Alberto Vazquez-Figueroa

Trilogía Océano. Océano


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se alborotaron los hombres y corrieron, semidesnudos y espantados, portando cubos y latas con los que formaron una cadena que iba del mar a las barcas, todo ello entre gritos, llantos, caídas y maldiciones.

      No duró mucho el trasiego. En diez minutos el fuego había sido vencido por el agua y sobre la playa no quedó más que un pueblo alelado aún por la sorpresa de una desgracia tan absurda, algunas embarcaciones apenas chamuscadas y una hermosa barca nueva, «La Dulce Nombre», convertida en un esqueleto renegrido y humeante.

      Había diez o doce barcas de pesca más sobre la playa y tres pesados lanchones de los que se utilizaban para transportar sal desde la orilla a los veleros que fondeaban a no más de doscientos metros de distancia, pero tuvo que ser «La Dulce Nombre» en la que se acababa de gastar Torano Abreu los ahorros de una vida de trabajo, la que se convirtiera en humo en cuestión de minutos.

      Torano Abreu, su mujer y sus hijos, habían quedado como idiotizados contemplando incrédulos, como si se tratara de un mal sueño, el horror de la inevitable ruina que se abatía sobre ellos, pues en Playa Blanca, y en semejantes tiempos de penuria, ningún pescador que no contara con su propia embarcación podía confiar en dar de comer a cinco bocas.

      –¿Cómo es posible...? ¿Cómo es posible? –repetían una y otra vez los lugareños–. Cuando nos fuimos a dormir todo estaba tranquilo y dos horas después el fuego empieza solo.

      –Tal vez habían dejado una colilla encendida.

      –Torano no fuma. Dejó de fumar para pagar la barca.

      –Alguien que pasó por la playa.

      Todos observaron severamente a Isidro, el tabernero, que era quien lo había dicho.

      –¿Alguien del pueblo...? –inquirió con intención Maestro Julián–. Sabemos el esfuerzo que le ha costado esa barca a Torano y tenemos desde niños la costumbre de lanzar las colillas al mar. Es lo primero que aprende un pescador.

      –Yo no he dicho que fuera alguien del pueblo... –puntualizó el tabernero–. Conozco a todos los de aquí y ninguno lo haría.

      No hacía falta aclararlo, pero en el ánimo de cada uno de los presentes se encontraban los siete forasteros, que se habían limitado a observar lo ocurrido desde su privilegiada atalaya de la casa.

      –¿Por qué la de Torano? –quiso saber un viejo desdentado–. ¿Por qué no la de Abel Perdomo, que es quien de verdad les interesa...? –pidió–. Todos sabemos que esa gente ha venido a por Asdrúbal... ¿Qué les ha hecho Torano?

      –Nada... –replicó Maestro Julián serenamente–. Hacer no les ha hecho nada, pero vive en el pueblo.

      –¿Quieres decir que el pueblo va a tener que pagar hasta que vuelva Asdrúbal? –inquirió alguien con voz inquieta.

      –Yo nada digo... –fue la respuesta–. Ni siquiera insinúo. Pero resulta extraño que por primera vez una barca se incendie de ese modo.

      –¡Echémoslos de aquí! –propuso el viejo–. ¿Acaso hemos perdido las agallas? Son solo siete.

      –¿Tienes tú las armas para echarlos...? –inquirió el tabernero despectivo–. Tres de ellos ya me han enseñado sus pistolas... Y estoy seguro de que saben cómo hay que manejarlas... ¿Qué sabemos nosotros más que de redes y de anzuelos?

      –Yo estuve en la guerra... –comentó el hermano de Maestro Julián.

      –¡En Intendencia! Y yo pelando papas en un transporte de tropas... ¡No te jode...!

      –Mañana subiré a Femés a hablar con los guardiaciviles... –señaló Abel Perdomo.

      –Perdona, «Maradentro»... –le replicó convencido el hijo de «Seña» Florinda–. Los guardiaciviles tan solo te escucharán cuando vayas a contarles dónde escondes a tu hijo. ¿Qué otra cosa puedes decir? ¿Que se quemó una barca? Mandarán a los bomberos... No hay pruebas de que hayan sido ellos...

      –Observó a los presentes largamente y recalcó–: Ninguna.

      Abel Perdomo pareció comprender la razón que le asistía, permaneció unos instantes en silencio, y luego se encaminó hacia donde Torano Abreu continuaba inmóvil observando embobado los restos de «La Dulce Nombre».

      –Quédate con mi barca hasta que ayudemos a comprar otra... –dijo–. Yo me las arreglaré con el «IsladeLobos». Al fin y al cabo tú no tienes culpa alguna.

      –¡Los mataré! –musitó el pobre hombre abriendo la boca por primera vez desde que todo comenzara–. Los mataré uno por uno... Han sido ellos.

      –¡No digas tonterías...! –le reprendió colocando afectuosamente la mano sobre su hombro–. Piensa en tu mujer y en los chiquillos... Mi barca es vieja pero te hará el apaño, y ya buscaré el modo de compensarte por la pérdida...

      –¿Quiénes creen que son que pueden venir de ese modo avasallando? Esa barca me costó tres años de comer mal, no tomar una copa y no fumar un cigarrillo... Tú sabes que no pagan con la vida.

      –Lo sé, Torano, pero el mal ya está hecho... No te envenenes la sangre... Van a por mí y soy el único que debe preocuparse...

      El otro tardó en hablar. Se había aproximado a los restos de la embarcación, pasando muy despacio la mano por la proa, que era la única parte de la estructura que no había sido dañada por el fuego:

      –¡Navegaba tan suave...! –exclamó casi con un lamento–. Era tan dócil y cogía tan bien la mar y el viento... Se conocía ella sola el rumbo al caladero y parecía cantar cuando volvíamos a casa... Nunca tuve una barca semejante... ¡Nunca...!

      ¿Cómo se podía consolar a un hombre que amaba su embarcación casi con la misma intensidad con que amaba a sus hijos...?

      De regreso a casa, Abel Perdomo admitió que Damián Centeno había sabido asestar certeramente el primer golpe, y no dudó de que sabría elegir con idéntico acierto sus nuevos movimientos. Desde la ventana observaba con ayuda de su dorado catalejo a los hombres del pueblo y su atención debió recaer bien pronto en aquella resplandeciente embarcación a la que su dueño mimaba, limpiaba y repintaba mientras el resto de los pescadores aún dormían o dejaban pasar los ratos de asueto en la taberna.

      –Empiezo a entender tu juego... –musitó, como si Damián Centeno en verdad pudiera oírle–. Harás daño al pueblo hasta que le obligues a elegir entre él o yo, y alguien acabe por descubrir dónde está el chico...

      El escondite de Asdrúbal era un secreto bien guardado, pero Abel no se hacía demasiadas ilusiones y presumía que por la rapidez con que su hijo había desaparecido aquella noche y por la antigua afinidad de los Perdomo con la Isla de Lobos algunos podrían sospechar que el fugitivo hubiera encontrado refugio allí, a la vista de todos, en el único lugar que podía distinguirse desde cualquier punto de Playa Blanca a cualquier hora del día o de la noche.

      –Tiene que irse... –señaló cuando la familia se reunió poco después en torno a la mesa de la cocina, agradeciendo el café fuerte y caliente que Aurelia acababa de preparar–. Por muy al fondo del aljibe que se esconda, si esos cerdos van a buscarle al faro acabarán por encontrarlo... Tiene que irse... –repitió, y luego se volvió decidido hacia Yaiza–. Y tú también.

      –¿Por qué yo?

      –Porque tarde o temprano tú serás su objetivo... Ya lo han dicho, y saben bien que es en ti donde más daño pueden hacernos... Rufo Guerra me debe un favor, y aunque esos favores no se cobran, no dudará en pagármelo escondiéndote. A su casa nadie irá a buscarte y a ti no te persigue la justicia...

      –¿Y Asdrúbal?

      –Él es un hombre... En Timanfaya aguantará hasta que algún barco amigo lo saque de la isla... Si llega a las pesquerías de Mauritania puede pasar al Senegal y encontrar la forma de embarcar hacia América... –hizo una pausa–. Al fin y al cabo, muchos han emigrado tan solo para matar el hambre... Algunos incluso han hecho allí fortuna... –Bebió calmosamente