llenas a rebosar en pleamar, y salpicadas de pequeñas piscinas cuajadas de cangrejos y quisquillas cuando la mar se retiraba; el lugar más hermoso que hubieran visto nunca; maravilloso paraíso en el que buscar pulpos bajo las piedras, jugar a la pelota, nadar, pescar desde una roca o tumbarse sobre aquella blanda nieve ardiente a disfrutar del sol de media tarde.
El buhonero turco, que bajaba a Playa Blanca cuatro veces al año, había traído en una ocasión entre sus mantas y perolas unas pequeñas lentes con montura de goma que se ajustaban a los ojos y permitían ver lo que ocurría bajo la superficie como si el agua no existiera, y los chiquillos se gastaron en ellas sus ahorros de años.
Era cosa de verlos con los culos en pompa y la cabeza inmersa contemplando asombrados el mundo submarino, llamándose a gritos con cada descubrimiento o viendo cómo Sebastián descendía cada vez más profundo.
Era aquel un lugar rico en pesca y virgen aún de extraños visitantes provenientes del otro lado de la frontera plateada que era la superficie, pues las focas o lobos marinos que habitaron tiempo atrás aquellas mismas lagunas y dieron nombre a la isla se habían marchado hacía años a las costas del moro, y aún podían verlas cuando bajaban a las grandes pesquerías de Cabo Bojador.
Cómo llegaron hasta semejantes latitudes unos animales más propios de las aguas heladas de los polos, nadie podría saberlo, pero lo cierto era que allí, en aquel islote minúsculo y desolado establecieron su hogar hasta que la construcción del faro y la constante presencia de los hombres de Fuerteventura y Lanzarote les obligó a emigrar a las tranquilas rocas de la costa del desierto.
Por ello, los peces, ajenos a los peligros que pudieran llegar desde lo alto, no se asustaban cuando Sebastián, el mejor dotado para el agua de la familia «Maradentro», descendía en su busca hasta tocarlos, y lejos de escapar, se aproximaban curiosos a analizar la razón por la que aquel ridículo pulpo de tan cortos tentáculos se agitaba de un modo tan grotesco.
Sobre todo los meros y los abadejos demostraban su asombro ascendiendo a mirarle con ojos dilatados, y las morenas enseñaban los dientes cuando se aproximaba en exceso a sus guaridas.
Yaiza, que no se sentía capaz de descender tan profundamente como sus hermanos, los contemplaba fascinada desde la superficie, y de aquellas portentosas y excitantes aventuras guardaría para siempre los más hermosos recuerdos de su infancia.
¿Por qué tuvieron que marcharse los chicos a la Marina, por qué se convirtió ella en mujer, y por qué quedó tan solo en el recuerdo el tiempo de descender al fondo de los mares?
–¿Por qué no puede seguir todo como entonces...?
Sebastián había surgido de la noche tomando asiento a su lado y encendiendo con su eterna parsimonia un cigarrillo.
–Es el precio que tenemos que pagar por convertirnos en adultos.
–¿Y a quién le interesa ser adulto...? ¡Fíjate en lo que ocurre! Aquí estamos sentados, viendo brillar la luz del faro e imaginando que Asdrúbal está sentado allí... ¡Qué solo tiene que sentirse en ese caserón tan viejo y cochambroso...!
Sebastián tardó en responder. Era hombre de largos silencios, reflexivo, menos vehemente que Asdrúbal, y mucho menos soñador, desde luego, que su hermana.
–Pronto tendrá que irse... –dijo al fin–. No sé adónde; tal vez lejos de casa. O se entrega, con todo lo que eso significa, o se marcha, porque tengo la impresión de que ese hombre que ha venido no tardará mucho en averiguar dónde se encuentra.
–¿Qué pasará si se entrega?
Sebastián se encogió de hombros admitiendo su ignorancia.
–No tengo ni idea, pero en el mejor de los casos, aunque tan solo tuviera que pasar unos años en la cárcel, le destruirían... Asdrúbal no es hombre para estar encerrado. Ama el mar; necesita verlo y respirarlo cada día, y si hasta la tierra, cualquier tierra, le parecía pequeña, ¿cómo podría sobrevivir en una celda...?
La muchacha acarició muy suavemente la fuerte y encallecida mano que colgaba a su lado.
–Cierra los ojos e imagina que no es más que una pesadilla... –dijo–. ¿No habría forma de lograr que el tiempo volviera atrás tan solo veinte días...? ¡Era todo tan bonito!
–No. No era bonito –replicó Sebastián jugueteando con sus largos y delicados dedos, de los que no cabía pensar que hubieran pasado la mayor parte de su vida fregando platos o salando pescado–. Era un vida amable, pero que ahora nos parece portentosa porque la hemos perdido... –Le apretó suavemente la punta de la nariz–. Tú hace tiempo que te sientes desgraciada.
–La gente no me quiere como antes.
Sebastián no tenía respuesta porque incluso para él, que era su hermano, aquella criatura fascinante se le antojaba a veces un ser desconocido que usurpaba el lugar que siempre había ocupado una rapazuela incordiante y pegajosa.
Permanecieron largo rato pensativos y en silencio; agradeciendo cada uno de ellos la presencia del otro, con la vista clavada en la oscuridad del mar y en la diminuta luz que brillaba intermitentemente en la distancia, hasta que de improviso advirtieron que una cerilla se encendía a unos diez metros de distancia, justo al borde del agua, y mientras prendía con excesiva calma un cigarrillo, un hombre los miraba.
Cuánto tiempo podía llevar allí ninguno lo sabía, pero resultaba evidente que observaba la casa desde hacía largo rato y se regodeaba en el hecho de anunciarles de aquel modo su presencia.
Sebastián hizo un gesto como para levantarse y dirigirse a él, pero su hermana le detuvo apoyando en su antebrazo una mano que se había quedado helada:
–¡Por favor...! –suplicó–. Ese hombre me aterra.
–Quiero saber qué es lo que busca.
–¡Déjalo en paz...! La playa es de todos y tiene derecho a estar ahí.
–No lo tiene a rondar a estas horas nuestra casa... Pretende asustarte...
–Ya lo ha logrado, pero no quiero más problemas por mi culpa.
Satisfecho, convencido de que había conseguido su propósito, Damián Centeno dio una larga chupada a su pitillo, permitió que brillara con más fuerza, lo lanzó al mar para que la brasa trazara una larga pirueta en el aire, y se perdió nuevamente en la noche, como si se hubiera convertido en una sombra más entre las sombras o se tratara de un mal sueño.
Llegaron al mediodía siguiente, y eran seis.
Algunos también lucían tatuajes; los más ni siquiera lo necesitaban porque su aspecto y su forma de hablar y de moverse delataba a la legua que eran matones barriobajeros y expresidiarios buscadores de camorra.
Llegaron al mediodía, y podía pensarse que habían escogido la hora para impresionar al cabildo de ancianos que se hallaba reunido como siempre frente a la playa y la taberna comentando las incidencias de la jornada de pesca y el devenir de los desagradables acontecimientos que, por primera vez en su historia, habían tenido lugar en Playa Blanca.
Algunas mujeres que jareaban el pescado, lavaban la ropa o atisbaban por las ventanas de sus cocinas mientras preparaban la comida también los vieron y pronto fueron a dar aviso a los hombres que descansaban tras la noche de faena en el mar, y así fue como todo el pueblo los observó en silencio mientras descendían de dos grandes y polvorientos automóviles, abrazaban con fuertes palmadas y grandes voces a Damián Centeno y penetraban tras él en la amplia casa que había pertenecido a «Seña» Florinda, y que su hijo se había sentido tan satisfecho de alquilar «a aquel desorientado godo del tatuaje» por veinte duros al mes.
La casa de «Seña» Florinda, blanca, ventilada y espaciosa, lucía en su patio central el único árbol de todo el tercio sur de Lanzarote: una enorme mimosa que en primavera cubría el suelo de una suave alfombra amarilla que hacía las delicias de unos niños poco acostumbrados a las flores, y dominaba, desde