por el serpenteante sendero que se abría paso a duras penas por entre la negra lava cubierta de líquenes y tabainas que constituía el «Malpaís del Volcán de la Corona», izó los foques, fijó el timón a babor y alzó a pulso el ancla como si fuera de juguete.
El costado del «Isla de Lobos» pasó a no más de tres metros de la última roca de la punta nordeste y Abel Perdomo puso entonces proa a levante, fijó el timón a la vía y empleó toda su fuerza de Hércules en alzar a pulso la vela mayor.
Cuando al fin la cazó firmemente, la goleta dio un salto hacia adelante, ganó velocidad y su proa comenzó a ronronear como un gato satisfecho a medida que se abría paso por el quieto mar de sotavento de la isla.
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