Salem Arce Tavares

Animal de medianoche


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de los buses, 1908 decidió finalmente salirse de la fila para encontrar otras rutas, las cuales a pesar de que eran más lentas, eran más seguras.

      Pobre de él cuando decidió voltearse para ver a los infelices que habían decidido permanecer en la fila hasta el último minuto: vio cómo un bus por fin se dignaba a aparecer para recoger a la iracunda masa de gente desesperada por llegar a sus respectivos destinos. 1908 corrió y corrió para intentar colarse en el bus, pero ya era demasiado tarde, estaba lleno. El vehículo arrancó, dejándolo a él y a un grupo de pasajeros. El joven de afeminado rostro contempló la fila, estaba tan grande como antes y ahora debía ir hasta el final de la misma para esperar la llegada de otro bus, que solamente la omnisciencia de seres divinos puede determinar cuándo llegará. 1908 intentó aguantarse la infinita frustración mientras se encaminaba al final de la fila, resignado. Podría perder mi examen, sólo este, ya veré cómo recuperarlo, pensaba el joven para reconsiderarlo justo después, recordando las contundentes palabras de la docente: “no hay forma de recuperar este examen, lo pierden, lo cagan”. Quizá no lo dijo exactamente así, pero sirve para poner de manifiesto la gravedad del asunto.

      Sin embargo, la buena fortuna, o más bien la disposición caótica de los elementos del universo, le sonrió en ese momento de duelo. Un taxi de ruta fija (mejor conocido simplemente como trufi) apareció por la calle adyacente. El vehículo tenía un cartel en su parabrisas que enunciaba la ruta que seguía, exactamente la misma recorrida por los buses que estos primates lampiños enfilados esperaban impacientemente. Era obvio que era un ladrón de pasajeros que aprovechaba la ausencia de los buses para lucrar un dinerillo tan rápido como el tiempo invertido en llegar de este punto A al B. En cuanto la fila se percató de la presencia de este domador de sudorosas fieras de oficina, se abalanzaron sobre él, incluido 1908, que obviamente no podía perderse esta oportunidad. Parecía un tsunami de cuerpos nerviosos y tensos, todos intentando colarse en el interior del carrito, más compacto que un bus convencional, capaz de albergar hasta quince personas; el pequeño trufi no podía aguantar más de siete homo sapiens; no se necesita ser muy avispado para ver que no iba a aguantar la presión de esa marea humana desquiciada por la falta de medios de transporte a su disposición. Dos señoras gordas que luchaban por ingresar al auto bloqueaban la entrada con sus grasosas carnes. Los más vivos rodearon el vehículo y entraron por la puerta del lado contrario, entre ellos 1908, que para algo iba a la maldita universidad. El vehículo se llenó vertiginosamente rápido, dejando a las dos ballenas fuera, ya que no fueron lo suficientemente avispados como para seguir los pasos de sus contrincantes hasta la puerta del otro lado.

      Cuando 1908 se halló a sí mismo dentro del coche sintió un alivio tal que sus músculos temblaron, liberándose de la terrible tensión que acarreaban desde los primeros rayos del alba. Quizá llegaría unos minutos tarde a sus clases, pero no llegaría tan tarde como si hubiera decidido tomar un camino alternativo; además, el hecho de que el vehículo en el que se encontraba ahora era un trufi y no un bus hacía las cosas incluso más favorables, ya que su tamaño más compactos le permite desplazarse con mayor velocidad y puede sortear con mucha más facilidad los molestos embotellamientos, que a esta hora son infaltables.

      Y, como había previsto, el trufi recorrió vertiginosamente las serpenteantes calles, dejando por el camino a los pasajeros en sus propias paradas, recogiendo a otros que ocupaban sus lugares, hasta finalmente llegar al destino.

      –¡Me quedo! –dijo 1908 con voz amable pero firme, haciendo que el caballo de acero derrapara sobre el asfalto y se detuviera por el orden natural de los sucesos.

      1908 se bajó del vehículo y le pagó al conductor el monto que siempre había pagado por ese recorrido: cinco pesos, pesetas, rupias, da igual, una moneda con un cinco grabado en el medio. El joven empezó a alejarse del coche cuando la voz del conductor lo detuvo.

      –¡Amigo! –emergió del asiento del conductor, turbando las partículas del aire hasta los oídos de 1908–. ¡Faltan dos pesos más!

      Y he aquí cuando los invisibles motores sagrados vuelven a ponerse en marcha. Sin saber muy bien el porqué, quizá por el intenso estrés causado por la tardanza de los buses, sumado a su paranoia natural; quizá porque necesitaba una forma de liberarse de toda esa ira que cargaba en su pecho desde que se sintió traicionado por sus conductores predilectos, quizá por inercia o quizá simplemente porque dentro de cada uno de nosotros existe esa sombra que encarna nuestro ser más profundo y reprimido, capaz de cometer las mayores atrocidades si se le deja pulular a sus anchas por ahí. Nadie sabe con certeza la razón por la que hace la mayoría de las cosas o los motivos que le llevan a tomar X decisión; es como una delgada línea que separa la acción de la inacción, cruzas esa línea y puedes ganar o perder todo. Cuando 1908 bailó en una discoteca por primera vez también tuvo que cruzar esa delgada línea, bailar, no bailar, respirar el aroma de la vergüenza, dejarse llevar por el calor alcohólico del momento, quedarse en el lado de la inacción o cruzar al otro lado y sentir el soplo del movimiento retumbando dentro de mí, nena. Y ahora helo ahí, de nuevo ante la línea que resume casi todas las decisiones del ser humano.

      1908 empezó a susurrar para sus propios oídos de forma compulsiva: “dos pesos más, dos pesos más, pagarle dos pesos más”. 1908 se volteó y se acercó al vehículo del que acababa de liberarse. Sacó su billetera del bolsillo de su pantalón, abrió el cierre y sumergió su mano en busca de los pedazos circulares de valioso metal. Sin embargo, lo que sacó no fueron monedas, sino un glorioso dedo del medio levantado majestuosamente, sobresaliendo de entre todos los demás dedos doblados sobre sí mismos, sumergidos en un letargo inducido por el gesto obsceno de 1908. El joven acercó el insulto hacia el conductor, el cual había estirado su mano para recibir las invisibles monedas. Quería que el chofer viera cuidadosamente su símbolo insultante. Durante todo el tiempo que 1908 tuvo su mano malcriada ante los ojos ofendidos del taxista de ruta fija, observó su rostro, era un rostro rechoncho y bigotón, de piel bronceada por el sol y un poco calvo.

      Cuando 1908 sintió que la humillación propiciada era más que suficiente, se alejó del auto y cerró la puerta detrás de sí con tosquedad. No voy a pagar dos putos pesos más, pensaba mientras se alejaba, no, señor, claro que no. Aunque pensándolo bien, la demanda de ese pobre chofer de trufi no era algo fuera de lugar en absoluto; debemos recordar que estaba conduciendo un taxi de ruta fija, recalco la palabra taxi, un vehículo considerablemente más pequeño que un bus, incapaz de albergar en su haber a una ingente cantidad de fofas y sudorosas pompas nerviosas. Es bastante razonable que exija un poco más de dinero por su servicio de transporte para poder compensar su falta de espacio interno que no le permite recoger una sustanciosa cantidad de pasajeros.

      En ese momento el juvenil corazón de 1908 latía sin control, la adrenalina recorría cada milímetro cúbico de su sangre; nunca había hecho algo así, ni siquiera cuando la situación lo ameritaba. Siempre fue en extremo sumiso, ¿por qué en ese preciso momento había resuelto actuar de esa vulgar manera? Ni él mismo se lo explicaba, sólo sabía que se había ahorrado dos pesos más para su jugo de media mañana, y en el proceso había demostrado ser una persona que no se dejaba amedrentar fácilmente… o al menos lo aparentó en ese momento. No hay que olvidar la verdadera naturaleza de 1908, oculta en la profundidad del abismo de su alma: es un maldito paranoide. Quizá los primeros quince segundos se sintió imparable, hasta esbozó una sonrisa de satisfacción por haberse mostrado fuerte y cabrón, pero obviamente eso no duró hasta el final del día, damn, ni siquiera duró unos cuantos minutos.

      Cuando 1908 subía por la calle que lo llevaba a su universidad escuchó un coche acercándose ominosamente hacia él. Temiendo que se tratara del conductor que lo perseguía en busca de venganza, se volteó para encararlo, pero no era el conductor al que había ofendido, era un coche cualquiera que recorría esa calle a esa precisa hora, no podía ser el mismo coche porque el trufi al que 1908 se había subido era de un azul metálico, y este era más bien carmesí. El joven prosiguió su camino sin darle más vueltas al asunto, pero en cuanto escuchó el motor de otro caballo metálico acercándose, volvió a girarse vertiginosamente para descubrir quién era el acosador motorizado que lo seguía. Obviamente ninguno, otro simple auto genérico, éste de un verde amarillento que 1908 consideró bastante bonito. 1908 no pudo calmar sus nervios alimentados por la leña de su propia mente hasta que recordó