a su compadre–. ¿Qué piensa conseguir ese matón que no hayan conseguido los guardiaciviles...? ¿Se va a dedicar él solo a remover otra vez toda la isla?
–No lo sé, «Maradentro», pero si quieres mi consejo, no dejes que le ponga la mano encima a tu muchacho... –sentenció Maestro Julián–. Ese no viene a facilitarle la labor a los civiles, sino a ofrecerle en bandeja un muerto a don Matías... Es un «sacamantecas» cuartelero, más peligroso que «morena» saltando en la barca una noche de mar brava... Cuando clave los dientes no soltar a su presa si no le arrancan la cabeza.
–Nos hará mucho daño... –musitó apenas Yaiza, sentada muy recta en su rincón–. Hasta el abuelo tiembla al mencionar su nombre.
El abuelo Ezequiel había muerto hacía ya cuatro años, pero era cosa sabida que su espíritu había quedado a bordo del viejo «Isla de Lobos», y solo bajaba a tierra algunas noches de luna en que Yaiza dormía con la ventana abierta. Conversaban entonces largamente y le contaba añejas historias que nadie más recordaba.
–No mezcles al abuelo en estas cosas... –le respondió su madre–. Lograrás asustarme con tus negros presagios... Al fin y al cabo, ese Damián Centeno es solo un hombre... Tu padre puede partirlo en dos de un manotazo.
–Ese es mi miedo... –fue la respuesta–. Asdrúbal mató por defenderme. Papá puede hacerlo por defender a Asdrúbal... Tanto mejor hubiera sido que aquella noche las cosas se hubieran desarrollado de otro modo... Ya todo estaría olvidado.
Se puso en pie y abandonó la estancia con aquel paso elástico y altivo heredado sin duda de alguna lejana emperatriz perdida en la noche de los tiempos. De dónde le venía el porte; aquella forma única de caminar y de moverse, nadie sabría decirlo, pero Aurelia lo atribuía a que su hija había pasado la mayor parte de su adolescencia paseando por la playa con el agua a media pierna hablando con los muertos o construyendo un millón de mundos diferentes que tan solo cobraban cuerpo en su portentosa imaginación.
Tanto pisar sobre la arena y avanzar contra el agua habían acabado por tornearle aquellas piernas largas y esbeltas de mármol dorado sobre las que destacaban unas nalgas tan firmes que vibraban con cada movimiento, proporcionándole una forma de caminar a la vez erguida, lenta, felina y segura, como de leona al acecho o guepardo dispuesto a dar el salto; caminar que enloquecía a los hombres tanto o más que su pecho, disparado hacia el cielo, o su rostro de serena fiereza.
–Esa pequeña vuestra es un peligro... –musitó roncamente Maestro Julián «el Guanche»–. Ya ha muerto un hombre, pero no te sorprenda si muchos más se matan por su causa.
–Ella no tiene la culpa... –replicó molesta Aurelia–. Así nació y así ha crecido.
–Nadie la culpa... Pero ahí está, y a ver cómo lo evitas.
Yaiza no había querido escuchar aquellas últimas palabras, acostumbrada como estaba desde que se convirtió en mujer a que las conversaciones cesaran cuando llegaba a alguna parte y hablaran de ella en cuanto salía de algún sitio.
Odiaba sentir los ojos de los hombres huroneando sobre cada partícula de su cuerpo; aborrecía los cuchicheos, los ligeros codazos y los susurros, y la envilecían los abiertos comentarios, la frase soez o el silbido vejatorio.
Amaba el recuerdo de sus años de infancia, cuando podía recorrer una y otra vez la playa sintiendo bajo los pies la dulce arena y el agua que llegaba a acariciarle tibiamente, y cuando únicamente ella sabía que con ese agua llegaban de continuo pececillos minúsculos que la rozaban juguetones. Estaba entonces a solas con sus sueños o con los personajes de los libros que su madre le había enseñado a amar profundamente, y aquellos paseos no atraían sobre ella las docenas de miradas que transformaron más tarde una simple costumbre de chiquilla en una sesión de exhibicionismo vergonzante.
¿Por qué había cambiado de aquella forma el pueblo?
¿Por qué había dejado de ser «Yaicita Maradentro», a la que los hombres podían mandar en busca de tabaco y las madres pedir que echara un vistazo a los chiquillos? ¿Por qué no era ya la pequeña de Abel que bajaba las fiebres o anunciaba cuándo iba a entrar bien el atún o la sardina? ¿Por qué no querían las mujeres que cruzara su umbral cuando se encontraban en casa los maridos, o por qué le pedían tan insistentemente los maridos que lo cruzara cuando no estaban en casa sus mujeres?
¿Es que no comprendían que era la misma niña y amaba las mismas cosas por mucho que su cuerpo se empeñara en llevarle la contraria? Aún prefería coserle el vestido a una vieja muñeca, o extasiarse ante el mar pensando en «Moby Dick» o en Sandokán, que escuchar la charla insulsa de los zafios mocetones que alargaban de inmediato las manos, o las insinuaciones, con frecuencia incomprensibles, con que hombres maduros le prometían un pañuelo estampado, una pulsera de bronce o una blusa de colores.
–¿Te ocurría a ti lo mismo, madre?
–No hasta ese punto.
–¿Por qué?
Aurelia le acariciaba entonces el cabello y la miraba largamente al fondo de los ojos.
–Porque yo nunca fui tan hermosa, hija... Es hora de que comprendas que Dios te ha proporcionado una belleza que trastorna a los hombres e inquieta a las mujeres... –Agitó la cabeza confundida–. No sé si eso es bueno o hubiera sido preferible que te mantuvieras dentro de unos límites lógicos... No puedo negar que me siento orgullosa de haber parido una criatura semejante, aunque en cierto modo me asusta.
A Yaiza le asustaba.
Y le asustaba aún más desde aquella noche de San Juan en que su hermano había matado a un hombre, y ahora allí, sentada en los toscos escalones de piedra que desde la cocina bajaban directamente al mar, contemplaba la cambiante luz del faro de Isla de Lobos y se preguntaba hasta qué punto Asdrúbal la culparía por el hecho de tener que esconderse en aquel inmenso caserón, triste, vacío y solitario, cuando su verdadero lugar estaba al lado de sus padres.
Sentados allí mismo, en la escalinata trasera de la casa, Asdrúbal le había enseñado a «empatar» sus primeros anzuelos, a ensartar bien el cebo y a lanzar el aparejo cuando aún no había cumplido los seis años y ya adoraba conseguir su propia cena en forma de sargos y cabrillas.
Y en aquel mismo mar, apenas a diez metros de su cama, Sebastián le enseñó a nadar manteniéndola sujeta por el vientre, porque toda su vida, desde que tenía memoria, había transcurrido en aquel diminuto y amado rincón del universo, adorando a un padre inmenso, protector y severo; a una madre dulce, sonriente y soñadora, y a unos hermanos con los que había aprendido a explorar cuanto le rodeaba.
Y ahora todo se hundía y transformaba porque le habían crecido dos durísimos pechos y sus nalgas recordaban la de una nerviosa yegua purasangre.
Incluso su padre había cambiado, incapaz de ocultar su desasosiego cuando venía a sentarse en sus rodillas a la caída de la tarde, y no pudo evitar el sentirse confusa cuando al fin la despidió con una palmadita en el trasero:
–Ya no estás en edad de sentarte en las rodillas de los hombres, ni volverás a estarlo hasta el día en que te sientes en las de tu marido.
Esa tarde de abril la habían expulsado para siempre de su mundo de niña, y le amargó la boca comprender que ya nadie, ni aún su padre, la querría como antaño.
¿Qué extraño temor despertaba su cuerpo si hasta sus hermanos evitaban rozarlo? ¿Por qué tenía que cambiar su vida de ese modo si lo mejor de esa vida había sido revolcarse con Asdrúbal por la arena y obligar a Sebastián a que la subiera a horcajadas en el cuello, entrando así en el agua y saltando con la llegada de las olas...?
Quería que Asdrúbal regresara, se sentara como tantas otras veces en el siguiente escalón, y apoyado en sus rodillas le explicara cómo había ido la pesca aquella noche, qué historia mentirosa había contado Maestro Julián, o cuándo ganarían suficiente dinero para comprar Isla de Lobos y convertirla para siempre en el reino exclusivo de la familia «Maradentro».
–¿Imaginas lo que significaría levantar una casa detrás