Alberto Vazquez-Figueroa

Trilogía Océano. Océano


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malamente... Y cargarme al padre no solucionaría los asuntos del chico... Tiene que ser él, Asdrúbal, quien pague lo que hizo.

      –A lo que voy entendiendo, a usted, o a quien le manda, tan solo le interesa que pague con la vida.

      –Ojo por ojo... ¿No es esa una ley tan vieja como el hombre?

      –Lo será el día en que don Matías Quintero tenga una hija y alguien quiera violarla... Por eso empezó todo... –hizo una pausa–. ¿Usted no tiene hijos...?

      –Si los tuviera, que lo ignoro, serían todos hijos de grandes putas... En torno a los legionarios no suelen merodear mujeres de otro tipo... –Bebió de nuevo–. Ni jamás me interesaron para nada... Las mujeres decentes tan solo sirven para agilipollar a los hombres de veras...

      –¿Y usted se considera un «hombre de veras»?

      –Podrá juzgarlo cuando este negocio acabe.

      Maestro Julián «el Guanche» le observó largo rato y rogó a Dios para que nunca tuviera que juzgar hasta dónde era capaz de llegar un tipo semejante. Esa misma noche le transmitió a su compadre Abel las amenazas de Damián Centeno sin necesidad por una vez de añadir una sola palabra de su propia cosecha y esforzándose por mostrarse lo más fidedigno posible, pues deseaba que fuera el propio «Maradentro» el que decidiese hasta qué punto sería o no capaz el hombrecillo del tatuaje de hacer lo que decía.

      Había algo, sin embargo, que no sabría nunca transmitir a su amigo, y era el invencible desasosiego que le producía la sola presencia del legionario y el peligro que encerraba su pausada forma de recalcar ciertas palabras.

      Y sus ojos; aquellos ojos que eran como de hielo, negros, redondos y aparentemente sin vida le recordaban a los de los marrajos cuando permanecían tendidos sobre cubierta, destrozada a palos la cabeza y abierto el vientre, pero que de improviso parecían regresar del otro mundo lanzando al aire una postrer dentellada capaz de cortar en dos pedazos la pierna de un incauto.

      –Ese hombre es un «congrio»... –concluyó–. Frío, resbaladizo, viscoso y traicionero... Mal enemigo tienes, «Maradentro».

      Mal enemigo debía de ser, en efecto, y Abel Perdomo no se acostó esa noche, sino que la pasó sentado en la trasera de su casa, contemplando el mar e Isla de Lobos, y observando cómo una tras otra las luces del pueblo se apagaban y no quedaba al fin más que la luminaria en que los forasteros habían convertido la antaño tranquila casa de la roca.

      Habían colgado en las cuatro esquinas enormes «petromax» de los que usaban algunos pescadores en la mar, sin importarles el absurdo derroche de combustible que significaba tan inútil verbena que no constituía en el fondo más que una vana demostración de prepotencia frente a unas pobres gentes que a menudo tenían que escatimar el carburo de sus lámparas, y desde el mismo momento en que cayó la noche había podido distinguirse a un centinela armado en la azotea.

      Resultaba evidente que no exhibía su arma porque esperase ningún tipo de agresión por parte de los pacíficos habitantes del villorrio, sino porque más bien esa arma constituía –como parecía serlo todo en ellos– una amenaza o una aclaración de cuáles eran sus verdaderas intenciones.

      Habían llegado hasta allí, hasta el más misérrimo caserío del más olvidado rincón de la más desolada isla del lejano archipiélago, y se habían adueñado de todo, dispuestos a no marcharse hasta que se hubieran cobrado, por lo menos, una vida.

      Y Abel sabía que esa vida no era otra que la de su hijo Asdrúbal; aquel en el que mejor se veía reflejado, el del cabello rebelde, el mentón cuadrado, los negros ojos y la fuerza hercúlea de los Perdomo «Maradentro», tan diferente a aquellos otros dos chiquillos de raíz y sangre «lagunera» que Aurelia había querido regalarle.

      Contempló una vez más la noche. El faro de Isla de Lobos parpadeaba con su fidelidad de siempre en la distancia.

      Acuclillado al socaire de ese faro, con la espalda levemente recostada en el muro y los brazos colgando entre las piernas, en una forma muy suya de pasarse las horas contemplando la mar, Asdrúbal Perdomo observaba confuso el resplandor que parecía ser dueño de la orilla opuesta del canal de la Bocaina preguntándose qué diablos podría significar tanta iluminación y qué relación tendría con los dos pesados automóviles que había visto llegar al mediodía a través de los prismáticos.

      Algo extraño ocurría en Playa Blanca, a donde en todo el tiempo de que tenía memoria no habían llegado jamás dos vehículos juntos, pues tan solo el desvencijado camión del agua descendía un día por semana, y la furgoneta del buhonero turco cuatro veces al año.

      Incluso los guardia civiles acostumbraban a hacer el camino a pie, atravesando los pedregales del Rubicón bajo un sol que amenazaba derretirles los tricornios, destrozándose las botas con los matojos y guijarros.

      Presentía que algo grave se fraguaba al otro lado del brazo de mar que separaba las dos islas y le enfureció la rotundidez de su impotencia, sentado en la soledad de un peñasco que podía recorrer de punta a punta en diez minutos y en el que se sentía atrapado como un reo en el más férreo presidio.

      ¡Qué distinta se le antojaba ahora Isla de Lobos de aquel lugar paradisíaco al que sus padres le llevaban en el barco los fines de semana de verano!

      Ya no estaba allí su hermano Sebastián al que ver descender en busca de los pulpos y los meros, ni Yaiza, a la que perseguir por la laguna. Ya no estaba su madre cocinando una paella entre las rocas, ni su padre fumando pensativo su pipa al socaire de un sombrajo. Ahora tan solo las gaviotas, los conejos y dos burros que alguien abandonó alguna vez en la isla le hacían compañía, y cuando el auxiliar del faro llegaba algunas mañanas desde Fuerteventura tenía que esconderse en lo más profundo del mayor de los aljibes pese a que era un buen hombre, cariñoso y campechano, que con frecuencia acudía en otro tiempo a compartir con ellos la paella, el café, la charla y el tabaco.

      También la Guardia Civil había llegado una semana atrás a inspeccionar la isla buscando en las cuevas y en la vieja casona, y experimentó un leve temblor en las piernas cuando escuchó sus voces retumbar en las vacías estancias, y descubrió el haz de luz de una linterna recorriendo despacio el interior del ruinoso cubil que le servía de refugio.

      Ni una huella de su paso había dejado en el polvo de los caminos que rodeaban el faro, saltando siempre, aun a oscuras, de una roca a la siguiente, y del fogón de la cocina había borrado hasta el último rastro de los fuegos que encendía en la noche y en los que cocinó las pocas comidas calientes de que había disfrutado en ese tiempo.

      Estaba harto ya de aquel encierro, avergonzado de ocultarse como un criminal por un delito del que no se sentía culpable en absoluto, pero se había acostumbrado desde niño a aceptar el criterio de sus padres y presentía que aunque nada tuviera que temer (de los hombres del uniforme verde, ni siquiera su autoridad alcanzaría a librarle del ansia de venganza de don Matías Quintero.

      En los atardeceres, cuando el sol se ocultaba allá por Montaña Roja y las salinas del Janubio, destacando con todo su esplendor las mil tonalidades de los pelados cráteres de Timanfaya, se emborrachaba con la contemplación de cada detalle de la configuración de Lanzarote como temiendo que fuera la postrera ocasión que le brindaban de extasiarse con los amados paisajes que contenían lo mejor de su existencia, pues cada playa, cada farión y hasta cada palmera despertaba en su memoria dulces evocaciones tiempo atrás olvidadas.

      La blanca mancha de la iglesia de Femés, allá en lo alto, a cuya espalda rondó por primera vez a una muchacha al son de «timples» y guitarras; la soledad de Playa Quemada, en la que una hermosa extranjera a la que no pudo entender de una sola palabra le descubrió lo que significaba un cuerpo de mujer y cómo debía penetrarlo; o el Torreón de Las Coloradas, cuartel general de la chiquillería del pueblo que se reunía allí dos veces por semana a jugar a plantar batalla a los piratas bereberes.

      Cada retazo de su vida se encontraba ligado al ancho mar que se abría a sus pies, o a la pelada isla que se