dos hijos de golpe es demasiado... –señaló Aurelia en idéntico tono–. Y marcharte sería como aceptar que alguna culpa tienes en lo ocurrido, y eso no es cierto. –Le acomodó el cabello apartándoselo de la cara, tal como venía haciendo desde que era niña y le acarició luego levemente la mejilla–. Estoy de acuerdo con tu padre en que te alejes un tiempo, pero luego volverás a casa, con tu familia, para que todo sea lo mismo.
–Nada será nunca lo mismo, madre, y tú lo sabes –replicó la muchacha–. ¡Díselo, padre... ¡Dile que no sueñe!; que su familia se ha deshecho por mi culpa, y jamás volverá a recomponerse...
–¿Por qué por tu culpa, hija...? Yo sé que no tienes culpa alguna.
–Si aquella noche me hubiera quedado quieta y callada en lugar de cantar y bailar como una idiota nada habría ocurrido.
–Tú hacías lo que hacen todas las chicas de tu edad, y ellos hubieran actuado de igual modo por muy en silencio que hubieras estado... –La voz de Aurelia Perdomo sonaba más bronca y severa que de costumbre–. Es hora de que empieces a dejar de avergonzarte por tener el cuerpo que tienes. Si Dios te lo ha dado, no te queda más que agradecérselo y sentirte feliz por ser dueña de algo que cualquier mujer quisiera para sí. Deja de andar encorvada como si tuvieras chepa; deja de mirar al suelo como si fueras bizca. Tú no tienes la culpa de que las demás sean esmirriadas, gordas, narigudas o cabezonas... Yo te hice así y quiero que te sientas orgullosa por ello.
–No es fácil.
–Te aseguro que más difícil debe de ser andar tullida y con nariz de bruja como Asumpta... –Agitó la cabeza con gesto de fastidio, como si le molestase continuar hablando de aquel tema–. Bastantes problemas tenemos para que nos vengas encima con monsergas.
–Lo siento, madre.
–¡Pues deja de sentirlo y empieza a comportarte como una auténtica mujer! A tu edad, mi madre ya se había casado, y un año más tarde ya me había parido y casi se había muerto en el intento.
–Si ese es el ejemplo que le pones, no creo que le queden muchas ganas de ser mujer –sentenció Sebastián, que se había limitado a ser testigo de la conversación–. Pero de todas formas, tienes razón...: las cosas están difíciles y van a complicarse aún más, por lo que va siendo hora de olvidar cuanto no sea encontrar solución al principal problema...: ¿Cómo vamos a sacarla de aquí sin que lo adviertan?
–Como lo hemos hecho todo en esta vida desde que yo recuerde... –le replicó su padre–. ¿Qué hora es?
–Las dos y veinte.
Abel Perdomo salió a la puerta de la cocina y estudió el cielo y el estado de la mar. Necesitó tan solo un minuto y, volviéndose, señaló:
–Sobre las cuatro entrará viento del nordeste... Prepara tus cosas, Yaiza. Y tú, Aurelia, un saco de comida y un garrafón de agua... Las luces apagadas y en silencio... Sebastián, ven a echarme una mano...
Una hora más tarde, cuando el pueblo dormía nuevamente y antes de que los hombres, cansados por la agitada noche, comenzaran a pensar en saltar de la cama para salir a la pesca, tres sombras recorrieron furtivamente los diez metros que separaban la puerta de la cocina de la orilla del agua y comenzaron a nadar muy suavemente y en silencio empujando una tosca balsa hecha con corchos y garrafas vacías.
Resultaba imposible que nadie pudiera verlos por mucho que aguzara la vista y atento que estuviera, pues la luna era apenas un descuido en un cielo contagiado de estrellas que no permitían distinguir nada a cinco pasos de distancia.
Incluso a ellos mismos le costó un gran esfuerzo descubrir la silueta del «Isla de Lobos» fondeado a unos trescientos metros de la costa, y a punto estuvieron de pasarse de largo y adentrarse nadando en el Canal de la Bocaina, de no haber sido porque Yaiza tuvo la impresión de que el abuelo Ezequiel la llamaba a sotavento.
–¡Hacia allí...! –susurró quedamente, y corrigieron el rumbo de modo que a los cinco minutos se encontraban a bordo, tiritando y castañeteando los dientes.
–¡Suelta el cabo de la boya y deja que el barco caiga solo...! –musitó Abel Perdomo aproximando mucho la boca al oído de su hijo–. La marea nos sacará hacia el canal y a media milla podremos izar el trapo sin miedo a que nos vean... ¡Sécate y baja a por los foques! –ordenó luego a la muchacha–. Conviene tener todo el velamen preparado.
Los «Maradentro» conocían bien su mar, su barco y sus mareas, y quince minutos más tarde la goleta enfilaba directamente hacia la intermitente luz del faro de Isla de Lobos empopados por un viento que comenzaba a desperezarse alegremente, despertando a la mar, los barcos y los pescadores que aún permanecían en sus camas.
El navío crujía y susurraba feliz de cortar las olas y sentir la tensión de las velas presionando sobre sus viejos palos, porque era una embarcación que había surcado un millar de veces aquel ancho Canal de la Bocaina y parecía saludar personalmente a cada roca del fondo que le devolvía el eco de su paso como si en verdad se tratara de antiguos conocidos.
Ni la más leve luz alumbraba en cubierta, y el «Isla de Lobos» semejaba un buque fantasma, puesto que junto a la proa resplandecía en el agua una leve fosforescencia provocada por miríadas de noctilucas alborotadas, lo que podía hacer sospechar a un observador imaginativo que las estrellas que se estaban reflejando en la quieta superficie del océano se desmenuzaban ante el empuje de la goleta.
Acodada en la borda, observándolas, y con la vista puesta también en el destello del faro que constituía su objetivo, Yaiza Perdomo experimentó de improviso la cercanía de una presencia extraña y muy amada, y supo que el abuelo Ezequiel navegaba con ellos, aunque esta vez no lo hiciera con la despreocupación y la alegría de otras noches.
Se volvió a mirar pero no pudo verlo, y no le sorprendió porque se había habituado desde niña al hecho de que los difuntos jamás se le mostrasen cuando se hallaba plenamente consciente, sino más bien en aquellos momentos que precedían al sueño y en los que tan difícil le resultaba fijar los límites de lo real y lo ficticio.
Y era al alba, a punto ya de abrir los ojos, cuando en tantas ocasiones venía el viento a anunciarle desde dónde y con qué fuerza pensaba soplar esa mañana, o corrían por su mente los atunes, los chicharros y los «bonitos» señalándole cuándo y dónde podrían encontrarlos.
Pero ahora sabía que aunque no hablara ni se dejase ver, el abuelo Ezequiel les hacía compañía, e incluso rectificaba la caña del timón si resultaba necesario, pues nadie conocía con tal lujo de detalles como él las corrientes y derivas del Canal de la Bocaina.
Ya viejo y cansado, lo recordaba apoyado en el muro del patio, sentado en su banco de piedra preferido, observando las velas que iban y venían por el ancho canal, y aun sin reconocer la barca a causa de la distancia, sabia quién la patroneaba por la forma con que tomaba el viento o concluía una ciaboga.
–¡Ya no hay marinos como los de mi tiempo...! –repetía siempre–. Esa mierda de motores los echarán a perder a todos... Están tan enviciados con las máquinas que ni con el «siroco» en popa serían capaces de meter una goleta como la mía en Arrecife.
Era bueno sentir la presencia del anciano a bordo aun cuando lo advirtiera inquieto y preocupado, y por primera vez desde que comenzara aquella horrenda pesadilla, Yaiza abrigó la esperanza de que tal vez existía una posibilidad de que la familia volviera a reunirse nuevamente.
Habían penetrado ya en las tranquilas aguas de la Caleta protegidos por la mole del viejo cráter dormido, que constituía la única altura del islote, al noroeste, y Abel Perdomo, que conocía al dedillo aquellas aguas, puso rumbo, bordeando la costa, hacia la punta en la que se alzaba el faro.
–¡Arría la mayor...! –ordenó a su hijo, que permanecía atento a la maniobra–. Seguiré con los foques.
Yaiza ayudó a su hermano a aferrar la vela de la botavara, y aprestaron luego el ancla, que cayó al agua en cuanto alcanzaron el enclave elegido, justo frente a la alta torre cuyo haz de luz cruzaba sobre ellos barriendo el horizonte.