel, un viejo amigo que conocí en mis años escolares. Bajé la velocidad y me detuve a su lado mientras bajaba la ventanilla de la puerta.

      –¿Gabriel? ¿De verdad eres tú, pinche cabrón? –dije amistosamente.

      –No puedo creer lo que mis ojos están viendo. ¿Jaime? Creí que estabas bien muerto, hombre –dijo él mientras se acercaba al coche.

      –Es lo que hubieras querido, ¿no es así? –pronuncié entre risotadas.

      Gabriel sumergió su cabeza en el interior de mi vehículo y con sus perlas exploró el recinto móvil. Dirigió su vista hacia mi pasajero, que le devolvía una hostil mirada.

      –¿Estás laburando? –preguntó, manteniendo la compostura.

      –De hecho, sí. ¿Necesitas de un aventón? –repliqué yo, buscando un poco de reconfortante compañía más allá de mi inquilino con voz de flauta.

      –Me vendría bastante bien uno, la verdad. Pero tampoco quiero molestar. ¿Adónde se dirigen?

      –A Kenko –respondí.

      –Perfecto, entonces. De ahí puedes dejarme en Villa Mercedes, queda más debajo de Kenko –propuso mi viejo amigo, complacido.

      Yo me volteé para constatar la comodidad de mi primer pasajero, obligado por un sentido de la moralidad que se ciñó sobre mí.

      –¿No le molesta que nos acompañe? No puedo dejarlo tirado aquí, considerando lo peligrosa que se vuelve la ciudad de noche –intenté explicarme.

      El hombre abrió la boca, pero ninguna sílaba fue pronunciada. Se tragó sus reclamos, pasaron a través de su tráquea y se rascó la punta de la nariz con un dedo.

      –Yo creo que no hay problema alguno, siempre y cuando no interfiera con mi ruta –terminó articulando el hombre de la maleta, con cierta irritación maquillada de samaritanismo.

      Gabriel se subió en el asiento del acompañante, cerrando la puerta detrás de él. Arranqué los motores y proseguí mi ruta. La cabina frontal del coche se llenó con nostalgia enarbolada mientras vagos recuerdos de tiempos pasados fluían como ríos de oro fundido.

      –Te perdí el rastro en cuanto te mudaste a El Alto, bro’ –comenté yo.

      –Quería irme, man. Ya sabes, ser independiente. Quiero a mi familia, pero necesitaba vivir mi vida. Empecé a trabajar y conseguí un pequeño cuarto acá arriba. Era más barato y lo mejor es que estaba lejos de toda la mierda de casa –me contó él.

      Mientras tanto, el hombre de la maleta miraba a través de la ventana, intentando ocultar el disgusto que destilaba.

      –¿Y qué